Antonio Hernández Travieso
De la estética fenomenológica
I
Lo bello para la fenomenología deja de ser, como en muchos casos, una cosa compleja e inexplicable. Es tan sencillo que asusta, ya que por sencillo teme uno dudar de su existencia.
Por eso, la primera pregunta que debemos formular al respecto, es la siguiente: ¿Dónde radica lo bello como valor estético? En la esfera de los valores estéticos y como el valor de más alta jerarquía, nos responderán los fenomenólogos.
Con la simple respuesta ya comienza a complicársenos la comprensión de esta teoría, porque la esfera de los valores es algo que no es, que no posee los atributos del ser. Ni del real ni del ideal, que solamente vale y porque vale se ha salido de este mundo para asentarse en otro donde no existen ni tiempo, ni espacio, ni realidad, ni idealidad y al que sólo podemos acercarnos por una intuición irracional. Este es un problema muy serio, que entre sus implicaciones –o su arremetida–, nos echa al suelo toda la estructura sobre la que nos habíamos acostumbrado a colocar al arte y al artista. Veamos en qué radica la esencia del nuevo fundamento :
Tenemos que lo bello es una estructura óntica; o sea, lo que el padre Aristóteles denominaba categoría y ésta como los estratos elementales y primarios de todo ser. Ahora, como el ser con acento de ser no cabe al tratarse de los valores, según los fenomenólogos, tendremos que la estructura óntica de lo bello, es su estrato primario considerado en sí mismo, como esencia, comobellecidad. Pero como la bellecidad no está aquí, ni entre las cosas que palpo, miro, escucho, siento, me figuro dentro o fuera de mí, sino que se intuye irracionalmente a través de los objetos reales o ideales, tendremos que la Venus de Diego Velázquez, tomada como ejemplo, no es bella en cuanto a que la consideremos como estructura ontológica. O sea, como objeto de arte elaborado por el esfuerzo del conocimiento, que ha incorporado el cuadro a la ciencia estética, sino en cuanto a estructura óntica, como intuición de belleza pura, como símbolo, y nada más que símbolo del valor belleza.
* * *
Ese mundo de los valores estéticos, inaprehendido e incomprendido psicológicamente, tiene su forma de expresión sensible. Son los medios de expresión que todos concedemos al arte: palabras, sonidos, imágenes, etcétera.
A través de los medios de expresión, el artista busca situaciones extraestéticas para componer con ellas su obra. Un rostro, un cuerpo, un caballero y su rucio, un pensamiento, una pasión, una vida, una concepción del universo, constituyen situaciones. Por lo que agentes de expresión y situaciones se constituyen, en definitiva y tomados de conjunto, en medios, para con su auxilio expresar valores estéticos, que ni han sido elaborados por el artista, ni están en él, ni fuera de él, sino allá o aquí, sin importarnos que el abverbio nos coloque a menor o mayor distancia, porque los valores no son entes sino valentes, colocados en alguna parte, no importa dónde, sin estar incorporados al tiempo, al espacio, o a algunos de esos principios a los que la filosofía ha concedido tanta importancia.
De hecho, y siguiendo con nuestro ejemplo de la Venus velazqueña, el gozador estético no podrá fijarse en los detalles entitivos del cuadro. El no puede extasiarse ante la disposición de los colores, ni del dibujo del cuerpo, ni abominar al querube que como un recurso sostiene el espejo. No, el gozador no puede detenerse ante estas cosas reales que son y analizar el acervo de bellezas, sino que intuirá de una manera inmediata y total el valor belleza, porque el cuadro es bello o no es bello.
Llegados a este punto, la fenomenología reconoce la existencia de lo bello como estado latente en la naturaleza. Ese bello natural oscila en la escala de valores, por supuesto, pero la naturaleza no deja de constituir para el artista una situación de donde intuirá valores estéticos, cuando dicha situación haya sido trabajada artísticamente. Por lo tanto, naturaleza no es arte, y en consecuencia no puede haber arte copiado de la naturaleza, sino arte intuido en la naturaleza. Esto, que parece exaltar al artista como centro mismo de la obra de arte, no es más que una mala pasada que le juegan los fenomenólogos, porque ya hemos visto que la situación es un medio, una cosa, algo que está situado en el mundo de los seres reales, por encima del cual se eleva la intuición pura, irracional, ingenua, de esa formidable, fantasmal estructura óntica que es lo bello en sí, y a la cual el artista no se acerca racionalmente, sino irracionalmente.
Creen los padres de la fenomenología que hacen revolución cuando se deciden a incluir a la fotografía entre las artes, porque el fotógrafo, como el pintor, «puede abstraer de la naturaleza» y «poner de relieve» una expresión donde podemos intuir valores estéticos de alta jerarquía. [49]
En realidad, nada hay de revolucionario en el aserto fenomenológico. Sólo que la fotografía se ha perfeccionado en muy cortos años, sin dar tiempo a la escasa producción estética a considerarla como tema suyo. –No hay que olvidar que se escribe más sobre religión y política que sobre estética, y que mientras el desarrollo de dispositivos y emulsiones casi mágicos han flexibilizado el arte fotográfico, apenas han aparecido obras genuinamente originales y de revisión estéticas, durante el mismo período de tiempo–.
* * *
Nos traen también los fenomenólogos a la discusión de la teoría del arte por el arte. Si aceptamos con ellos que la misión del arte es hacer arte, no podemos aceptar, en cambio, la forma en que ese arte se manifiesta, porque entonces ya no es arte, sino fantasmagoría de arte.
De acuerdo a los fenomenólogos, tenemos que Velázquez en su Venus intuyó belleza, y que esta belleza es un valor. Es decir una cosa que pareciendo que es no es, pero como una cosa que no es no nos la podemos representar, entonces lo único que podemos saber es que esa fantasmagoría que constituye el valor belleza es algo que vale. Empero, para saber nosotros lo que vale bellamente nos colocamos ante la obra de Velázquez y allí, con menos esfuerzo que el místico, esperamos, esperamos que se nos posesione la intuición irracional para avisarnos de la belleza o no belleza del cuadro. Ojos y mente no son instrumentos directos y útiles. O sea, experiencia y razón no juegan otro papel que el muy secundario y pasivo de actuar como agentes que canalizan nuestras representaciones hasta lo indefinible de la intuición irracional, que es quien juzga y quien decide. Exclusivamente aquí nos hace falta enchufarnos a la ingenuidad y aguardar a que su temperatura nos invada. El resto ya lo conocemos.
Igual debió haber acontecido a Velázquez para representar la belleza que intuyó y plasmó en su Venus. Tomó una modeló, la colocó de ésta o aquella otra y con el gesto displicente de quien conecta el tostador del pan, mezcló colores en su paleta y se dio a la faena de representar sobre el lienzo algo material, concreto, cuya visión hiciera brotar en los contempladores de su obra el valor belleza por él intuido.
Esas concreciones suyas fueron, en definitiva, medios, medios entitivos de cosas que son en el mundo de los seres reales, sin que sepamos a ciencia cierta si Velázquez equivocó o no su intuición porque hay muchos a quienes el cuadro de la Venus se les hace insufrible. Lo cual trae sin cuidado a los fenomenólogos, pues ellos se han cubierto la retirada afirmando que los valores valen absolutamente y que los relativos somos nosotros, los que andamos divididos acerca de la valoración de la obra artística. Estos ingeniosos fenomenólogos se las han arreglado de tal manera para que en refiriéndonos a los valores y al preguntar ¿y cómo sabemos en fin, si el cuadro de Velázquez es bello o no?, respondemos como el buen sacerdote a quien un niño le inquiere que, ¿por qué Dios es el Padre, el Hijo y el Espíritu santo a la vez: ¡Ah! Eso sólo lo sabe la mente infinita del Creador, que es absoluta, omnisciente, inmutable, sin que el muchacho obtenga respuesta categórica, ni nosotros tampoco. Los fenomenólogos, que proceden de la matemática y el catolicismo, que dicen haber captado a sus doctrinas a un buen número de positivistas (cierto que seguirlas de positivistas en estos tiempos se hace tan duro como hacerlas de fenomenólogo), se muestran más rígidos que los Santos Padres al traer al mundo de los fenómenos naturales el más bello de los argumentos metafísicos que justifican la fe: «Credo quam untilligere est».
Ahora, siguiendo el uso fenomenológico, hagámonos esta intrascendente pregunta: ¿Qué es el arte? Desde luego, que la tal pregunta no es intrascendente y que así como aparece formulada promovería las más contradictorias respuestas. Pero vamos a ceñirla a un perímetro bien delineado: ¿Qué es el arte dentro del terreno específico del arte? Presentada en esta manera no se hace necesario ser ontólogo de profesión para responder con lisura, que el arte es algo que es, algo que hipostasiado de las concreciones que lo demuestran goza el privilegio metafísico de continuar existiendo, como el triángulo o la esfera. Ya en esta prueba, volvemos a preguntarnos ¿Qué es lo que da consistencia, informa al arte cuando existe en sus concreciones típicas? Nadie dudará en afirmar que si el arte es pictórico, será la pintura; si poético, la palabra, y así hasta agotar todas las artes en lo que las constituye y es medio a la vez de sus manifestaciones. Aclarado esto, volvamos a preguntar: ¿Y si quitamos al arte sus medios de expresión, eso que los fenomenólogos, por ser originales, colocan entre paréntesis y nulifican en la obra de arte?, ¿qué es lo que queda? Nada, sencillamente. Pero nada sería una forma del ser cuando deja de ser. Luego, como los valores no son, sino que valen, y no valen por mí, porque yo los avalore, ni porque mis circunstancias y las de mi medio me impelan a valorarlos, podemos coincidir ahora con los fenomenólogos para dejar demostrado lo que ellos no hacen, y es que lo que se deduce de su teoría del arte por el arte, es aquella pura del valor estético por el valor estético, y como el valor no es, la teoría del arte por el arte se esfuma hasta convertirse en la teoría hipostasiada de la nada artística por la nada artística, como resumen y fin a todas sus hipótesis.
Descendamos ahora al yo para afirmar que el valor está en nosotros, que valorizamos por un acto conciente, empírico. Acto que recibe alteraciones y es modificado de continuo por los objetos de nuestro inundo, y donde [50] tomando una vez más el ejemplo aludido del cuadro de Velázquez, ya por la disposición de los colores, por el rollizo querube, por el tema en general, nos gusta o no nos gusta, nos impresiona y valoramos así o de la otra manera, en un juicio donde hemos sopesado méritos y deméritos, así andamos en postura en crítica profesional, o simplemente intuimos agradable o desagradable, de acuerdo a nuestra disposición efectiva, educada en unos hábitos mentales de determinada contextura. Pero intuiciones de objetos reales o ideales, no de fantasmas que valen, sin alambicar el intuicionismo artístico sentado con donosura ya hace muchos años por Croce.
Cuando afirmamos: «Todos los hombres son mortales», no intuímos la fórmula «Toda A es B», intuimos seres vivientes que mueren, pero cuando repetimos «Toda A es B», sí podemos intuir toda la gama de objetos con que pudiéramos sustituir los términos, desde números hasta elefantes, al extremo de poder asegurar las más rotundas falsedades, como «Todos los elefantes son bípedos». Los valores en sí mismos son enunciados de fórmulas como «Toda A es B». Cuando afirmamos belleza o santidad, afirmamos lo mismo que cuando decimos «Toda A es B», porque el continente ideal tiene que ser llenado con datos reales. Pero los fenomenólogos jamás lo entenderían así, ni lo pretendemos, sobre todo, cuando sus más ortodoxos defensores para insuflarle mayor empaque a sus sonoridades intuitivas, afirman que «el artista, si quiere permanecer auténtico artista, no debe usar nunca la situación para hacer obrar en ella, a la vez, algo extraestético, porque es siempre, en el fondo, un abuso del arte».
Quieren decir, por ejemplo, que cuando Goya pintó sus célebres fusilamientos del de 2 de mayo, debió haber circunscripto su intuición a captar horror, sin haberle pasado por mientes la tremenda crisis que vivía España en los momentos de la invasión napoleónica. Por lo tanto, el gozador que se situé frente al cuadro que intuya solamente horror, ¡sin que se desvíe su intuición ni una micra hacia las derivaciones de la situación, porque esto es indigno del arte? «Antes estos abusos, afirman los fenomenólogos, hay que pasar de largo la vista si la obra de arte revela altas cualidades artísticas». So pena, podría añadirse, de romper la pétrea, monolítica intuición horror, contaminándola de asociaciones políticas. Lo cual es objetable, especialmente durante los pardos e intuicionistas tiempos del nazismo, en que los fenomenólogos que no se acoplaron ingenuamente a la ortodoxia de la doctrina fueron preteridos o tuvieron que oscurecerse o escapar.
II
Los valores estéticos, intemporales e inespaciales en lo absoluto, son aprehendidos por el gozador de la misma manera irracional a como los aprehendió el artista. De lo cual puede deducirse lo siguiente: Primero, que no existe la originalidad artística. Segundo, que la originalidad del artista, en el supuesto de su facultad creadora, sólo podría considerarse en cuanto a la disposición de los medios. Es decir, en el caso de la Venus de Velázquez, la única parte creada por el pintor ha sido la forma; o sea, la manera con que dispuso los medios para expresar sensiblemente el valor estético por él intuido.
Sin embargo, para su más fácil inteligencia estos conceptos deben ser aclarados.
Si suponemos una estación radiotransmisora desde la cual se difunde música hacia el espacio, nos habremos imaginado la esfera de los valores estéticos. Del mismo modo que esas ondas están ahí sin que las percibamos con ningún órgano, los valores estéticos también están ahí sin que los no artistas los perciban, porque éstos carecen del dispositivo especial que permite a los artistas captar esas ondas de los valores.
Pero sucede que alguien de nosotros trae a la tertulia un aparato de radio y nos dice que en lugar de charlar como otras veces, nos invita a escuchar un concierto de música de Stravinsky, que se trasmite desde cualquier lugar, y que terminada la audición él va a disertarnos con intención polémica sobre la estética musical de ese compositor.
Por las palabras de nuestro amigo podemos generalizar que las ondas musicales que trasmiten todas las estaciones de radio están ahí, en cualquier parte, envolviéndonos en el ambiente. También que entre esas ondas musicales hay unas específicas que son las que acarrean la música de Stravinsky. Por último, que localizando esas ondas en el aparato receptor que ha traído nuestro contertulio, podemos disfrutar de la música aludida, que se resuelve a través de unos mediosmecánicos que se denominan antena, bombillos, vibradores, bocina, etcétera. Pues bien, algo semejante ocurre con los valores estéticos y el artista. La esfera de los valores está ahí y dentro de esa esfera las cuatro subesferas de los valores lógicos, los éticos, los estéticos y los religiosos. Cada una de esas subesferas posee un sistema propio y exclusivo de leyes y cada uno de los valores que en ella valen se halla constituido por una polaridad necesaria de valores negativos y positivos, del mismo modo que en la ciudad hay varias estaciones radiotransmisoras y cada una produciendo distinta música. Con esto consideramos aclarado el símil, ya que así como conectamos el aparato de radio con determinada estación, buscamos al artista y éste se conecta inmediatamente con la subesfera estética e intuye el valor belleza. Conectado ya el artista e intuida la belleza, él se valdrá de los medios que le son peculiares para expresarnos [51] de una manera sensible su intuición. Algo semejante a lo que ha sucedido con el receptor de radio, que a través de sus medios nos hizo sensible la onda musical que acarreaba la música de Stravinsky.
Volviendo a nuestro ejemplo primitivo, tendremos que el receptor Diego Velázquez, se conectó un buen día con la subesfera de los valores estéticos y allí intuyó belleza. Luego, valiéndose de sus medios, como son colores, pinceles, mujer desnuda, querube, espejo, otomana, tapiz, etcétera, nos representó el valor belleza por él intuido.
Si el símil de la radiotransmisora tiene validez para los fenomenólogos –y no lo dudamos, puesto que la fenomenología carece de imágenes muchas veces para explanar sus asertos–, ya podemos considerar que el artista no sólo ha perdido su individualidad humana, sino toda animal esperanza de expresar sus sentimientos. Se ha trasmutado basta convertirse en cosa, pero cosa en su más lata acepción de vida inorgánica. Ya que por arte fenomenológico todas aquellas teorías subjetivistas que hemos alimentado por más de un par de milenios para explicarnos la creación artística se nos han invalidado repentinamente. ¿De qué vale, pues, que los artistas, esos pobres seres inorgánicos que obedecen a una ley de mecanismo elemental, continúen figurando como genios en la estimativa de nuestra civilización?
* * *
Para la fenomenología, como para el consentimiento en general, nos dividimos estéticamente en dos castas: artistas y gozadores. Gozador es por consecuencia el contemplador del arte.
El gozador también intuye, pero en vez que conectarse directamente con la esfera de los valores estéticos, se conecta con la obra, de la que intuye inmediatamente el valor expresado por el artista. El gozador llega ante la obra de arte, se planta frente a ella y espera extático y sin análisis alguno hasta que le acude le intuición, que según los fenomenólogos más ortodoxos es algo semejante a ese ¡Ah! que vocalizamos cuando alcanzamos el sentido de alguna cuestión que tras sucesivos repasos no habíamos entendido.
De ello puede deducirse, que si el gozador es crítico de profesión, a través de su crítica nos impondrá invariablemente de sus ¡Ah! absolutos. Pero si aceptamos la tesis fenomenológica, veremos que dos críticas coetáneas no siempre coinciden en sus juicios de valor para aquellas obras de arte que por su novedad implican o han implicado en su mensaje estético interpretación polémica. Entonces, ¿qué hacer? ¿Echaremos al suelo la teoría fenomenológica por haber comprobado la relatividad del juicio de valor? No, nada de eso, nos dirán los fenomenólogos, ¿es que no se ha percatado que usted es el relativo y que los valores siguen ahí valiendo eterna e inmutablemente? Es decir, que nos colocan en un callejón sin salida, porque ya no se podrá argüir que siendo los hombres relativos lo sean también sus juicios de valor, puesto que hemos visto cuan sutilmente pretenden escabullirse los fenomenólogos de las teorías psicologistas al plantearnos, por una parte, la relatividad del juicio conciente, mientras, por otra, sitúan al juicio de valor con carácter absoluto y fuera de nuestro alcance racional.
Del método estético puede inferirse tanto el método general de la fenomenología, como el grueso de su concepción metafísica. Sus supuestos, como los de cualquier otro teoría ingeniosa, son plausibles; pero su inicial facilidad metódica unida a sus posteriores y alambicadas consecuencias interpretativas, pueden depararle una terrible popularidad que la lleve al mismo ominoso destino de la frenología y el freudismo. Hubo un momento del siglo pasado en que cualquiera ofrecía consultas de auscultación craneal, como ahora todo el mundo habla de complejos y diagnostica las neurosis que corroen las mentes de su prójimo.
Mañana puede suceder lo mismo a la fenomenología. Entonces se correrá el riesgo de que los estrategas olviden las ciencias que informan su menester, para seguir la estrategia intuicionista preconizada por Hitler. Los pintores intuirán inocencia a vacuidad, anonadamiento o tontería dando unas cuantas manos de blanco sobre un lienzo como el cuadro precursor que ya cuelga en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Aun los músicos presentarán sus composiciones en un arte del silencio, para que el auditorio intuya sus obras a través de la mímica que obran los ejecutantes moviendo y trasladando los instrumentos sin hacerlos sonar.
No todo, en cambio, luce negativo en la fenomenología. Como ciencia del espíritu constituye un meritorio esfuerzo encaminado a evadir lo que es real y cotidiano. La intuición es libre, y esto nos autosatisface. Sobre todo, cuando se vive con la imaginación pautada y la vida social dirigida por las normas que traza una determinada filosofía política, autoritaria e inflexible. En este caso, intuir al modo fenomenológico puede hacerse igual a huir espiritualmente, desear a plena conciencia una fuga que se disfraza con ropaje de irracionalidad, para acercarnos, en definitiva, a los valores, no por las normas impuestas según la autoridad arbitraria del estado, sino por las libres que señale nuestra mente. Pero de ser esta aspiración la de los fenomenólogos, ni siquiera alcanzarán los honores de haber descubierto un método filosófico, sino uno bien constreñido y peregrino de actitud personal, de sociología íntima y transitoria, frente a los hechos peculiares que se producen en un ambiente alterado. Lo cual no es nuevo, y menos original en la historia del pensamiento occidental.
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