martes, 26 de noviembre de 2013

Leviatán. Thomas Hobbes paz y seguridad y conservación






Leviatán. Thomas Hobbes
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SEGUNDA PARTE
DEL ESTADO
CAPITULO XVII
DE LAS CAUSAS, GENERACIÓN Y DEFINICIÓN DE UN "ESTADO"


El fin del Estado es,particularmente,la seguridad. Cap. XIII. La causa final, fin o designio de los hombres (que naturalmente aman la libertad y el dominio sobre los demás) al introducir esta restricción sobre sí mismos (en la que los vemos vivir formando Estados) es el cuidado de su propia conservación y, por añadidura, el logro de una vida más armónica; es decir, el deseo de abandonar esa miserable condición de guerra que, tal como hemos manifestado, es consecuencia necesaria de las pasiones naturales de los hombres, cuando no existe poder visible que los tenga a raya y los sujete, por temor al castigo, a la realización de sus pactos y a la observancia de las leyes de naturaleza establecidas en los capítulos XIV y XV.
Que no se obtiene por la ley de naturaleza. Las leyes de naturaleza (tales como las de justicia, equidad, modestia, piedad y, en suma, la de haz a otros lo que quieras que otros hagan por ti) son, por sí mismas, cuando no existe el temor a un determinado poder que motive su observancia, contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales nos inducen a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y a cosas semejantes. Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger al hombre, en modo alguno. Por consiguiente, a pesar de las leyes de naturaleza (que cada uno observa cuando tiene la voluntad de observarlas, cuando puede hacerlo de modo seguro) si no se ha instituido un poder o no es suficientemente grande para nuestra seguridad, cada uno fiará tan sólo, y podrá hacerlo legalmente, sobre su propia fuerza y maña, para protegerse contra los demás hombres. En todos los lugares en que los hombres han vivido en pequeñas familias, robarse y expoliarse unos a otros ha sido un comercio, y lejos de ser reputado contra la ley de naturaleza, cuanto mayor era el botín obtenido, tanto mayor era el honor. Entonces los hombres no observaban otras leyes que las leyes del honor, que consistían en abstenerse de la crueldad, dejando a los hombres sus vidas e instrumentos de labor. Y así como entonces lo hacían las familias pequeñas, así ahora las ciudades y reinos, que no son sino familias más grandes, ensanchan sus dominios para su propia seguridad y bajo el pretexto de peligro y temor de invasión, o de la asistencia que puede prestarse a los invasores, justamente se esfuerzan cuanto pueden para someter o debilitar a sus vecinos, mediante la fuerza ostensible y las artes secretas, a falta de otra garantía; y en edades posteriores se recuerdan con tales hechos.
Ni de la conjunción de unos pocos individuos o familias. No es la conjunción de un pequeño número de hombres lo que da a los Estados esa seguridad, porque cuando se trata de reducidos números, las pequeñas adiciones de una parte o de otra, hacen tan grande la ventaja de la fuerza que son suficientes para acarrear la victoria, y esto da aliento a la invasión. La multitud suficiente para confiar en ella a los efectos de nuestra seguridad no está determinada por un cierto número, sino por comparación con el enemigo que tememos, y es suficiente cuando la superioridad del enemigo no es de una naturaleza tan visible y manifiesta que le determine a intentar el acontecimiento de la guerra.
Ni de una gran multitud, a menos que esté dirigida por un criterio. Y aunque haya una gran multitud, si sus acuerdos están dirigidos según sus particulares juicios y particulares apetitos, no puede esperarse de ello defensa ni protección contra un enemigo común ni contra las mutuas ofensas. Porque discrepando las opi- niones concernientes al mejor uso y aplicación de su fuerza, los individuos componentes de esa multitud no se ayudan, sino que se obstaculizan mutuamente, y por esa oposición mutua reducen su fuerza a la nada; como consecuencia, fácilmente son sometidos por unos pocos que están en perfecto acuerdo, sin contar con que de otra parte, cuando no existe un enemigo común, se hacen guerra unos a otros, movidos por sus particulares intereses. Si pudiéramos imaginar una gran multitud de individuos, concordes en la observancia de la justicia y de otras leyes de naturaleza, pero sin un poder común para mantenerlos a raya, podríamos suponer Igualmente que todo el género humano hiciera lo mismo, y entonces no existiría ni sería preciso que existiera ningún gobierno civil o Estado, en absoluto, porque la paz existiría sin sujeción alguna.
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Y esto, continuamente. Tampoco es suficiente para la seguridad que los hombres desearían ver establecida durante su vida entera, que estén gobernados y dirigidos por un solo criterio, durante un tiempo limitado, como en una batalla o en una guerra. En efecto, aunque obtengan una victoria por su unánime esfuerzo contra un enemigo exterior, después, cuando ya no tienen un enemigo común, o quien para unos aparece como enemigo, otros lo consideran como amigo, necesariamente se disgregan por la diferencia de sus intereses, y nuevamente decaen en situación de guerra.
Por qué ciertas criaturas sin razón ni uso de la palabra, viven, sin embargo, en sociedad, sin un poder coercitivo. Es cierto que determinadas criaturas vivas, como las abejas y las hormigas, viven en forma sociable una con otra (por cuya razón Aristóteles las enumera entre las criaturas políticas) y no tienen otra dirección que sus particulares juicios y apetitos, ni poseen el uso de la palabra mediante la cual una puede significar a otra lo que considera adecuado para el beneficio común: por ello, algunos desean inquirir por qué la humanidad no puede hacer lo mismo. A lo cual contesto:
Primero, que los hombres están en continua pugna de honores y dignidad y las mencionadas criaturas no, y a ello se debe que entre los hombres surja, por esta razón, la envidia y el odio, y finalmente la guerra, mientras que entre aquellas criaturas no ocurre eso.
Segundo, que entre esas criaturas, el bien común no difiere del individual, y aunque por naturaleza propenden a su beneficio privado, procuran, a la vez, por el beneficio común. En cambio, el hombre, cuyo goce consiste en compararse a sí mismo con los demás hombres, no puede disfrutar otra cosa sino lo que es eminente.
Tercero, que no teniendo estas criaturas, a diferencia del hombre, uso de razón, no ven, ni piensan que ven ninguna falta en la administración de su negocio común; en cambio, entre los hombres, hay muchos que se imaginan a sí mismos más sabios y capaces para gobernar la cosa pública, que el resto; dichas personas se afanan por reformar e innovar, una de esta manera, otra de aquella, con lo cual acarrean perturbación y guerra civil.
Cuarto, que aun cuando estas criaturas tienen su voz, en cierto modo, para darse a entender unas a otras sus sentimientos, les falta este género de palabras por medio de las cuales los hombres pueden manifestar a otros lo que es Dios, en comparación con el demonio, y lo que es el demonio en comparación con Dios, y aumentar o disminuir la grandeza aparente de Dios y del demonio, sembrando el descontento entre los hombres, y turbando su tranquilidad caprichosamente.
Quinto, que las criaturas irracionales no pueden distinguir entre injuria y daño, y, por consiguiente, mientras están a gusto, no son ofendidas por sus semejantes. En cambio el hombre se encuentra más conturbado cuando más complacido está, porque es entonces cuando le agrada mostrar su sabiduría y controlar las acciones de quien gobierna el Estado.
Por último, la buena convivencia de esas criaturas es natural; la de los hombres lo es solamente por pacto, es decir, de modo artificial. No es extraño, por consiguiente, que (aparte del pacto) se requiera algo más que haga su convenio constante y obligatorio; ese algo es un poder común que los mantenga a raya y dirija sus acciones hacia el beneficio colectivo.
La generación de un Estado. El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra la invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad. Esto equivale a decir: elegir un hombre o una asamblea de hombres que represente su personalidad; y que cada uno considere como propio y se reconozca a sí mismo como autor de cualquiera cosa que haga o promueva quien representa su persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y a la seguridad comunes; que, además, sometan sus voluntades cada uno a la voluntad de aquél, y sus juicios a su juicio. Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de todo ello en una y la misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás, en forma tal como si cada uno dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mí derecho de gobernarme a mi mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho, y autorizaréis todos sus actos de la misma manera. Hecho esto, la multitud así unida en una persona se denomina
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ESTADO, en latín, CIVITAS. Esta es la generación de aquel gran LEVIATÁN, o más bien (hablando con más reverencia), de aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa. Porque en virtud de esta autoridad que se le confiere por cada hombre particular en el Estado, posee y utiliza tanto poder y fortaleza, que por el terror que inspira es capaz de conformar las voluntades de todos ellos para la paz, en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en el extranjero.
Definición de Estado. Qué es soberano y súbdito. Y en ello consiste la esencia del Estado, que podemos definir así: una persona de cuyos actos se constituye en autora una gran multitud mediante pactos recíprocos de sus miembros con el fin de que esa persona pueda emplear la fuerza y medios de todos como lo juzgue conveniente para asegurar la paz y defensa común. El titular de esta persona se denomina SOBERANO, y se dice que tiene poder soberano; cada uno de los que le rodean es SÚBDITO Suyo.
Se alcanza este poder soberano por dos conductos. Uno por la fuerza natural, como cuando un hombre hace que sus hijos y los hijos de sus hijos le estén sometidos, siendo capaz de destruirlos si se niegan a ello; o que por actos de guerra somete a sus enemigos a su voluntad, concediéndoles la vida a cambio de esa sumisión. Ocurre el otro procedimiento cuando los hombres se ponen de acuerdo entre sí, para someterse a algún hombre o asamblea de hombres voluntariamente, en la confianza de ser protegidos por ellos contra todos los demás. En este último caso puede hablarse de Estado político, o Estado por institución, y en el primero de Estado por adquisición. En primer término voy a referirme al Estado por institución,
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CAPITULO XVIII
DE LOS "DERECHOS" DE LOS SOBERANOS POR INSTITUCIÓN
Qué es el acto de instituir un Estado. Dícese que un Estado ha sido instituido cuando una multitud de hombres convienen y pactan, cada uno con cada uno, que a un cierto hombre o asamblea de hombres se le otorgará, por mayoría, el derecho de representar a la persona de todos (es decir, de ser su representante). Cada uno de ellos, tanto los que han votado en pro como los que han votado en contra, debe autorizar todas las acciones y juicios de ese hombre o asamblea de hombres, lo mismo que si fueran suyos propios, al objeto de vivir apaciblemente entre sí y ser protegidos contra otros hombres.
Las consecuencias de esa institución. De esta institución de un Estado derivan todos los derechos y facultades de aquel o de aquellos a quienes se confiere el poder soberano por el consentimiento del pueblo reunido.
1. Los súbditos no pueden cambiar de forma de gobierno. En primer lugar, puesto que pactan, debe comprenderse que no están obligados por un pacto anterior a alguna cosa que contradiga la presente. En consecuencia, quienes acaban de instituir un Estado y quedan, por ello, obligados por el pacto, a considerar corno propias las acciones y juicios de uno, no pueden legalmente hacer un pacto nuevo entre sí para obedecer a cualquier otro, en una cosa cualquiera, sin su permiso. En consecuencia, también, quienes son súbditos de un monarca no pueden sin su aquiescencia renunciar a la monarquía y retornar a la confusión de una multitud disgregada; ni transferir su personalidad de quien la sustenta a otro hombre o a otra asamblea de hombres, porque están obligados, cada uno respecto de cada uno, a considerar como propio y ser reputados como autores de todo aquello que pueda hacer y considere adecuado llevar a cabo quien es, a la sazón, su soberano. Así que cuando disiente un hombre cualquiera, todos los restantes deben quebrantar el pacto hecho con ese hombre, lo cual es injusticia; y, además, todos los hombres han dado la soberanía a quien representa su persona, y, por consiguiente, si lo deponen toman de él lo que es suyo propio y cometen nuevamente injusticia. Por otra parte, si quien trata. de deponer a su soberano resulta muerto o es castigado por él a causa de tal tentativa, puede considerarse como autor de su propio castigo, ya que es, por institución, autor de cuanto su soberano haga. Y como es injusticia para un hombre hacer algo por lo cual pueda ser castigado por su propia autoridad, es también injusto por esa razón. Y cuando algunos hombres, desobedientes a su soberano, pretenden realizar un nuevo pacto no ya con los hombres, sino con Dios, esto también es injusto, porque no existe pacto con Dios, sino por mediación de alguien que represente a la persona divina; esto no lo hace sino el representante de Dios que bajo él tiene la soberanía. Pero esta pretensión de pacto con Dios es una falsedad tan evidente, incluso en la propia conciencia de quien la sustenta, que no es, sólo, un acto de disposición injusta, sino, también, vil e inhumana.
2. El poder soberano no puede ser enajenado. En segundo lugar, como el derecho de representar la persona de todos se otorga a quien todos constituyen en soberano, solamente por pacto de uno a otro, y no del soberano en cada uno de ellos, no puede existir quebrantamiento de pacto por parte del soberano, y en consecuencia ninguno de sus súbditos, fundándose en una infracción, puede ser liberado de su sumisión. Que quien es erigido en soberano no efectúe pacto alguno, por anticipado, con sus súbditos, es manifiesto, porque o bien debe hacerlo con la multitud entera, como parte del pacto, o debe hacer un pacto singular con cada persona. Con el conjunto como parte del pacto, es imposible, porque hasta entonces no constituye una persona; y si efectúa tantos pactos singulares como hombres existen, estos pactos resultan nulos en cuanto adquiere la soberanía, porque cualquier acto que pueda ser presentado por uno de ellos como infracción del pacto, es el acto de sí mismo y de todos los demás, ya que está hecho en la persona y por el derecho de cada uno de ellos en particular. Además, si uno o varios de ellos pretenden quebrantar el pacto hecho por el soberano en su institución, y otros o alguno de sus súbditos, o él mismo solamente, pretende que no hubo semejante quebrantamiento, no existe, entonces, juez que pueda decidir la controversia; en tal caso la decisión corresponde de nuevo a la espada, y todos los hombres recobran el derecho de protegerse a sí mismos por su propia fuerza, contrariamente al designio que les anima a efectuar la institución. Es, por tanto, improcedente garantizar la soberanía por medio de un pacto precedente. La opinión de que cada monarca recibe su poder del pacto, es decir, de modo condicional, procede de la falta de comprensión de esta verdad obvia, según la cual no siendo los pactos otra cosa que palabras y aliento, no tienen fuerza para obligar, contener, constreñir o proteger a cualquier hombre, sino la que resulta de la fuerza pública; es decir, de la libertad de acción de aquel hombre o asamblea de hombres que ejercen la soberanía, y cuyas
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acciones son firmemente mantenidas por todos ellos, y sustentadas por la fuerza de cuantos en ella están unidos. Pero cuando se hace soberana a una asamblea de hombres, entonces ningún hombre imagina que semejante pacto haya pasado a la institución. En efecto, ningún hombre es tan necio que afirme, por ejemplo, que el pueblo de Roma hizo un pacto con los romanos para sustentar la soberanía a base de tales o cuales condiciones, que al incumplirse permitieran a los romanos deponer legalmente al pueblo romano. Que los hombres no adviertan la razón de que ocurra lo mismo en una monarquía y en un gobierno popular, procede de la ambición de algunos que ven con mayor simpatía el gobierno de una asamblea, en la que tienen esperanzas de participar, que el de una monarquía, de cuyo disfrute desesperan.
3. Nadie sin injusticia puede protestar contra la institución del soberano declarada por la mayoría. En tercer lugar, si la mayoría ha proclamado un soberano mediante votos concordes, quien disiente debe ahora consentir con el resto, es decir, avenirse a reconocer todos los actos que realice, o bien exponerse a ser eliminado por el resto. En efecto, si voluntariamente ingresó en la congregación de quienes constituían la asamblea, declaró con ello, de modo suficiente, su voluntad (y por tanto hizo un pacto tácito) de estar a lo que la mayoría de ellos ordenara. Por esta razón, si rehusa mantenerse en esa tesitura, o protesta contra algo de lo decretado, procede de modo contrario al pacto, y por tanto, injustamente. Y tanto si es o no de la congregación, y si consiente o no en ser consultado, debe o bien someterse a los decretos, o ser dejado en la condición de guerra en que antes se encontraba, caso en el cual cualquiera puede eliminarlo sin injusticia.
4. Los actos del soberano no pueden ser, con justicia, acusados por el súbdito. En cuarto lugar, como cada súbdito es, en virtud de esa institución, autor de todos los actos y juicios del soberano instituido, resulta que cualquiera cosa que el soberano haga no puede constituir injuria para ninguno de sus súbditos, ni debe ser acusado de injusticia por ninguno de ellos. En efecto, quien hace una cosa por autorización de otro, no comete injuria alguna contra aquel por cuya autorización actúa. Pero en virtud de la Institución de un Estado, cada particular es autor de todo cuanto hace el soberano, y, por consiguiente, quien se queja de injuria por parte del soberano, protesta contra algo de que él mismo es autor, y de lo que en definitiva no debe acusar a nadie sino a sí mismo; ni a sí mismo tampoco, porque hacerse injuria a uno mismo es impasible. Es cierto que quienes tienen poder soberano pueden cometer iniquidad, pero no injusticia o injuria, en la auténtica acepción de estas palabras.
5. Nada que haga un soberano puede ser castigado por el súbdito. En quinto lugar, y como consecuencia de lo que acabamos de afirmar. ningún hombre que tenga poder soberano puede ser muerto o castigado de otro modo por sus súbditos. En efecto, considerando que cada súbdito es autor de los actos de su soberano, aquél castiga a otro por las acciones cometidas por él mismo. Como eI fin de esta institución es la paz y la defensa de todos, y como quien tiene derecho al fin lo tiene también a les medios, corresponde de derecho a cualquier hombre o asamblea que tiene la soberanía, ser juez, a un mismo tiempo, de los medios de paz y de defensa, y juzgar también acerca de los obstáculos e impedimentos que se oponen a los mismos, así como hacer cualquiera cosa que considere necesario, ya sea por anticipado, para conservar la paz y la seguridad, evitando la discordia en el propio país y la hostilidad del extranjero, ya, cuando la. paz y la seguridad se han perdido, para la recuperación de la misma.
6. El soberano es juez de lo que es necesario para la paz y la defensa de sus súbditos. Y juez respecto de qué doctrinas son adecuadas para su enseñanza. En sexto lugar, es inherente a la soberanía el ser juez acerca de qué opiniones y doctrinas son adversas y cuáles conducen a la paz; y por consiguiente, en qué ocasiones, hasta qué punto y respecto de qué puede confiarse en los hombres, cuando hablan a las multitudes, y quién debe examinar las doctrinas de todos los libros antes de ser publicados. Porque los actos de los hombres proceden de sus opiniones, y en el buen gobierno de las opiniones consiste el buen gobierno de los actos humanos respecto a su paz y concordia. Y aunque en materia de doctrina nada debe tenerse en cuenta sino la verdad, nada se opone a la regulación de la misma por vía de paz. Porque la doctrina que está en contradicción con la paz, no puede ser verdadera, como la paz y la concordia no pueden ir contra la ley de naturaleza. Es cierto que en un Estado, donde por la negligencia o la torpeza de los gobernantes y maestros circulan, con carácter general las falsas doctrinas, las verdades contrarias Pueden ser generalmente ofensivas. Ni la más repentina y brusca introducción de una nueva verdad que pueda imaginarse, puede nunca quebrantar la paz sino sólo en ocasiones despertar la guerra. En efecto, quienes se hallan gobernados de modo tan remiso, que se atreven a alzarse en armas para defender o introducir una opinión, se hallan aún en guerra, y su condición no es de paz, sino solamente de cesación de hostilidades por temor mutuo; y viven como si se hallaran continuamente en los preludios de la batalla.
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Corresponde, *Por consiguiente, a quien tiene poder soberano, ser juez o instituir todos los jueces de opiniones y doctrinas como una cosa necesaria para la paz, al objeto de prevenir la discordia y la guerra civil.
7. El derecho de establecer normas, en virtud de las cuales los súbditos puedan hacer saber lo que es suyo propio, y que ningún otro súbdito puede arrebatarle sin injusticia. En séptimo lugar, es inherente a la soberanía el pleno poder de prescribir las normas en virtud de las cuales cada hombre puede saber qué bienes puede disfrutar y qué acciones puede llevar a cabo sin ser molestado por cualquiera de sus conciudadanos. Esto es lo que los hombres llaman propiedad. En efecto, antes de instituirse el poder soberano (como ya hemos expresado anteriormente) todos los hombres tienen derecho a todas las cosas, lo cual es necesariamente causa de guerra; y, por consiguiente, siendo esta propiedad necesaria para la paz y dependiente del poder soberano es el acto de este poder para asegurar la paz pública. Esas normas de propiedad (o meum y tuum) y de lo bueno y lo malo, de lo legitimo e ilegitimo en las acciones de los súbditos, son leyes civiles, es decir, leyes de cada Estado particular, aunque el nombre de ley civil esté, aho- ra, restringido a las antiguas leyes civiles de la ciudad de Roma; ya que siendo ésta la cabeza de una gran parte del mundo, sus leyes en aquella época fueron, en dichas comarcas, la ley civil.
8. También le corresponde el derecho de judicatura, y la decisión de las controversias. En octavo lugar, es inherente a la soberanía el derecho de judicatura, es decir, de oír y decidir todas las controversias que puedan surgir respecto a la ley, bien sea civil o natural, con respecto a los hechos. En efecto, sin decisión de las controversias no existe protección para un súbdito contra las injurias de otro; las leyes concernientes a lo meum y tuum son en vano; y a cada hombre compete, por el apetito natural y necesario de su propia conservación, el derecho de protegerse a sí mismo con su fuerza particular, que es condición de la guerra, contraria al fin para el cual se ha instituido todo Estado.
9. Y de hacer la guerra y la paz, como consideren más conveniente. En noveno lugar, es inherente a la soberanía el derecho de hacer guerra y paz con otras naciones y Estados; es decir, de juzgar cuándo es para el bien público, y qué cantidad de fuerzas deben ser reunidas, armadas y pagadas para ese fin, y cuánto dinero se ha de recaudar de los súbditos para sufragar los gastos consiguientes. Porque el poder mediante el cual tiene que ser defendido el pueblo, consiste en sus ejércitos, y la potencialidad de un ejército radica en la unión de sus fuerzas bajo un mando, mando que a su vez compete al soberano instituido, porque el mando de las militia sin otra institución, hace soberano a quien lo detenta. Y, por consiguiente, aunque alguien sea designado general de un ejército, quien tiene el poder soberano es siempre ge- neralísimo.
10. Y de escoger todos los consejeros y ministros, tanto en la guerra como en la paz. En décimo lugar, es inherente a la soberanía la elección de todos los consejeros, ministros, magistrados y funcionarios, tanto en la paz como en la guerra. Si, en efecto, eI soberano está encargado de realizar el fin que es la paz y defensa común, se comprende que ha de tener poder para usar tales medios, en la forma que él considere son más adecuados para su propósito.
11. Y de recompensar y castigar; y esto (cuando ninguna ley anterior ha determinado la medida de ello) arbitrariamente. En undécimo lugar se asigna al soberano el poder de recompensar con riquezas u honores, y de castigar con penas corporales o pecuniarias, o con la ignominia, a cualquier súbdito, de acuerdo con la ley que él previamente estableció; o si no existe ley, de acuerdo con lo que el soberano considera más conducente para estimular los hombres a que sirvan al Estado, o para apartarles de cualquier acto contrario al mismo.
12. Y de honores y preeminencias. Por último, considerando qué valores acostumbran los hombres a asignarse a sí mismos, qué respeto exigen de los demás, y cuán poco estiman a otros hombres (lo que entre ellos es constante motivo de emulación, querellas, disensiones y, en definitiva, de guerras, hasta destruirse unos a otros o mermar su fuerza frente a un enemigo común) es necesario que existan leyes de honor y un módulo oficial para la capacidad de los hombres que han servido o son aptos para servir bien al Estado, y que exista fuerza en manos de alguien para poner en ejecución esas leyes. Pero siempre se ha evidenciado que no solamente la militia entera, o fuerzas del Estado, sino también el fallo de todas las controversias es inherente a la soberanía. Corresponde, por tanto, al soberano dar títulos de honor, y señalar qué pre- eminencia y dignidad debe corresponder a cada hombre, y qué signos de respeto, en las reuniones públicas o privadas, debe otorgarse cada uno a otro.
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Estos derechos son indivisibles. Estos son los derechos que constituyen la esencia de la soberanía, y son los signos por los cuales un hombre puede discernir en qué hombres o asamblea de hombres está situado y reside el poder soberano. Son estos derechos, ciertamente, incomunicables e inseparables. El poder de acu- ñar moneda; de disponer del patrimonio y de las personas de los infantes herederos ; de tener opción de compra en los mercados, y todas las demás prerrogativas estatutarias, pueden ser transferidas por el soberano, y quedar, no obstante, retenido el poder de proteger a sus súbditos. Pero si el soberano transfiere la militia, será en vano que retenga la capacidad de juzgar, porque no podrá ejecutar sus leyes; o si se desprende del poder de acuñar moneda, la militia es inútil ; o si cede el gobierno de las doctrinas, los hom- bres se rebelarán contra el temor de los espíritus. Así, si consideramos cualesquiera de los mencionados derechos, veremos al presente que la conservación del resto no producirá efecto en la conservación de la paz y de la justicia, bien para el cual se instituyen todos los Estados. A esta división se alude cuando se dice que un reino intrínsecamente dividido no puede subsistir. Porque si antes no se produce esta división, nunca puede sobrevenir la división en ejércitos contrapuestos. Si no hubiese existido primero una opinión, admitida por la mayor parte de Inglaterra, de que estos poderes están divididos entre el rey, y los Lores y la Cámara de los Comunes, el pueblo nunca hubiera estado dividido, ni hubiese sobrevenido esta guerra civil, primero entre los que discrepaban en política, y después entre quienes disentían acerca de la libertad en materia de religión ; y ello ha instruido a los hombres de tal modo, en este punto de derecho soberano, que pocos hay, en Inglaterra, que no adviertan cómo estos derechos son inseparables, y como tales serán reconocidos generalmente cuando muy pronto retorne la paz; y así continuarán hasta que sus miserias sean olvidadas; y no más, excepto si el vulgo es instruido mejor de lo que ha sido hasta ahora.
Y no pueden ser cedidos sin renuncia directa del poder soberano. Siendo derechos esenciales e inseparables, necesariamente se sigue que cualquiera que sea la forma en que alguno de ellos haya sido cedido, si el mismo poder soberano no los ha otorgado en términos directos. y el nombre del soberano no ha sido manifestado por los cedentes al cesionario, la cesión es nula: porque aunque el soberano haya cedido todo lo posible si mantiene la soberanía, todo queda restaurado e inseparablemente unido a ella.
El poder y el honor se desvanecen de los súbditos en presencia del poder soberano. Siendo indivisible esta gran autoridad y yendo inseparablemente aneja a la soberanía, existe poca razón para la opinión de quienes dicen que aunque los reyes soberanos sean singulis majores, o sea de mayor poder que cualquiera de sus súbditos, son universas minores, es decir, de menor poder que todos ellos juntos. Porque si con todos juntos no significan el cuerpo colectivo como una persona, entonces todos juntos y cada uno significan lo mismo, y la expresión es absurda. Pero si por todos juntos comprenden una persona (asumida por el soberano), entonces el poder de todos juntos coincide con el poder del soberano, y nuevamente la expresión es absurda. Este absurdo lo ven con claridad suficiente cuando la soberanía corresponde a una asamblea del pueblo; pero en un monarca no lo ven, y, sin embargo, el poder de la soberanía es el mismo, en cualquier lugar en que esté colocado.
Como el poder, también el honor del soberano debe ser mayor que el de cualquiera o el de todos sus súbditos: porque en la soberanía está la fuente de todo honor. Las dignidades de lord, conde, duque y príncipe son creaciones suyas. Y como en presencia del dueño todos los sirvientes son iguales y sin honor alguno, así son también los súbditos en presencia del soberano. Y aunque cuando no están en su presencia, parecen unos más y otros menos, delante de él no son sino como las estrellas en presencia del sol.
El poder soberano no es tan gravoso como la necesidad de él, y el daño deriva casi siempre de la escasa disposición a admitir uno pequeño. Puede objetarse aquí que la condición de los súbditos es muy miserable, puesto que están sujetos a los caprichos y otras irregulares pasiones de aquel o aquellos cuyas manos tienen tan ilimitado poder. Por lo común quienes viven sometidos a un monarca piensan que es, éste, un defecto de la monarquía, y los que viven bajo un gobierno democrático o de otra asamblea soberana. atribuyen todos los inconvenientes a esa forma de gobierno. En realidad, el poder, en todas sus formas, si es bastante perfecto vara protegerlos, es el mismo. Considérese que la condición del hombre nunca puede verse libre de una u otra incomodidad, y que lo más grande que en cualquiera forma de gobierno puede suceder, posiblemente, al pueblo en general, apenas es sensible si se compara con las miserias y horribles calamidades que acompañan a una guerra civil, o a esa disoluta condición de los hombres desenfrenados, sin sujeción a leyes y a un poder coercitivo que trabe sus manos, apartándoles de la rapiña y de la venganza. Considérese que la mayor constricción de los gobernantes soberanos no procede del deleite o del provecho que pueden esperar del daño o de la debilitación de sus súbditos, en cuyo vigor consiste su
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propia gloria y fortaleza, sino en su obstinación misma, que contribuyendo involuntariamente a la propia defensa hace necesario para los gobernantes obtener de sus súbditos cuanto les es posible en tiempo de paz, para que puedan tener medios, en cualquier ocasión emergente o en necesidades repentinas, para resistir o adquirir ventaja con respecto a sus enemigos. Todos los hombres están por naturaleza provistos de notables lentes de aumento (a saber, sus pasiones y su egoísmo) vista a través de los cuales cualquiera pe- queña contribución aparece como un gran agravio; están, en cambio, desprovistos de aquellos otros lentes prospectivos (a saber, la moral y la ciencia civil) para ver las miserias que penden sobre ellos y que no pueden ser evitadas sin tales aportaciones.
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CAPITULO XIX
DE LAS DIVERSAS ESPECIES DE GOBIERNO POR INSTITUCIÓN Y DE LA SUCESIÓN EN EL PODER SOBERANO
Las formas diferentes de gobierno son sólo tres. La diferencia de gobiernos consiste en la diferencia del soberano o de la persona representativa de todos y cada uno en la multitud. Ahora bien, como la soberanía reside en un hombre o en la asamblea de más de uno, y como en esta asamblea puede ocurrir que todos tengan derecho a formar parte de ella, o no todos sino algunos hombres distinguidos de los demás, es manifiesto que pueden existir tres clases de gobierno. Porque el representante debe ser por necesidad o una persona o varias: en este último caso o es la asamblea de todos o la de sólo una parte. Cuando el representante es un hombre, entonces el gobierno es una MONARQUÍA; cuando lo es una asamblea de todos cuantos quieren concurrir a ella, tenemos una DEMOCRACIA o gobierno popular; cuando la asamblea es de una parte solamente, entonces se denomina ARISTOCRACIA. No puede existir otro género de gobierno, porque necesariamente uno, o más o todos deben tener el poder soberano (que como he mostrado ya, es indivisible).
Tiranía y oligarquía no son sino nombres distintos de monarquía y aristocracia. Existen otras denominaciones de gobierno, en las historias y libros de política: tales son, por ejemplo, la tiranía y la oligarquía. Pero estos no son nombres de otras formas de gobierno, sino de las mismas formas mal interpretadas. En efecto, quienes están descontentos bajo la monarquía la denominan tiranía; a quienes les desagrada la aristocracia la llaman oligarquía; igualmente, quienes se encuentran agraviados bajo una democracia la llaman anarquía, que significa falta de gobierno. Pero yo me imagino que nadie cree que la falta de gobierno sea una especie de gobierno; ni, por la misma razón, puede creerse que el gobierno es de una clase cuando agrada, y de otra cuando los súbditos están disconformes con él o son oprimidos por los gobernantes.
Representantes subordinados, peligrosos. Es manifiesto que cuando los hombres están en absoluta libertad pueden, si gustan, dar autoridad a uno para representarlos a todos, lo mismo que pueden otorgar, también, esa autoridad a una asamblea de hombres cualesquiera; en consecuencia, pueden someterse, si lo consi- deran oportuno, a un monarca, de modo tan absoluto como a cualquier otro representante. Por esta razón, una vez que se ha erigido un poder soberano, no puede existir otro representante del mismo pueblo, sino solamente para ciertos fines particulares, delimitados por el soberano. Lo contrario sería instituir dos soberanos, y que cada hombre tuviera su persona representada por dos actores que al oponerse entre sí, necesariamente dividirían un poder que es indivisible, si los hombres quieren vivir en paz; ello situaría la multitud en condición de guerra, contrariamente al fin por el cual se ha instituido toda soberanía. Por esta razón es absurdo que si una asamblea soberana invita al pueblo de sus dominios para que envíe sus representantes, con facultades para dar a conocer sus opiniones o deseos, haya de considerar a tales diputados, más bien que a la asamblea misma, como representantes absolutos del pueblo; e igualmente absurdo resulta con referencia a una monarquía. No me explico cómo una verdad tan evidente sea, en definitiva, tan poco observada: que en una monarquía quien detentaba la soberanía por una descendencia de 600 años, era solamente llamado soberano, poseía el título de majestad de cada uno de sus súbditos, y era incuestionablemente considerado por ellos como su rey, nunca fuera, sin embargo, considerado como representante suyo ; esta denominación se utilizaba, sin réplica alguna, como título peculiar de aquellos hombres que, por mandato del soberano, eran enviados por el pueblo para presentar sus peticiones y darle su opinión, si lo permitía. Esto puede servir de advertencia para que quienes son los verdaderos y absolutos representantes de un pueblo, instruyan a los hombres en la naturaleza de ese cargo, y tengan en cuenta cómo admiten otra representación general en una ocasión cualquiera, si piensan responder a la confianza que se ha depositado en ellos.
Comparación entre monarquía y asambleas soberanas. La diferencia entre estos tres géneros de gobierno no consiste en la diferencia de poder, sino en la diferencia de conveniencia o aptitud para producir la paz y seguridad del pueblo, fin para el cual fueron instituidos. Comparando la monarquía con las otras dos formas podemos observar: primero, que quienquiera represente la persona del pueblo, aunque sea uno de los elementos de la asamblea representativa, sustenta, también, su propia representación natural. Y aun cuando en su persona política procure por el interés común, no obstante procurará más, o no menos cuidadosamen- te, por el particular beneficio de si mismo, de sus familiares, parientes y amigos; en la mayor parte de los
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casos, si el interés público viene a entremezclarse con el privado, prefiere el privado, porque las pasiones de los hombres son, por lo común, más potentes que su razón. De ello se sigue que donde el interés público y el privado aparecen más íntimamente unidos, se halla más avanzado el interés público. Ahora bien, en la monarquía, el interés privado coincide con el público. La riqueza, el poder y el honor de un monarca descansan solamente sobre la riqueza, el poder y la reputación de sus súbditos. En efecto, ningún rey puede ser rico, ni glorioso, ni hallarse asegurado cuando sus súbditos son pobres, o desobedientes, o demasiado débiles por necesidad o disentimiento, para mantener una guerra contra sus enemigos. En cambio, en una democracia o en una aristocracia, la prosperidad pública no se conlleva tanto con la fortuna particular de quien es un ser corrompido o ambicioso, como lo hacen con una opinión pérfida, un acto traicionero o una guerra civil.
En segundo lugar, que un monarca recibe consejo de aquél, cuando y donde le place, y, por consiguiente, puede escuchar la opinión de hombres versados en la materia sobre la cual se delibera, cualquiera que sea su rango y calidad, y con la antelación y con el sigilo que quiera. Pero cuando una asamblea soberana tiene necesidad de consejo, nadie es admitido a ella sino quien tiene un derecho desde el principio; en la mayor parte de los casos los titulares del mismo son personas más bien versadas en la adquisición de la riqueza que del conocimiento, y han de dar su opinión en largos discursos, que pueden, por lo común excitar a los hombres a la acción, pero no gobernarlos en ella. Porque el entendimiento no se ilumina, antes bien se deslumbra por la llama de las pasiones. Ni existe lugar y tiempo en que una asamblea pueda recibir consejo en secreto, a causa de su misma multitud.
En tercer lugar, que las resoluciones de un monarca no están sujetas a otra inconstancia que la de la naturaleza humana; en cambio, en las asambleas, aparte de la inconstancia propia de la naturaleza, existe otra que deriva del número. En efecto, la ausencia de unos pocos, que hubieran hecho continuar firme la resolución una vez tomada (lo cual puede suceder por seguridad, negligencia o impedimentos privados) o la apariencia negligente de unos pocos de opinión contraria hace que no se realice hoy lo que ayer quedó acordado.
En cuarto lugar, que un monarca no puede estar en desacuerdo consigo mismo por razón de envidia o interés; en cambio puede estarlo una asamblea, y en grado tal que se produzca una guerra civil.
En quinto lugar, que en la monarquía existe el inconveniente de que cualquier súbdito puede ser privado de cuanto posee, por el poder de un solo hombre, para enriquecer a un favorito o adulador; confieso que es, éste, un grave e inevitable inconveniente. Pero lo mismo puede ocurrir muy bien cuando el poder soberano reside en una asamblea, porque su poder es el mismo, y sus miembros están tan sujetos al mal consejo y a ser seducidos por los oradores, como un monarca por quienes lo adulan; y al convertirse unos en aduladores de otros, van sirviendo mutuamente su codicia y su ambición. Y mientras que los favoritos de los monarcas son pocos, y no tienen que aventajar sino a los de su propio linaje, los favoritos de una asamblea son muchos, y sus allegados mucho más numerosos que los de cualquier monarca. Además, no hay favorito de un monarca que no pueda del mismo modo socorrer a sus amigos y dafiar a sus enemigos, mientras que los oradores, es decir, los favoritos de las asambleas soberanas, aunque piensan que tienen gran poder para dañar, tienen poco para defender. Porque para acusar hace falta menos elocuencia (esto va en la naturaleza humana) que para excusar; y la condena más se parece a la justicia que la absolución.
En sexto lugar, es un inconveniente en la monarquía que el poder soberano pueda recaer sobre un infante o alguien que no pueda discernir entre el bien y el mal; ello implica que el uso de su poder debe ponerse en manos de otro hombre o de alguna asamblea ele hombres que tienen que gobernar por su derecho y en nombre suyo, como curadores y protectores de su persona y autoridad. Pero decir que es un inconveniente poner el uso del poder en manos de un hombre o de una asamblea de hombres, equivale a decir que todo gobierno es más inconveniente que la confusión y la guerra civil. Por consiguiente, todo el peligro que puede presumirse ha de surgir de la disputa de quienes pueden convertirse en competidores respecto de un cargo de tan gran honor y provecho. Para demostrar que este inconveniente no procede de la forma de gobierno que llamamos monarquía, imaginemos que el monarca precedente ha establecido quién ejercerá la tutela de su infante sucesor, bien sea expresamente por testamento, o tácitamente, para no oponerse a la costumbre que es normal en este caso. Entonces el inconveniente, si ocurre, debe atribuirse no ya a la monarquía, sino a la ambición e injusticia de los súbditos, que es la misma en todas las formas de gobierno en que el pueblo no está bien instruído en sus deberes y en los derechos de la soberanía. O bien el monarca precedente no ha tomado disposiciones para esa tutela, y entonces la ley de naturaleza ha provisto la norma suficiente, de Biblioteca del Político. INEP AC
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que la tutela debe corresponder a quien por naturaleza tiene más interés en conservar la autoridad del infante, y a quien menos beneficio puede derivar de su muerte o menoscabo. En efecto, si consideramos que cada persona persigue por naturaleza su propio beneficio y exaltación, poner un infante en manos de quienes pueden exaltarse a sí mismos por la anulación o daño del niño, no es tutela sino traición. Así que cuando se ha provisto de modo suficiente contra toda justa querella respecto al gobierno durante una minoría de edad, si se produce alguna disputa que da lugar a la perturbación de la paz pública, no debe atribuirse a la forma de monarquía, sino a la ambición de los súbditos y a la ignorancia de su deber. Por otra parte, no existe un ' gran Estado cuya soberanía resida en una gran asamblea, que en las consultas relativas a la paz y la guerra, y en la promulgación de las leyes, no se encuentre en la misma condición que si el gobierno estuviera en manos de un niño. En efecto, del mismo modo que un niño carece de juicio para disentir del consejo que se le da, y necesita en consecuencia, tomar la opinión de aquel o de aquellos a quienes está confiado, así una asamblea carece de la libertad para disentir del consejo de la mayoría, sea bueno o malo. Y del mismo modo que un niño tiene necesidad de un tutor o protector, que defienda su per- sona y su autoridad, así también (en los grandes Estados) la asamblea soberana, en todos los grandes peligros y perturbaciones, tiene necesidad de custodes libertatis; es decir, de dictadores o protectores de su autoridad, que vienen a ser como monarcas temporales a quienes por un tiempo se les confiere el total ejercicio de su poder; y, al término de ese tiempo, suelen ser privados de dicho poder con más frecuencia que los reyes infantes, por sus protectores, regentes u otros tutores cualesquiera.
Aunque las formas de soberanía no sean, como he indicado, más que tres, a saber: monarquía, donde la ejerce una persona.; democracia, donde reside en la asamblea general de los súbditos, o aristocracia, en que es detentada por una asamblea nombrada por personas determinadas, o distinguidas de otro modo de los demás, quien haya de considerar los Estados que en particular han existido y existen en el mundo, acaso no pueda reducirlas cómodamente a tres, y propenda a pensar que hay otras formas resultantes de la mezcla de aquéllas. Por ejemplo, monarquías electivas, en las que los reyes tienen entre sus manos el poder soberano durante algún tiempo; o reinos en los que el rey tiene un poder limitado, no obstante lo cual la mayoría de los escritores llaman monarquías a esos gobiernos. Análogamente, si un gobierno popular o aristocrático sojuzga un país enemigo, y lo gobierna con un presidente procurador u otro magistrado, puede parecer, acaso, a primera vista, que sea un gobierno democrático o aristocrático; pero no es así. Porque los reyes electivos no son soberanos, sino ministros del soberano; ni los reyes con poder limitado son soberanos, sino ministros de quienes tienen el soberano poder. Ni las provincias que están sujetas a una democracia o aristocracia de otro Estado, democrática o aristocráticamente gobernado, están regidas monárquicamente.
En primer término, por lo que concierne al monarca electivo, cuyo poder está limitado a la duración de su existencia, como ocurre en diversos lugares de la cristiandad, actualmente, o durante ciertos años o meses, como el poder de los dictadores entre los romanos, si tiene derecho a designar su sucesor, no es ya electivo, sino hereditario. Pero si no tiene poder para elegir su sucesor, entonces existe otro hombre o asamblea que, a la muerte del soberano, puede elegir uno nuevo, o bien el Estado muere y se disuelve con él, y vuelve a la condición de guerra. Si se sabe quién tiene el poder de otorgar la soberanía después de su muerte, es evidente, también, que la soberanía residía en él, antes: porque ninguno tiene derecho a dar lo que no tiene derecho a poseer, y a conservarlo para sí mismo si lo considera adecuado. Pero si no hay nadie que pueda dar la soberanía, al morir aquel que fue inicialmente elegido, entonces, si tiene poder, está obligado por la ley de naturaleza a la provisión, estableciendo su sucesor, para evitar que quienes han confiado en él para el gobierno recaigan en la miserable condición de la guerra civil. En consecuencia, cuando fue elegido, era un soberano absoluto.
En segundo lugar, este rey cuyo poder es limitado, no es superior a aquel o aquellos que tienen el poder de limitarlo; y quien no es superior, no es supremo, es decir, no es soberano. Por consiguiente, la soberanía residía siempre en aquella asamblea que tenía derecho a limitarlo; y como consecuencia el gobierno no era monarquía, sino democracia o aristocracia, como en los viejos tiempos de Esparta cuando los reyes tenían el privilegio de mandar sus ejércitos, pero la soberanía se encontraba en los éforos.
En tercer lugar, mientras que anteriormente el pueblo romano gobernaba el país de Judea, por ejemplo, por medio de un presidente, no era Judea por ello una democracia, porque no estaba gobernada por una asamblea en la cual algunos de ellos tuvieron derecho a intervenir; ni por una aristocracia, porque no estaban gobernados por una asamblea a la cual algunos pudieran pertenecer por elección; sino que estaban
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gobernados por una persona, que si bien respecto al pueblo de Roma era una asamblea del pueblo o democracia, por lo que hace relación al pueblo de Judea, que no tenía en modo alguno derecho a participar en el gobierno, era un monarca. En efecto, aunque allí donde el pueblo está gobernado por una asamblea elegida por el pueblo mismo de su seno, el gobierno se denomina democracia o aristocracia, cuando está gobernado por una asamblea que no es de propia elección, constituye una monarquía no de un hombre, sino de un pueblo sobre otro pueblo.
Como la materia de todas estas formas de gobierno es mortal, ya que no sólo mueren los monarcas individuales, sino también las asambleas enteras, es necesario para la conservación de la paz de los hombres, que del mismo modo que se arbitró un hombre artificial, debe tenerse también en cuenta una artificial eternidad de existencia; sin ello, los hombres que están gobernados por una asamblea recaen, en cualquier época, en la condición de guerra; y quienes están gobernados por un hombre, tan pronto como muere su gobernante. Esta eternidad artificial es lo que los hombres llaman derecho de sucesión.
No existe forma perfecta de gobierno cuando la disposición de la sucesión no corresponde al soberano presente. En efecto, si radica en otro hombre particular o en una persona privada, recae en la persona de un súbdito, y puede ser asumida por el soberano, a su gusto; por consiguiente, el derecho reside en sí mismo. Si no radica en una persona particular, sino que se encomienda a una nueva elección, entonces el Estado queda disuelto, y el derecho corresponde a aquel que lo recoge, contrariamente a la intención de quienes instituyeron el Estado para su seguridad perpetua, y no temporal.
En una democracia, la asamblea entera no puede fallar, a menos que falle la multitud que ha de ser gobernada. Por consiguiente, en esta forma de gobierno no tiene lugar, en absoluto, la cuestión referente al derecho de sucesión.
En una aristocracia, cuando muere alguno de la asamblea, la elección de otro en su lugar corresponde a la asamblea misma, como soberano al cual pertenece la elección de todos los consejeros y funcionarios. Porque lo que hace el representante como actor, lo hace uno de los súbditos como autor. Y aunque la asamblea soberana pueda dar poder a otros para elegir nuevos hombres para la provisión de su Corte, la elección se hace siempre por su autoridad y es ella misma la que (cuando el bienestar público lo requiera) puede revocarla.
El monarca presente tiene derecho a disponer de la sucesión. La mayor dificultad respecto al derecho de sucesión radica en la monarquía. La dificultad surge del hecho de que a primera vista no es manifiesto quién ha de designar al sucesor, ni en muchos casos quién es la persona a la que ha designado. En ambas circunstancias se requiere un raciocinio más preciso que el que cada persona tiene por costumbre usar. En cuanto a la cuestión de quién debe designar el sucesor de un monarca que tiene autoridad soberana, es decir, quién debe determinar el derecho hereditario (porque los reyes y príncipes electivos no tienen su poder soberano en propiedad, sino en uso solamente) tenemos que considerar que bien el que posee la soberanía tiene derecho a disponer de la sucesión, o bien este derecho recae de nuevo en la multitud desintegrada. Porque la muerte de quien tiene el poder soberano deja a la multitud sin soberano, en absoluto; es decir, sin representante alguno sin el cual pueda estar unida, y ser capaz de realizar una mera acción. Son, por tanto, incapaces de elegir un nuevo monarca, teniendo cada hombre igual derecho a someterse a quien considere más capaz de protegerlo; o si puede, a protegerse a sí mismo con su propia espada, lo cual es un retorno a la confusión y a la condición de guerra de todos contra todos, contrariamente al fin para el cual tuvo la monarquía su primera institución. En consecuencia, es manifiesto que por la institución de la monarquía, la designación del sucesor se deja siempre al juicio y voluntad de quien actualmente la detenta.
En cuanto a la cuestión, que a veces puede surgir, respecto a quién ha designado el monarca en posesión para la sucesión y herencia de su poder, ello se determina por sus palabras expresas y testamento, o por cualesquiera signos tácitos suficientes.
Sucesión establecida por palabras expresas. Por palabras expresas o testamento, cuando se declara por él durante su vida. viva vote, o por escrito, como los primeros emperadores de Roma declaraban quiénes habían de ser sus herederos. Porque la palabra heredero no implica simplemente los hijos o parientes más próximos de un hombre, sino cualquiera persona que, por el procedimiento que sea, declare que quiere tenerlo en su cargo como sucesor. Por consiguiente, si un monarca declara expresamente que un hombre
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determinado sea su heredero, ya sea de palabra o por escrito, entonces este hombre, inmediatamente

después de la muerte de su predecesor, es investido con el derecho de ser monarca.
O por no gobernar una costumbre. Ahora bien, cuando falta el testamento o palabras expresas, deben tenerse en cuenta otros signos naturales de la voluntad. Uno cae ellos es la costumbre. Por tanto, donde la costumbre es que el más próximo de los parientes suceda de modo absoluto, entonces el pariente más próximo tiene derecho a la sucesión, porque si la voluntad de quien se hallaba en posesión de la soberanía hubiese sido otra, la hubiera podido declarar sin dificultad mientras vivió. Y análogamente, donde es costumbre que suceda el más próximo de los parientes masculinos, el derecho de sucesión recae en el más próximo de los parientes masculinos, por la misma razón. Así ocurriría también si la costumbre fuera anteponer una hembra: porque cuando un hombre puede rechazar cualquier costumbre con una simple palabra y no lo hace, es una señal evidente de su deseo de que dicha costumbre continúe subsistiendo.
O por la presunción de afecto natural. Ahora bien, donde no existe costumbre ni ha precedido el testamento debe comprenderse: primero, que la voluntad del monarca es que el gobierno siga siendo monárquico, ya que ha aprobado este gobierno en sí mismo. Segundo, que un hijo suyo, varón o hembra, sea preferido a los demás; en efecto, se presume que los hombres son más propensos por naturaleza a anteponer sus propios hijos a los hijos de otros hombres; y de los propios, más bien a un varón que a una 'hembra, porque los varones son, naturalmente, más aptos que las mujeres para los actos de valor y de peligro. Tercero, si falla su propio linaje directo, más bien a un hermano que a un extraño; igualmente se prefiere al más cercano en sangre que al más remoto, porque siempre se presume que el pariente más próximo es, también, el más cercano en el afecto, siendo evidente, si bien se reflexiona, que un hombre recibe siempre más honor de la grandeza de su más próximo pariente.
Disponer de la sucesión, aun para un rey de otra nación, no es ilegítimo. Pero si bien es legítimo para un monarca disponer de la sucesión en términos verbales de contrato o testamento, los hombres pueden objetar, a veces, un gran inconveniente: que pueda vender o donar su derecho a gobernar, a un extraño; y como los extranjeros (es decir, los hombres que no acostumbran a vivir bajo el mismo gobierno ni a hablar el mismo lenguaje) se subestiman comúnmente unos a otros, ello puede dar lugar a la opresión de sus súbditos, cosa que es, en efecto, un gran inconveniente; inconveniente que no procede necesariamente de la sujeción a un gobierno extranjero, sino de la falta de destreza de los gobernantes que ignoran las verdaderas reglas de la política. Esta es la causa de que los romanos, cuando hablan sojuzgado varias naciones, para hacer su gobierno tolerable, trataban de eliminar ese agravio, en cuanto ello se estimaba necesario, dando a veces a naciones enteras, y a veces a hombres preeminentes de cada nación que conquistaban, no sólo los privilegios, sino también el nombre de romanos, llevando muchos de ellos al Senado y a puestos prominentes incluso en la ciudad de Roma. Esto es lo que nuestro sapientísimo rey, el rey Jacobo, perseguía, cuando se propuso la unión de los dos reinos de Inglaterra y Escocia. Si hubiera podido obtenerlo, sin duda hubiese evitado las guerras civiles que hacen en la actualidad desgraciados a ambos reinos. No es, pues, hacer al pueblo una injuria, que un monarca disponga de la sucesión, por su voluntad, si bien a veces ha resultado inconveniente por los particulares defectos de los príncipes. Es un buen argumento de la legitimidad de semejante acto el hecho de que cualquier inconveniente que pueda ocurrir si se entrega un reino a un extranjero, puede suceder también cuando tiene lugar un matrimonia con extranjeros, puesto que el derecho de sucesión puede recaer sobre ellos; sin embargo, esto se considera legítimo por todos.
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CAPITULO XX
DEL DOMINIO "PATERNAL" Y DEL "DESPÓTICO"
Soberanía por adquisición. Un Estado por adquisición es aquel en que el poder soberano se adquiere por la fuerza. Y por la fuerza se adquiere cuando los hombres, singularmente o unidos por la pluralidad de votos, por temor a la muerte o a la servidumbre, autorizan todas las acciones de aquel hombre o asamblea que tiene en su poder sus vidas y su libertad.
Diferente de la soberanía por institución. Este género de dominio o soberanía difiere de la soberanía por institución solamente en que los hombres que escogen su soberano lo hacen por temor mutuo, y no por temor a aquel a quien instituyen. Pero en este caso, se sujetan a aquel a quien temen. En ambos casos lo hacen por miedo, lo cual ha de ser advertido por quienes consideran nulos aquellos pactos que tienen su origen en el temor a la muerte o la violencia: si esto fuera cierto nadie, en ningún género de Estado, podría ser reducido a la obediencia. Es cierto que una vez instituida o adquirida una soberanía, las promesas que proceden del miedo a la muerte o a la violencia no son pactos ni obligan cuando la cosa prometida es contraria a las leyes. Pero la razón no es que se hizo por miedo, sino que quien prometió no tenia derecho a la cosa prometida. Así, cuando algo se puede cumplir legítimamente y no se cumple, no es la invalidez del pacto lo que absuelve, sino la sentencia del soberano. En otras palabras, lo que un hombre promete legalmente, ilegalmente lo incumple. Pero cuando el soberano, que es el actor, lo absuelve, queda absuelto por quien le arrancó la promesa, que es en definitiva, el autor de tal absolución.
Los derechos de la soberanía son los mismos en los dos casos. Ahora bien, los derechos y consecuencias de la soberanía son los mismos en los dos casos. Su poder no puede ser transferido, sin su consentimiento, a otra persona; no puede enajenarlo; no puede ser acusado de injuria por ninguno de sus súbditos; no puede ser castigado por ellos; es juez de lo que se considera necesario para la paz, y juez de las doctrinas; es el único legislador y juez supremo de las controversias, y de las oportunidades y ocasiones de guerra y de paz; a él compete elegir magistrados, consejeros, jefes y todos los demás funcionarios y ministros, y determinar recompensas y castigos, honores y prelaciones. Las razones de ello son las mismas que han sido alegadas, en el capítulo precedente, para los mismos derechos y consecuencias de la soberanía por institución.
Cómo se adquiere el dominio paternal. No por generalización, sino por contrato. El dominio se adquiere por dos procedimientos: por generación y por conquista. El derecho de dominio por generación es el que los padres tienen sobre sus hijos, y se llama paternal. No se deriva de la generación en el sentido de que el padre tenga dominio sobre su hijo por haberlo procreado, sino por consentimiento del hijo, bien sea expreso o declarado por otros argumentos suficientes. Pero por lo que a la generación respecta, Dios ha asignado al hombre una colaboradora; y siempre existen dos que son parientes por igual: en consecuencia, el dominio sobre el hijo debe pertenecer igualmente a los dos, y el hijo estar igualmente sujeto a ambos, lo cual es imposible, porque ningún hombre puede obedecer a dos dueños. Y aunque algunos han atribuído el dominio solamente al hombre, por ser el sexo más excelente, se equivocan en ello, porque no siempre la diferencia de fuerza o prudencia entre el hombre y la mujer son tales que el derecho pueda ser determinado sin guerra. En los Estados, esta controversia es decidida por la ley civil: en la mayor parte de los casos, aunque no siempre, la sentencia recae en favor del padre, porque la mayor parte de los Estados han sido erigidos por los padres, no por las madres de familia. Pero la cuestión se refiere, ahora, al estado de mera naturaleza donde se supone que no hay leyes de matrimonio ni leyes para la educación de los hijos, sino la ley de naturaleza, y la natural inclinación de los sexos, entre si, y respecto a sus hijos. En esta condición de mera naturaleza, o bien los padres disponen entre sí del dominio sobre los hijos, en virtud de contrato, o no disponen de ese dominio en absoluto. Si disponen el derecho tiene lugar de acuerdo con el contrato. En la historia encontramos que las Amazonas contrataron con los hombres de los países vecinos, a los cuales recurrieron para tener descendencia, que los descendientes masculinos serían devueltos, mientras que los femeninos permanecerían con ellas; de este modo el dominio sobre las hembras correspondía a la madre.
O educación. Cuando no existe contrato, el dominio corresponde a la madre, porque en la condición de mera naturaleza, donde no existen leyes matrimoniales, no puede saberse quién es el padre, a menos que la madre lo declare: por consiguiente el derecho de dominio sobre el hijo depende de la voluntad de ella, y es suyo, en consecuencia. Consideremos, de otra parte, que el hijo se halla primero en poder de la madre, la
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cual puede alimentarlo o abandonarlo; si lo alimenta, debe su vida a la madre, y, por consiguiente, está obligado a obedecerla, can preferencia a cualquier otra persona: por lo tanto, el dominio es de ella. Pero si lo abandona, y otro lo encuentra y lo alimenta, el dominio corresponde a este último. En efecto, el niño debe obedecer a quien le ha protegido, porque siendo la conservación de la vida el fin por el cual un hombre se hace súbdito de otro, cada hombre se supone que promete obediencia al que tiene poder para protegerlo o aniquilarlo.
O sujeción precedente de uno de los padres a otro. Si la madre está sujeta al padre, el hijo se halla en poder del padre; y si el padre es súbdito de la madre (como, por ejemplo, cuando una reina soberana contrae matrimonio con uno de sus súbditos) el hijo queda sujeto a la madre, porque también el padre es súbdito de ella.
Si un hombre y una mujer, monarcas de dos distintos reinos, tienen un niño y contratan respecto a quién tendrá el dominio del mismo, el derecho de dominio se establece por el contrato. Si no contratan, el dominio corresponde a quien domina el lugar de su residencia, porque el soberano de cada país tiene dominio sobre cuantos residen en él.
Quien tiene dominio sobre el hijo, lo tiene también sobre los hijos del hijo, y sobre los hijos de éstos, porque quien tiene dominio sobre la persona de un hombre, lo tiene sobre todo cuanto es, sin lo cual el dominio sería un mero título sin eficacia alguna.
El derecho de sucesión sigue las reglas del derecho de posesión. El derecho de sucesión al dominio paterno procede del mismo modo que el derecho de sucesión a la monarquía, del cual me he ocupado ya suficientemente en el capítulo anterior.
Cómo se adquiere el dominio despótico. El dominio adquirido por conquista o victoria en una guerra, es el que algunos escritores llaman DESPÓTICO, de lespotvtvvtv hz, que significa señor o dueño, y es el dominio
del dueño sobre su criado. Este dominio es adquirido por el vencedor cuando el vencido, para evitar el peligro inminente de muerte, pacta, bien sea por palabras expresas o por otros signos suficientes de la voluntad, que en cuanto su vida y la libertad de su cuerpo lo permitan, el vencedor tendrá uso de ellas, a su antojo. Y una vez hecho este pacto, el vencido es su siervo, pero antes no, porque con la palabra SIERVO (ya se derive de servire, servir, o de servare, proteger, cosa cuya disputa entrego a los gramáticos) no se significa un cautivo que se mantiene en prisión o encierro, hasta que el propietario de quien lo tomó o compró, de alguien que lo tenía, determine lo que ha de hacer con él (ya que tales hombres, comúnmente llamados esclavos, no tienen obligación ninguna, sino que pueden romper sus cadenas o quebrantar la pri- sión; y matar o llevarse cautivo a su dueño, justamente), sino uno a quien, habiendo sido apresado, se le reconoce todavía la libertad corporal, y que prometiendo no escapar ni hacer violencia a su dueño, merece la confianza de éste.
No por la victoria, sino por el consentimiento del vencido. No es, pues, la victoria la que da el derecho de dominio sobre el vencido, sino su propio pacto. Ni queda obligado porque ha sido conquistado, es decir, batido, apresado o puesto en fuga, sino porque comparece y se somete al vencedor. Ni está obligado el vencedor, por la rendición de sus enemigos (sin promesa de vida), a respetarles por haberse rendido a discreción; esto no obliga al vencedor por más tiempo sino en cuanto su discreción se lo aconseje.
Cuando los hombres, como ahora se dice, piden cuartel, lo que los griegos llamaban Zwgrivavvava, dejar con vida, no hacen sino sustraerse a la furia presente del vencedor, mediante la sumisión, y llegar a un convenio respecto de sus vidas, mediante la promesa de rescate o servidumbre. Aquel a quien se ha dado cuartel no se le concede la vida, sino que la resolución sobre ella se difiere hasta una ulterior deliberación, pues no se ha rendido con la condición de que se le respete la vida, sino a discreción. Su vida sólo se halla en seguridad, y es obligatoria su servidumbre, cuando el vencedor le ha otorgado su libertad corporal. En efecto, los esclavos que trabajan en las prisiones o arrastrando cadenas, no lo hacen por obligación, sino para evitar la crueldad de sus guardianes.
El señor del siervo es dueño, también, de cuanto éste tiene, y puede reclamarle el uso de ello, es decir, de sus bienes, de su trabajo, de sus siervos y de sus hijos, tantas veces como lo juzgue conveniente. En efecto, debe la vida a su señor, en virtud del pacto de obediencia, esto es, de considerar como propia y autorizar cualquiera cosa que el dueño pueda hacer. Y si el señor, al rehusar el siervo, le da muerte o lo encadena, o Biblioteca del Político. INEP AC
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le castiga de otra suerte por su desobediencia, es el mismo siervo autor de todo ello, y no puede acusar al

dueño de injuria.
En suma, los derechos y consecuencias de ambas cosas, el dominio paternal y el despótico, coinciden exactamente con los del soberano por institución, y por las mismas razones a las cuales nos hemos referido en el capítulo precedente. Si un monarca lo es de diversas naciones, y en una de ellas tiene la soberanía por institución del pueblo reunido, y en la otra por conquista, es decir, por la sumisión de cada individuo para evitar la muerte o la prisión, exigir de una de estas naciones más que de la otra, por título de conquista, por tratarse de una nación conquistada, es un acto de ignorancia de los derechos de soberanía. En ambos casos es el soberano igualmente absoluto, o de lo contrario la soberanía no existe; y de este modo, cada hombre puede protegerse a sí mismo legítimamente, si puede, con su propia espada, lo cual es condición de guerra.
Diferencia entre una familia y un reino. De esto se infiere que una gran familia, cuando no forma parte de algún Estado, es, por sí misma, en cuanto a los derechos de soberanía, una pequeña monarquía, ya conste esta familia de un hombre y sus hijos, o de un hombre y sus criados, o de un hombre, sus hijos y sus criados conjuntamente; familia en la cual el padre o dueño es el soberano. Ahora bien, una familia no es propiamente un Estado, a menos que no alcance ese poder por razón de su número, o por otras cir- cunstancias que le permitan no ser sojuzgada sin el azar de una guerra. Cuando un grupo de personas es manifiestamente demasiado débil para defenderse a sí mismo, cada uno usará su propia razón, en tiempo de peligro, para salvar su propia vida, ya sea huyendo o sometiéndose al enemigo, como considere mejor; del mismo modo que una pequeña compañía de soldados, sorprendida por un ejército, puede deponer las armas y pedir cuartel, o escapar, más bien que exponerse a ser exterminada. Considero esto como suficiente, respecto a lo que por especulación y deducción pienso de los derechos soberanos, de la naturaleza, necesidad y designio de los hombres, al establecer los Estados, y al situarse bajo el mando de monarcas o asambleas, dotadas de poder bastante para su protección.
Derechos de la monarquía según la Escritura. Consideremos ahora lo que la Escritura enseña acerca de este extremo. A Moisés, los hijos de Israel le decían: Háblanos y te oiremos; pero no hagas que Dios nos hable, porque moriremos 1. Esto implica absoluta obediencia a Moisés. Respecto al derecho de los reyes, Dios mismo dijo, por boca de Samuel: Este será el derecho del rey que deseáis ver reinando sobre vosotros. Él tornará vuestros hijos, y los hará guiar sus carros, y ser sus jinetes, y correr delante de sus carros; y recoger su cosecha; y hacer sus máquinas de guerra e instrumentos de sus carros; y tomará vuestras hijas para hacer perfumes, para ser sus cocineras y panaderas. Tomará vuestros campos, vuestros viñedos y vuestros olivares, y los dará a sus siervos. Tomará las primicias de vuestro grano y de vuestro vino, y las dará a los hombres de su cámara y a sus demás sirvientes. Tomará vuestros servidores varones, y vuestras sirvientes doncellas, y la flor de vuestra juventud, y la empleará en sus negocios. Tomará las primicias de vuestros rebaños, y vosotros seréis sus siervos 1. Trátase de un poder absoluto, resumido en las últimas palabras: vosotros seréis sus siervos. Además, cuando el pueblo oyó qué poder iba a tener el rey, consintieron en ello, diciendo: Seremos como todas las demás naciones, y nuestro rey juzgará nuestras causas, e irá ante nosotros, para guiarnos en nuestras guerras 2. Con ello se confirma el derecho que tienen los soberanos, respecto a la militia y a la judicatura entera; en ello está contenido un poder tan absoluto como un hombre pueda posiblemente transferir a otro. A su vez, la súplica del rey Salomón a Dios era ésta: Da a tu siervo inteligencia para juzgar a tu pueblo, y para discernir entre lo bueno y lo malo 3. Corresponde, por tanto, al soberano ser juez, y prescribir las reglas para discernir el bien y el mal: estas reglas son leyes, y, por consiguiente, en él radica el poder legislativo. Saúl puso precio a la vida de David; sin embargo, cuando este último tuvo posibilidad de dar muerte a Saúl, y sus siervos podían haberlo hecho, David lo prohibió, diciendo: Dios prohíbe que realice semejante acto contra mi Señor, el ungido de Dios 4. Respecto a la obediencia de los siervos, decía San Pablo: Los siervos obedecen a sus señores en todas las cosas s, y Los hijos obedecen a sus padres en todo 6. Es la obediencia simple en quienes están sujetos a dominio paternal o despótico. Por otra parte, Los escribas y fariseos están sentados en el sitial de Moisés, y por consiguiente, cuanto os ordenen observar, observadlo y hacedlo 7. Esto implica, de nuevo, una simple obediencia. Y San Pablo dice: Advertid que quienes se hallan sujetos a los príncipes, y a otras personas con autoridad, deben obedecerles s. También esta obediencia es sencilla. Por último, nuestro mismo Salvador reconocía que los hombres deben pagar las tasas impuestas por los reyes cuando dijo: Dad al César lo que es del César, y pagó él mismo ese tributo. Y que la palabra del rey es suficiente para arrebatar cualquiera cosa a cualquier súbdito, si lo necesita, y que el rey es el juez de esta necesidad. Porque el mismo Jesús,
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como rey de los judíos, mandó a sus discípulos que cogieran una borrica y su borriquillo, para que lo llevara a Jerusalén, diciendo: Id al pueblo que está frente a vosotros, y encontraréis una borriquilla atada y su borriquillo con ella: desatadlos y traédmelos. Y si alguno os pregunta qué os proponéis, decidle que el Señor los necesita, y entonces, os dejarán marchar 1. No preguntan si su necesidad es un título suficiente, ni si es juez de esta necesidad, sino que se allanan a la voluntad del Señor.
A estos pasajes puede añadirse también aquel otro del Génesis: Debéis ser como Dios, que conoce el bien y el mal 2. Y el versículo II: ¿Quién te dijo que estabas desnudo? ¿Has comido del árbol, del cual te ordené que no comieras? Porque habiendo sido prohibido el conocimiento o juicio de lo bueno y de lo malo, por el nombre del árbol de la ciencia, como una prueba de la obediencia de Adán, el demonio, para inflamar la ambición de la mujer a la que este fruto siempre había parecido bello, le dijo que probándolo conocería, como Dios, el bien y el mal. Una vez que hubieron comido ambos, disfrutaron la aptitud de Dios para el enjuiciamiento de lo bueno y de lo malo, pero no adquirieron una nueva aptitud para discernir rectamente entre ellos. Y aunque se dice que habiendo comido, ellos advirtieron que estaban desnudos, nadie puede interpretar este pasaje en el sentido de que antes estuvieran ciegos y no viesen su propia piel: la significación es clara, en el sentido de que sólo entonces juzgaban que su desnudez (en la cual Dios los había creado) era inconveniente; y al avergonzarse, tácitamente censuraban al mismo Dios. Seguidamente Dios dijo: Has comido, etc., como queriendo decir: Tú que me debes obediencia, ¿vas a atribuirte la capacidad de juzgar mis mandatos? Con ello se significaba claramente (aunque de modo alegórico) que los mandatos de quien tiene derecho a mandar, no deben ser censurados ni discutidos por sus súbditos.
En todos los Estados, el poder soberano debe ser absoluto. Así parece bien claro a mi entendimiento, lo mismo por la razón que por la Escritura, que el poder soberano, ya radique en un hombre, como en la monarquía, o en una asamblea de hombres, como en los gobiernos populares y aristocráticos, es tan grande, como los hombres son capaces de hacerlo. Y aunque, respecto a tan ilimitado poder, los hombres pueden imaginar muchas desfavorables consecuencias, las consecuencias de la falta de él, que es la guerra perpetua de cada hombre contra su vecino, son mucho peores. La condición del hombre en esta vida nunca estará desprovista de inconveniente; ahora bien, en ningún gobierno existe ningún otro inconveniente de monta sino el que procede de la desobediencia de los súbditos, y del quebrantamiento de aquellos pactos sobre los cuales descansa la esencia del Estado. Y cuando alguien, pensando que el poder soberano es demasiado grande, trate de hacerlo menor, debe sujetarse él mismo al poder que pueda limitarlo, es decir, a un poder mayor.
La objeción máxima es la de la práctica: cuando los hombres preguntan dónde y cuándo semejante poder ha sido reconocido por los súbditos. Pero uno puede preguntarse entonces, a su vez, cuándo y dónde ha existido un reino, libre, durante mucho tiempo, de la sedición y de la guerra civil. En aquellas naciones donde los gobiernos han sido duraderos y no han sido destruidos sino por las guerras exteriores, los súbditos nunca disputan acerca del poder soberano. Pero de cualquier modo que sea, un argumento sacado de la práctica de los hombres, que no discriminan hasta el fondo ni ponderan con exacta razón las causas y la naturaleza. de los Estados, y que diariamente sufren las miserias derivadas de esa ignorancia, es inválido. Porque aunque en todos los lugares del mundo los hombres establezcan sobre la arena los cimientos de sus casas, no debe deducirse de ello que esto deba ser así. La destreza en hacer y mantener los Estados descansa en ciertas normas, semejantes a las de la aritmética y la geometría, no (como en el juego de tenis), en la práctica solamente: estas reglas, ni los hombres pobres tienen tiempo ni quienes tienen ocios suficientes han tenido la curiosidad o el método de encontrarlas.
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CAPÍTULO XXI
DE LA "LIBERTAD" DE LOS SÚBDITOS
Qué es libertad. LIBERTAD significa, propiamente hablando, la ausencia de oposición (por oposición significo impedimentos externos al movimiento); puede aplicarse tanto a las criaturas irracionales e inanimadas como a las racionales. Cualquiera cosa que esté ligada o envuelta de tal modo que no pueda moverse sino dentro de un cierto espacio, determinado por la oposición de algún cuerpo externo, decimos que no tiene libertad para ir más lejos. Tal puede afirmarse de todas las criaturas vivas mientras estén aprisionadas o constreñidas con muros o cadenas; y del agua, mientras está contenida por medio de diques o canales, pues de otro modo se extendería por un espacio mayor, solemos decir que no está en libertad para moverse del modo como lo haría si no tuviera tales impedimentos. Ahora bien, cuando el impedimento de la moción radica en la constitución de la cosa misma, no solemos decir que carece de libertad, sino de fuerza para moverse, como cuando una piedra está en reposo, o un hombre se halla sujeto al lecho por una enfermedad.
Qué es ser libre. De acuerdo con esta genuina y común significación de la palabra, es un HOMBRE LIBRE quien en aquellas cosas de que es capaz por su fuerza y por su ingenio, no está obstaculizado para hacer lo que desea. Ahora bien, cuando las palabras libre y libertad se aplican a otras cosas, distintas de los cuerpos, lo son de modo abusivo, pues lo que no se halla sujeto a movimiento no está sujeto a impedimento. Por tanto cuando se dice, por ejemplo: el camino está libre, no se significa libertad del camino, sino de quienes lo recorren_ sin impedimento. Y cuando decimos que una donación es libre, no se significa libertad de la cosa donada, sino del donante, que al donar no estaba ligado por ninguna ley o pacto. Así, cuando hablamos libremente, no aludimos a la libertad de la voz o de la pronunciación, sino a la del hombre, a quien ninguna ley ha obligado a hablar de otro modo que lo hizo. Por último, del uso del término libre albedrío no puede inferirse libertad de la voluntad, deseo o inclinación, sino libertad del hombre, la cual consiste en que no encuentra obstáculo para hacer lo que tiene voluntad, deseo o inclinación de llevar a cabo.
Temor y libertad, coherentes. Temor y libertad son cosas coherentes; por ejemplo, cuando un hombre arroja sus mercancías al mar por temor de que el barco se hunda, lo hace, sin embargo, voluntariamente, y puede abstenerse de hacerlo si quiere. Es, por consiguiente, la acción de alguien que era libre: así también, un hombre paga a veces su deuda sólo por temor a la cárcel, y sin embargo, como nadie le impedía abstenerse de hacerlo, semejante acción es la de un hombre en libertad. Generalmente todos los actos que los hombres realizan en los Estados, por temor a la ley, son actos cuyos agentes tenían libertad para dejar de hacerlos.
Libertad y necesidad coherentes. Libertad y necesidad son coherentes, como, por ejemplo, ocurre con el agua, que no sólo tiene libertad, sino necesidad de ir bajando por el canal. Lo mismo sucede en las acciones que voluntariamente realizan los hombres, las cuales, como proceden de su voluntad, proceden de la libertad, e incluso como cada acto de la libertad humana y cada deseo e inclinación proceden de alguna causa, y ésta de otra, en una continua cadena (cuyo primer eslabón se halla en la mano de Dios, la primera de todas las causas), proceden de la necesidad. Así que a quien pueda advertir la conexión de aquellas causas le resultará manifiesta la necesidad de todas las acciones voluntarias del hombre. Por consiguiente, Dios, que ve y dispone todas las cosas, ve también que la libertad del hombre, al hacer lo que quiere, va acompañada por la necesidad de hacer lo que Dios quiere, ni más ni menos. Porque aunque los hombres hacen muchas cosas que Dios no ordena ni es, por consiguiente, el autor de ellas, sin embargo, no pueden tener pasión ni apetito por ninguna cosa, cuya causa no sea la voluntad de Dios. Y si esto no asegurara la necesidad de la voluntad humana y, por consiguiente, de todo lo que de la voluntad humana depende, la libertad del hombre sería una contradicción y un impedimento a la omnipotencia y libertad de Dios. Consideramos esto suficiente, a nuestro actual propósito, respecto de esa libertad natural que es la única que propiamente puede llamarse libertad.
Vínculos artificiales, o pactos. Pero del mismo modo que los hombres, para alcanzar la paz y, con ella, la conservación de sí mismos, han creado un hombre artificial que podemos llamar Estado, así tenemos también que han hecho cadenas artificiales, llamadas leyes civiles, que ellos mismos, por pactos mutuos han fijado fuertemente, en un extremo, a los labios de aquel hombre o asamblea a quien ellos han dado el poder soberano; y por el otro extremo, a sus propios oídos. Estos vínculos, débiles por su propia naturaleza, pueden, sin embargo, ser mantenidos, por el peligro aunque no por la dificultad de romperlos.
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La libertad de los súbditos consiste en libertad respecto de los pactos. Sólo en relación con estos vínculos he de hablar ahora de la libertad de los súbditos. En efecto, si advertimos que no existe en el mundo Estado alguno en el cual se hayan establecido normas bastantes para la regulación de todas las acciones y palabras de los hombres, por ser cosa imposible, se sigue necesariamente que en todo género de acciones, preteridas por las leyes, los hombres tienen la libertad de hacer lo que su propia razón les sugiera para mayor provecho de sí mismos. Si tomamos la libertad en su verdadero sentido, como libertad corporal, es decir: como libertad de cadenas y prisión, sería muy absurdo que los hombres clamaran, como lo hacen, por la libertad de que tan evidentemente disfrutan. Si consideramos, además, la libertad como exención de las leyes, no es menos absurdo que los hombres demanden como lo hacen, esta libertad, en virtud de la cual todos los demás hombres pueden ser señores de sus vidas. Y por absurdo que sea, esto es lo que demandan, ignorando que las leyes no tienen poder para protegerles si no existe una espada en las manos de un hombre o de varios para hacer que esas leyes se cumplan. La libertad de un súbdito radica, por tanto, solamente, en aquellas cosas que en la regulación de sus acciones no ha pretermitido el soberano: por ejemplo, la libertad de comprar y vender y de hacer, entre sí, contratos de otro género, de escoger su propia residencia, su propio alimento, su propio género de vida, e instruir sus niños como crea conveniente, etc.
La libertad del súbdito se compagina con el poder ilimitado del soberano. No obstante, ello no significa que con esta libertad haya quedado abolido y limitado el soberano poder de vida y muerte. En efecto, hemos manifestado ya, que nada puede hacer un representante soberano a un súbdito, con cualquier pretexto, que pueda propiamente ser llamado injusticia o injuria. La causa de ello radica en que cada súbdito es autor de cada uno de los actos del soberano, así que nunca necesita derecho a una cosa, de otro modo que como él mismo es súbdito de Dios y está, por ello, obligado a observar las leyes de naturaleza. Por consiguiente, es posible, y con frecuencia ocurre en los Estados, que un súbdito pueda ser condenado a muerte por mandato del poder soberano, y sin embargo, éste no haga nada malo. Tal ocurrió cuando Jefte fue la causa de que su hija fuera sacrificada. En este caso y en otros análogos quien vive así tiene libertad para realizar la acción en virtud de la cual es, sin embargo, conducido, sin injuria, a la muerte. Y lo mismo ocurre también con un príncipe soberano que lleva a la muerte un súbdito inocente. Porque aunque la acción sea contra la ley de naturaleza, por ser contraria a la equidad, como ocurrió con el asesinato de Uriah por David, ello no constituyó una injuria para Uriah, sino para Dios. No para Uriah, porque el derecho de hacer aquello que le agradaba había sido conferido a David por Uriah mismo. Sino a Dios, porque David era súbdito de Dios, y toda injusticia está prohibida por la ley de naturaleza. David mismo confirmó de modo evidente esta distinción cuando se arrepintió del hecho diciendo: Solamente contra ti he pecado. Del mismo modo, cuando el pueblo de Atenas desterró al más poderoso de su Estado por diez años, pensaba que no cometía injusticia, y todavía más: nunca se preguntó qué crimen había cometido, sino qué daño podría hacer; sin embargo, ordenaron el destierro de aquellos a quienes no conocían; y cada ciudadano al llevar su concha al mercado, después de haber inscrito en ella el nombre de aquel a quien deseaba desterrar, sin acusarlo, unas veces desterro a un Arístides, por su reputación de justicia, y otras a un ridículo bufón, como Hipérbolo, para burlarse de él. Y nadie puede decir que el pueblo soberano de Atenas carecía de derecho a desterrarlos, o que a un ateniense le faltaba la libertad para burlarse o para ser justo.
La libertad apreciada por los escritores. Es la libertad de los soberanos; no de los particulares. La libertad, de la cual se hace mención tan frecuente y honrosa en las historias y en la filosofía de los antiguos griegos y romanos, y en los escritos y discursos de quienes de ellos han recibido toda su educación en materia de po- lítica, no es la libertad de los hombres particulares, sino la libertad del Estado, que coincide con la que cada hombre tendría si no existieran leyes civiles ni Estado, en absoluto. Los efectos de ella son, también, los mismos. Porque así como entre hombres que no reconozcan un señor existe perpetua guerra de cada uno contra. i vecino; y no hay herencia que transmitir al hijo, o que esperar del padre; ni propiedad de bienes o tierras; ni seguridad, sino una libertad plena y absoluta en cada hombre en particular, así en los Estados o repúblicas que no dependen una de otra, cada una de estas instituciones (y no cada hombre) tiene una absoluta libertad de hacer lo que estime (es decir, lo que el hombre o asamblea que lo representa estime) más conducente a su beneficio. Con ello viven en condición de guerra perpetua, y en los preliminares de la batalla, con las fronteras en armas, y los cañones enfilados contra los vecinos circundantes. Atenienses y romanos eran libres, es decir, Estados libres: no en el sentido de que cada hombre en particular tuviese libertad para oponerse a sus propios representantes, sino en el de que sus representantes tuvieran la libertad de resistir o invadir a otro pueblo. En las torres de la ciudad de Luca está inscrita, actualmente, en grandes caracteres, la palabra LIBERTAS; sin embargo, nadie puede inferir de ello que un hombre particular tenga más libertad o inmunidad, por sus servicios al Estado, en esa ciudad que en Constantinopla. Tanto si
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el Estado es monárquico como si es popular, la libertad es siempre la misma.

Pero con frecuencia ocurre que los hombres queden defraudados por la especiosa denominación de libertad; por falta de juicio para distinguir, consideran como herencia privada y derecho innato suyo lo que es derecho público solamente. Y cuando el mismo error resulta confirmado por la autoridad de quienes gozan fama por sus escritos sobre este tema, no es extraño que produzcan sedición y cambios de gobierno. En estos países occidentales del mundo solemos recibir nuestras opiniones, respecto a la institución y derechos de los Estados, de Aristóteles, Cicerón y otros hombres, griegos y romanos, que viviendo en régimen de gobiernos populares, no derivaban sus derechos de los principios de naturaleza, sino que los transcribían en sus libros basándose en la práctica de sus propios Estados, que eran populares, del mismo modo que los gramáticos describían las reglas del lenguaje, a base de la práctica contemporánea; o las reglas de poesía, fundándose en los poemas de Hornero y Virgilio. A los atenienses se les enseñaba (para apartarles del deseo de cambiar su gobierno) que eran hombres libres, y que cuantos vivían en régimen monárquico eran esclavos; y así Aristóteles dijo en su Política (Lib. 6, Cap. 2): En la democracia debe suponerse la libertad; porque comúnmente se reconoce que ningún hombre es libre en ninguna otra forma de gobierno. Y corno Aristóteles, así también Cicerón y otros escritores han fundado su doctrina civil sobre las opiniones de los romanos a quienes el odio a la monarquía se aconsejaba primeramente por quienes, habiendo depuesto a su soberano, compartían entre si la soberanía de Roma, y más tarde por los sucesores de éstos. Y en la lectura de estos autores griegos y latinos, los hombres (como una falsa apariencia de libertad) han adquirido desde su infancia el hábito de fomentar tumultos, y de ejercer un control licencioso de los actos de sus soberanos; y además de controlar a estos controladores, con efusión de mucha sangre; de tal modo que creo poder afirmar con razón que nada ha sido tan caro en estos países occidentales como lo fue el aprendizaje de la lengua griega y de la latina.
Cómo ha de medirse la libertad de los súbditos. Refiriéndonos ahora a las peculiaridades de la verdadera libertad de un súbdito, cabe señalar cuáles son las cosas que, aun ordenadas por el soberano, puede, no obstante, el súbdito negarse a hacerlas sin injusticia; vamos a considerar qué derecho renunciamos cuando constituímos un Estado o, lo que es lo mismo, qué libertad nos negamos a nosotros mismos, al hacer propias, sin excepción, todas las acciones del hombre o asamblea a quien constituimos en soberano nuestro. En efecto, en el acto de nuestra sumisión van implicadas dos cosas: nuestra obligación y nuestra libertad, lo cual puede inferirse mediante argumentos de cualquier lugar y tiempo; porque no existe obligación impuesta a un hombre que no derive de un acto de su voluntad propia,,ya que todos los hombres, igualmente, son, por naturaleza, libres. Y como tales argumentos pueden derivar o bien de palabras expresas como: Yo autorizo todas sus acciones, o de la intención de quien se somete a sí mismo a ese po- der (intención que viene a expresarse en la finalidad en virtud de la cual se somete), la obligación y libertad del súbdito ha de derivarse ya de aquellas palabras u otras equivalentes, ya del fin de la institución de la soberanía, a saber: la paz de los súbditos entre sí mismos, y su defensa contra un enemigo común
Los súbditos tienen libertad para defender su propio cuerpo incluso contra quienes legalmente los invaden. Por consiguiente, si advertimos en primer lugar que la soberanía por institución se establece por pacto de todos con todos, y la soberanía por adquisición por pactos del vencido con el vencedor, o del hijo con el padre, es manifiesto que cada súbdito tiene libertad en todas aquellas cosas cuyo derecho no puede ser transferido mediante pacto. Ya he expresado anteriormente, en el capítulo XIV, que los pactos de no defender el propio cuerpo de un hombre, son nulos. Por consiguiente:
No están obligados a dañarse a si mismos. Si el soberano ordena a un hombre (aunque justamente condenado) que se mate, hiera o mutile a sí mismo, o que no resista a quienes le ataquen, o que se abstenga del uso de alimentos, del aire, de la medicina o de cualquiera otra cosa sin la cual no puede vivir, ese hombre tiene libertad para desobedecer.
Si un hombre es interrogado por el soberano o su autoridad, respecto a un crimen cometido por él mismo, no viene obligado (sin seguridad de perdón) a confesarlo, porque, como he manifestado en el mismo capítulo, nadie puede ser obligado a acusarse a sí mismo por razón de un pacto.
Además, el consentimiento de un súbdito al poder soberano está contenido en estas palabras: Autorizo o tomo a mi cargo todas sus acciones. En ello no hay, en modo alguno, restricción de su propia y anterior libertad natural, porque al permitirle que me mate, no quedo obligado a matarme yo mismo cuando me lo ordene. Una cosa es decir: Mátame o mata a mi compañero, si quieres, y otra: Yo me mataré a mí mismo y
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a mi compañero. De ello resulta que

Nadie está obligado por sus palabras a darse muerte o a matar a otro hombre. Por consiguiente, la obligación que un hombre, puede, a veces, contraer, en virtud del mandato del soberano, de ejecutar una misión peligrosa o poco honorable, no depende de los términos en que su sumisión fue efectuada, sino de la intención que debe interpretarse por la finalidad de aquélla. Por ello cuando nuestra negativa a obedecer frustra la finalidad para la cual se instituyó la soberanía, no hay libertad para rehusar; en los demás casos, sí.
Ni a guerrear, a menos que voluntariamente emprendan la guerra. Por esta razón, un hombre a quien como soldado se le ordena luchar contra el enemigo, aunque su soberano tenga derecho bastante para castigar su negativa con la muerte, puede, no obstante, en ciertos casos, rehusar sin injusticia; por ejemplo, cuando procura un soldado sustituto, en su lugar, ya que entonces no deserta del servicio del Estado. También debe hacerse alguna concesión al temor natural, no sólo en las mujeres (de las cuales no puede esperarse la ejecución de un deber peligroso), sino también en los hombres de ánimo femenino. Cuando luchan los ejér- citos, en uno de los dos bandos o en ambos se dan casos de abandono; sin embargo, cuando no obedecen a traición, sino a miedo, no se estiman injustos, sino deshonrosos. Por la misma razón, evitar la batalla no es injusticia, sino cobardía. Pero quien se enrola como soldado, o recibe dinero por ello, no puede presentar la excusa de un teprior de este género, y no solamente está obligado a ir a la batalla, sino también a no escapar de ella sin autorización de sus capitanes. Y cuando la defensa del Estado requiere, a la vez, .la ayuda de quienes son capaces de manejar las armas, todos están obligados, pues de otro modo la institución del Estado, que ellos no tienen el propósito o el valor de defender, era en vano.
Nadie tiene libertad para resistir a la fuerza del Estado, en defensa de otro hombre culpable o inocente, porque semejante libertad arrebata al soberano los medios de protegernos y es, por consiguiente, destructiva de la verdadera esencia del gobierno.
Ahora bien, en el caso de que un gran número de hombres hayan resistido injustamente al poder soberano, o cometido algún crimen capital por el cual cada uno de ellos esperara la muerte, ¿no tendrán la libertad de reunirse y de asistirse y defenderse uno a otro? Ciertamente la tienen, porque no hacen sino defender sus vidas a lo cual el culpable tiene tanto derecho como el inocente. Es evidente que existió injusticia en el primer quebrantamiento de su deber; pero el hecho de que posteriormente hicieran armas, aunque sea para mantener su actitud inicial, no es un nuevo acto injusto. Y si es solamente para defender sus personas no es injusto en modo alguno. Ahora bien, el ofrecimiento de perdón arrebata a aquellos a quienes se ofrece, la excusa de propia defensa, y hace ilegal su perseverancia en asistir o defender a los demás.
La máxima libertad de los súbditos depende del silencio de la ley. En cuanto a las otras libertades dependen del silencio de la ley. En los casos en que el soberano no ha prescrito una norma, el súbdito tiene libertad de hacer o de omitir, de acuerdo con su propia discreción. Por esta causa, semejante libertad es en algunos sitios mayores, y en otros más pequeños, en algunos tiempos más y en otros menos, según consideren más conveniente quienes tienen la soberanía. Por ejemplo, existió una época en que, en Inglaterra, cualquiera podía penetrar en sus tierras propias por la fuerza y desposeer a quien injustamente las ocupara. Posteriormente esa libertad de penetración violenta fue suprimida por un estatuto que el rey promulgó con el Parlamento. Así también, en algunos países del mundo, los hombres tienen la libertad de poseer varias mujeres, mientras que en otros lugares semejante libertad no está. permitida.
Si un súbdito tiene una controversia con su soberano acerca de una deuda o del derecho de poseer tierras o bienes, o acerca de cualquier servicio requerido de sus manos, o respecto a cualquiera pena corporal o pecuniaria fundada en una ley precedente, el súbdito tiene la misma libertad para defender su derecho como si su antagonista fuera otro súbdito, y puede realizar esa defensa ante los jueces designados por el soberano. En efecto, el soberano demanda en virtud de una ley anterior y no en virtud de su poder, con lo cual declara que no requiere más sino lo que, según dicha ley, aparece como debido. La defensa, por consiguiente, no es contraria a la voluntad del soberano, y por tanto el súbdito tiene la libertad de exigir que su causa sea oída y sentenciada de acuerdo con esa ley. Pero si demanda o toma cualquiera cosa bajo el pretexto de su propio poder, no existe, en este caso, acción de ley, porque todo cuanto el soberano hace en virtud de su poder, se hace por la autoridad de cada súbdito, y, por consiguiente, quien realiza una acción contra el soberano, la efectúa, a su vez, contra sí mismo.
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Si un monarca o asamblea soberana otorga una libertad a todos o alguno de sus súbditos, de tal modo que la persistencia de esa garantía incapacita al soberano para proteger a sus súbditos, la concesión es nula, a menos que directamente renuncie o transfiera la soberanía a otro. Porque con esta concesión, si hubiera sido su voluntad, hubiese podido renunciar o transferir en términos llanos, y no lo hizo, de donde resulta que no era esa su voluntad, sino que la concesión procedía de la ignorancia de la contradicción existente entre esa libertad y el poder soberano. Por tanto, se sigue reteniendo la soberanía, y en consecuencia todos los poderes necesarios para el ejercicio de la misma, tales como el poder de hacer la guerra y la paz, de enjuiciar las causas, de nombrar funcionarios y consejeros, de exigir dinero, y todos los demás poderes mencionados en el capítulo XVIII.
En qué casos quedan los súbditos absueltos de su obediencia a su soberano. La obligación de los súbditos con respecto al soberano se comprende que no ha de durar ni más ni menos que lo que dure el poder mediante el cual tiene capacidad para protegerlos. En efecto, el derecho que los hombres tienen, por naturaleza, a protegerse a sí mismos, cuando ninguno puede protegerlos, no puede ser renunciado por ningún pacto. La soberanía es el alma del Estado, y una vez que se separa del cuerpo los miembros ya no reciben movimiento de ella. El fin de la obediencia es la protección, y cuando un hombre la ve, sea en su propia espada o en la de otro, por naturaleza sitúa allí su obediencia, y su propósito de conservarla. Y aunque la soberanía, en la intención de quienes la hacen, sea inmortal, no sólo está sujeta, por su propia naturaleza, a una muerte violenta, a causa de una guerra con el extranjero, sino que por la ignorancia y pasiones de los hombres tiene en sí, desde el momento de su institución, muchas semillas de mortalidad natural, por las discordias intestinas.
En caso de cautiverio. Si un súbdito cae prisionero en la guerra, o su persona o sus medios de vida quedan en poder del enemigo, al cual confía su vida y su libertad corporal, con la condición de quedar sometido al vencedor, tiene libertad para aceptar la condición, y, habiéndola aceptado, es súbdito de quien se la impuso, porque no tenía ningún otro medio de conservarse a sí mismo. El caso es el mismo si queda retenido, en esos términos, en un país extranjero. Pero si un hombre es retenido en prisión o en cadenas, no posee la libertad de su cuerpo, ni ha de considerarse ligado a la sumisión, por el pacto; por consiguiente, si puede, tiene derecho a escapar por cualquier medio que se le ofrezca.
En caso de que el soberano renuncie al gobierno, en nombre propio y de sus herederos. Si un monarca renuncia a la soberanía, para sí mismo y para sus herederos, sus súbditos vuelven a la libertad absoluta de la naturaleza. En efecto, aunque la naturaleza declare quiénes son sus hijos, y quién es el más próximo de su linaje depende de su propia voluntad (como hemos manifestado en el precedente capítulo) instituir quién será su heredero. Por tanto, si no quiere tener heredero, no existe soberanía ni sujeción. El caso es el mismo si muere sin sucesión conocida y sin declaración de heredero, porque, entonces, no siendo conocido el heredero, no es obligada ninguna sujeción.
En caso de destierro. Si el soberano destierra a su súbdito, durante el destierro no es súbdito suyo. En cambio, quien se envía como mensajero o es autorizado para realizar un viaje, sigue siendo súbdito, pero lo es por contrato entre soberanos, no en virtud del pacto de sujeción. Y es que quien entra en los dominios de otro queda sujeto a todas las leyes de ese territorio, a menos que tenga un privilegio por concesión del soberano, o por licencia especial.
En caso de que un soberano se constituya, a sí mismo, en súbdito de otro. Si un monarca, sojuzgado en una guerra, se hace él mismo súbdito del vencedor, sus súbditos quedan liberados de su anterior obligación, y resultan entonces obligados al vencedor. Ahora bien, si se le hace prisionero o no conserva su libertad corporal, no se comprende que haya renunciado al derecho de soberanía, y, por consiguiente, sus súbditos vienen obligados a mantener su obediencia a los magistrados anteriormente instituidos, y que gobiernan no en nombre propio, sino en el del monarca. En efecto, si subsiste el derecho del soberano, la cuestión es sólo la relativa a la administración, es decir, a los magistrados y funcionarios, ya que si no tiene medios para nombrarlos se supone que aprueba aquellos que él mismo designó anteriormente.
CAPITULO XXII
DE LOS "SISTEMAS" DE SUJECIÓN POLÍTICA Y PRIVADA
Las diversas clases de sistemas de pueblos. Después de haber estudiado la generación, forma y poder de
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un Estado, puedo referirme, a continuación, a los elementos del mismo: en primer lugar, a los sistemas, que asemejan las partes análogas o músculos de un cuerpo natural. Entiendo por SISTEMAS un número de hombres unidos por un interés o un negocio. De ellos algunos son regulares; otros, irregulares. Son regulares aquellos en que un hombre o asamblea de hombres queda constituido en representante del número total. Todos los demás son irregulares.
De los regulares, algunos son absolutos e independientes, pues no están sujetos a ningún otro sino a su representante: solamente éstos son Estados, y a ellos me he referido ya en los cinco últimos capítulos. Otros son dependientes, es decir, subordinados a algún poder soberano, al que cada uno de sus elementos está sujeto, incluso quien los representa.
De los sistemas subordinados unos son políticos y otros privados. Son políticos (de otra manera llamados cuerpos políticos y personas públicas) aquellos que están constituidos por la autoridad del poder soberano del Estado. Son privados aquellos que están constituidos por los súbditos, entre sí mismos, o con autoriza- ción de un extranjero. En efecto, ninguna autoridad derivada del poder extranjero, dentro del dominio de otro, es pública, sino privada.
Entre los sistemas privados, unos son legales, otros, ilegales. Son legales aquellos que están tolerados por el Estado: todos los demás son ilegales. Sistemas irregulares son los que no teniendo representantes consisten simplemente en la afluencia o reunión de gente; estos sistemas son legales cuando no están prohibidos por el Estado, ni hechos con malvados designios (por ejemplo, la concurrencia de gente a los mercados o ferias y otras reuniones análogas). Pero cuando la intención es maligna, o, siendo el número considerable, ignorada, son ilegales.
En todos los cuerpos políticos, el poder del representante es limitado. En los cuerpos políticos el poder de los representantes es siempre limitado, y quien prescribe los límites del mismo es el poder soberano. En efecto, poder ilimitado es soberanía absoluta, y el soberano, en todo Estado, es el representante absoluto de todos los súbditos; por tanto, ningún otro puede ser representante de una parte de ellos, sino en cuanto el soberano se lo permite. Autorizar a un cuerpo político de súbditos para que tuviese una representación absoluta para todas las cuestiones y propósitos, sería abandonar el gobierno de una parte tan importante del Estado, y dividir el dominio, contrariamente a su paz y defensa, de tal modo que no podría comprenderse que el soberano hiciese, por ninguna concesión, cuyo fin no fuera descargarlos plena y directamente, de su sujeción. En efecto, las consecuencias de las palabras no son signos de su voluntad cuando otras consecuencias son signo de lo contrario, sino más bien signos de error y falta de cálculo, a lo cual es propenso el género humano.
Por cartas patentes. Los límites de este poder que se da al representante de un cuerpo político se advierten en dos cosas. La una está constituida por los escritos o cartas que tienen de sus soberanos; la otra es la ley del Estado. En efecto, aunque en la institución o adquisición de un Estado que es independiente, no hay necesidad de escritura, porque el poder del representante no tiene otros límites sino los establecidos por la ley, no escrita, de la naturaleza, en cambio, en los cuerpos subordinados precisan diversas limitaciones, respecto a sus negocios, tiempos y lugares, que no pueden ser recordadas sin cartas, ni ser tenidas en cuenta a menos que tales cartas sean exhibidas, para que puedan ser leídas, y por añadidura selladas o testificadas con otros signos permanentes de la autoridad soberana.
Y leyes. Y como no siempre es fácil o a veces posible establecer en las cartas esas limitaciones, las leyes ordinarias, comunes a todos los súbditos, deben determinar lo que los representantes pueden hacer legalmente en todos los casos en que las cartas mismas nada dicen. Por consiguiente:
Cuando el representante es un hombre, sus actos no autorizados son exclusivamente suyos. En un cuerpo político, si el representante es un hombre, cualquier cosa que haga en la persona del cuerpo, que no esté acreditado en sus cartas, ni por las leyes, es un acto suyo propio, y no el acto de la corporación ni el de otro miembro de la misma, distinto de él, porque más allá del límite de sus cartas o de las leyes, a nadie representa sino a sí mismo. Pero lo que hace de acuerdo con ellas es el acto de cada uno de los repre- sentados: porque del acto del soberano cada uno de ellos es autor, ya que el soberano es su representante ilimitado; y el acto del representante que no se aparta de las cartas del soberano, es el acto del soberano, y, por consiguiente, cada miembro de la corporación es autor de él.
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Cuando es una asamblea. Ahora bien, si el representante es una asamblea, cualquiera cosa que la asamblea decrete, y no esté autorizada por sus cartas o por las leyes, es el acto de la asamblea o cuerpo político, y es el acto de cada uno de aquellos por cuyo voto se formuló el decreto, pero no el acto de un hombre que estando presente votó en contra, ni el de ningún hombre ausente, a menos que votara por procura. Es el acto de la asamblea, porque fue votado por la mayoría; y si fue un delito, la asamblea puede ser castigada, en cuanto ello es posible, con la disolución, o la derogación de sus cartas (lo que es capital para tales corporaciones artificiales y ficticias), o (si la asamblea tiene un patrimonio común, en el que ninguno de los miembros inocentes tiene participación), por multa pecuniaria. La naturaleza ha eximido de penas corporales a todos los cuerpos políticos. Pero quienes no dieron su voto son inocentes, porque la asamblea no puede representar a nadie en cosas no autorizadas por sus cartas, y, por consiguiente, tales miembros no están involucrados en esos votos.
Cuando el representante es un hombre, si presta dinero o lo debe, en virtud de contrato, sólo él es responsable y no los miembros. Si siendo un hombre solo la persona del cuerpo político, presta dinero a un extraño, es decir, a uno que no pertenece al mismo cuerpo (las letras no necesitan fijar limitaciones a los préstamos, ya que esa restricción se deja a las inclinaciones propias de los hombres) la deuda es de los representantes. En efecto, si en virtud de sus cartas tuviera autoridad para hacer que los miembros pagasen lo que él pidió en préstamo, tendría, como consecuencia, la soberanía de ellos, y por tanto la representación sería nula, como derivada del error que es consustancial a la naturaleza humana. y por ser un signo insuficiente de la voluntad del representado; o si fuera permitida por él, entonces el representante sería soberano, y entonces el caso no correspondería a la presente cuestión, que sólo hace referencia a los cuerpos subordinados. Ningún miembro viene, por consiguiente, obligado a pagar la deuda así prestada, sino el representante mismo, porque siendo el que presta un extraño a las cartas y a la calificación del cuerpo político, comprende solamente como deudores suyos a quienes se obligan, y considerando que el representante puede comprometerse a sí mismo y a nadie más, si le tiene. a él sólo por deudor, y es, por consiguiente, quien debe pagarle, del patrimonio común (si alguno existe) o (si no hay ninguno) del suyo propio.
El caso es el mismo si la deuda se adquiere por contrato o por multa.
Cuando es una asamblea, sólo quedan obligados los que han asentido. Ahora bien, cuando el representante es una asamblea, y la deuda se debe a un extraño, son responsables de la deuda todos aquellos y solamente aquellos que dieron sus votos para el préstamo, o para el contrato que le dio origen, o para el hecho por causa del cual la multa fue impuesta, porque cada uno de los que votaron quedó, por sí mismo, comprometido al pago. En efecto, quien es autor del préstamo queda obligado al pago, incluso de la deuda entera, si bien al ser pagada ésta por uno queda, aquél, liberado.
Si la deuda es respecto a un miembro de la asamblea, sólo el cuerpo político queda obligado. Si la deuda es respecto a un miembro de la asamblea, sólo la asamblea está obligada al pago, con su propio patrimonio (si existe). En efecto, teniendo libertad de voto, si el interesado vota que el dinero debe pedirse en préstamo, vota que sea pagado; si vota que no se tome el préstamo, o está ausente, y al hacerse el préstamo lo vota, contradice su voto anterior, y queda obligado por el último, constituyéndose a la vez en prestamista y prestatario; por consiguiente, no puede solicitar el pago de una persona en particular, sino del fondo común, solamente; fallando el pago, no tiene otro remedio ni queja sino contra sí mismo, ya que conociendo los actos de la asamblea y sus posibilidades de pagar, y no siendo compelido a ello, prestó, no obstante, su dinero, en un acto de manifiesta necedad.
La protesta contra los decretos de los cuerpos políticos es, a veces legítima, pero jamás contra el poder soberano. Con esto queda evidenciado que en los cuerpos políticos subordinados y sujetos al poder soberano, resulta a veces para los miembros en particular, no sólo legal sino expeditivo protestar abiertamente contra los decretos de la asamblea de representantes, y hacer que su disentimiento quede registrado, u obtener testimonio de él; de otro modo vienen obligados a pagar las deudas contraídas, y se hacen responsables de los delitos cometidos por otras personas. Pero en una asamblea soberana esa libertad no existe, primero porque quien protesta en ella niega la soberanía, y, además, porque cualquiera cosa que se ordene por el poder soberano resulta justificado para el súbdito (aunque no siempre ante los ojos de Dios) por su mandato, ya que de semejante mandato cada súbdito es autor.
Cuerpos políticos para el gobierno de una provincia, colonia o ciudad. La variedad de los cuerpos políticos
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es casi infinita, porque no solamente se distinguen según los distintos negocios para los cuales fueron instituidos, y hay de ellos una indecible diversidad, sino que también respecto a tiempo, lugar y número están sujetos a muchas limitaciones. En cuanto a sus respectivas misiones, algunos se instituyen para la gobernación: en primer término, el gobierno de una provincia puede ser conferido a una asamblea en la cual todas las resoluciones dependan de los votos de la mayoría; entonces esta asamblea es un cuerpo político y su poder limitado por la comisión. La palabra provincia significa un encargo o cuidado de negocios que el interesado en ellos confiere a otro hombre para que administre bajo su mandato y en nombre suyo; por consiguiente, cuando en un gobierno existen diversos países que tienen leyes distintas unos de otros, o que están muy distantes entre sí, estando conferida la administración del gobierno a diversas personas, aquellas comarcas donde no reside el soberano, sino que éste gobierna por comisión, se llaman provincias. Ahora bien, del gobierno de una provincia por una asamblea que resida en la provincia misma existen pocos ejemplos. Los romanos que tenían la soberanía de varias provincias, siempre las gobernaban por medio de presidentes y pretores, no por asambleas, como gobernaban la ciudad de Roma y los territorios adyacentes. Del mismo modo cuando se enviaron colonos de Inglaterra para las plantaciones de Virginia y SommerIslands, aunque el gobierno fue en estos lugares encomendado a asambleas residentes en Londres, nunca estas asambleas encargaron la gobernación a ninguna asamblea subordinada, sino que a cada plantación se envió un gobernador. En efecto, aunque todos los hombres, cuando por naturaleza están presentes desean participar en el gobierno, en los casos en que no pueden estar presentes propenden, también por naturaleza, a encomendar el gobierno de sus intereses comunes más bien a una forma monárquica que a una forma popular de gobierno. Ello es de igual modo evidente en aquellos hombres que, poseyendo grandes dominios privados, no desean tomar sobre sí el cuidado de administrar los negocios que les pertenecen, y se deciden por confiar en uno de sus siervos, mejor que en una asamblea, ya sea de sus amigos o de sus vasallos. De cualquier modo que ocurra, podemos suponer el gobierno de una provincia o colonia encomendado a una asamblea; y lo que al respecto me interesa establecer ahora es lo siguiente: que cualquier deuda contraída por esa asamblea, o cualquier acto ilegal decretado por ella, es el acto solamente de aquellos que asienten, y no de quienes han disentido o estaban ausentes, por las razones antes alegadas. Así que cuando una asamblea resida fuera de los límites de la colonia donde ejerce el go- bierno no puede ejercitar dominio alguno sobre las personas o bienes de cualesquiera de los miembros de la colonia, ni obligarles, por razón de deuda u otra obligación, en lugar alguno, fuera de la colonia misma, puesto que no tiene jurisdicción ni autoridad de ningún género, sino que ha de atenerse a los recursos que la ley del lugar les ofrezca. Y aunque la asamblea tenga derecho para imponer una multa sobre aquellos de sus miembros que infrinjan las leyes establecidas, fuera de la colonia no tienen derecho a ejecutar dichas leyes. Y lo que se dice aquí de los derechos de una asamblea, respecto al gobierno de una provincia o de una colonia, es aplicable, también, a una asamblea para el gobierno de una ciudad, de una universidad, de un colegio, de una iglesia, o de otro gobierno cualquiera sobre las personas individuales.
Generalmente, y en todos los cuerpos políticos, si algún miembro particular se considera injuriado por la corporación misma, el conocimiento de su causa corresponde al soberano, y a quienes el soberano ha establecido como jueces para causas análogas, o designe para ese caso particular; y no a la corporación misma. Porque la corporación entera es, en ese caso, un súbdito como el reclamante. En cambio, en una asamblea soberana ocurre de otro modo: porque en ella si el soberano no es juez, aun de su propia causa, no puede haber juez en absoluto.
Cuerpos políticos para la ordenación del comercio. En un cuerpo político instituido para el buen orden del tráfico exterior, la representación más adecuada reside en la asamblea de todos los miembros, es decir, en una asamblea tal que todo aquel que arriesgue su dinero pueda estar presente en las deliberaciones y resoluciones de la corporación, si lo desea. Como prueba de ello, hemos de considerar el fin para el cual los hombres que son comerciantes, y pueden comprar y vender, exportar e importar sus mercancías, de acuerdo con sus propias decisiones, se obligan, no obstante, a sí mismos constituyendo una corporación. Es evidente que pocos comerciantes existen que con la mercancía que compran en su país puedan fletar un barco para exportarla: o con la que compran en el exterior, para traerla a su país de origen. Por consi- guiente, necesitan reunirse en una sociedad, en la que cada uno puede o bien participar en la ganancia, de acuerdo con la proporción de su riesgo, o tomar sus propias cosas y vender los artículos importados a los precios que estime convenientes. Pero esto no es un cuerpo político, ya que no tienen un representante común que les obligue a ninguna otra ley distinta de la que es común a todos los demás súbditos. El fin de su asociación es hacer su ganancia lo mayor que sea posible, lo cual se logra de dos modos, por simple compra o por simple venta, ya sea en el propio país o en el extranjero. Así que conceder a una compañía de
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mercaderes la calidad de corporación o cuerpo político, es asegurarle un doble monopolio, de los cuales uno consiste en ser compradores exclusivos, otro en ser únicos vendedores. En efecto, cuando existe una com- pañía constituida para un país extranjero en particular, sólo exporta las mercaderías vendibles en esa comarca, siendo único comprador en el propio país, y único vendedor fuera. En el país propio no hay, entonces, sino un comprador y en el extranjero un solo vendedor; las dos cosas son beneficiosas para el mercader, ya que de este modo compra en el país a un tipo más bajo, y vende en el extranjero a uno más alto. Y en el exterior sólo existe un comprador de mercancías extranjeras, y uno solo que vende en el país, cosas ambas que son, a su vez, beneficiosas para los especuladores.
De este doble monopolio, una parte es desventajosa para el pueblo en el propio país, otra para los extranjeros. Porque en el país propio, en virtud de ese género exclusivo de exportación, fijan el precio que les agrada para los productos de la tierra y de la industria, y por la importación exclusiva, el precio que les agrada sobre todos los artículos extranjeros de que el pueblo tiene necesidad; ambas cosas son desfavorables para el pueblo. Por el contrario, en virtud de la venta exclusiva de productos nativos en el exterior, y por la compra exclusiva de artículos extranjeros en la localidad, elevan el precio de aquéllos y rebajan el precio de éstos, en desventaja del extranjero. Así, cuando uno solo vende, la mercancía es más cara; y cuando uno solo compra, más barata. Por consiguiente, tales corporaciones no son otra cosa que monopolios, si bien resultan muy provechosos para el Estado, cuando estando ligados en una corporación en los mercados exteriores, mantienen su libertad en los interiores para que cada uno compre y venda al precio que pueda.
No siendo, pues, la finalidad de estas corporaciones de mercaderes un beneficio común para la corporación entera (que en este caso no posee otro patrimonio común, sino el que se deduce de las particulares empresas, para la construcción, adquisición, avituallamiento y dotación de los buques), sino el beneficio particular de cada especulador, es razón que a cada uno se le dé a conocer el empleo de sus propias cosas; es decir, que cada uno pertenezca a la asamblea capacitada para ordenar el conjunto, y le sean exhibidas las cuentas correspondientes. Por consiguiente, la representación de ese organismo debe corresponder a una asamblea en la que cada miembro de la corporación pueda estar presente en las deliberaciones, si lo desea.
Si una corporación política de mercaderes contrae una deuda con respecto a un extranjero, por actos de su asamblea representativa, cada miembro responde individualmente por el todo. En efecto, un extranjero no puede tener en cuenta las leyes particulares, sino que considera a los miembros de la corporación como otros tantos individuos, cada uno de los cuales está obligado al pago entero, hasta que el pago hecho por uno libere a todos los demás. Pero si el débito se contrae con un miembro de la compañía, el acreedor es deudor, por el todo, a sí mismo, y no puede, por consiguiente, demandar su deuda sino sólo del patrimonio común, si es que existe alguno.
Si el Estado impone un tributo sobre la corporación, se comprende que lo establece, sobre cada miembro, proporcionalmente a su riesgo particular en la compañía. En este caso no existe otro patrimonio común sino el constituido por sus riesgos particulares.
Si se impone una multa a la corporación, por algún acto ilegal, únicamente son responsables aquellos en virtud de cuyos votos fue decretado el acto, o con cuya asistencia fue ejecutado. En ninguno de los restantes puede existir otro delito sino el de pertenecer a la corporación; delito que si existe, no es suyo, puesto que la corporación fue ordenada por la autoridad del Estado.
Si uno de los miembros se hace deudor a la corporación, puede ser perseguido por la corporación misma, pero ni sus bienes pueden ser incautados ni su persona reducida a prisión por la autoridad de la corporación, sino, sólo, por la autoridad del Estado. En efecto, si pudiera hacerlo por su propia autoridad, podría, por esa autoridad misma, juzgar que la deuda es debida, lo cual significa tanto como ser juez de su propia causa.
Un cuerpo político para el consejo que ha de darse al soberano. Estas corporaciones instituidas por el gobierno de los hombres o para la regulación del tráfico son o bien perpetuas o para un tiempo fijado por escrito. Existen, también, corporaciones cuya duración es limitada solamente por la naturaleza de sus negocios. Por ejemplo, si un monarca soberano o asamblea soberana considera oportuno dar orden a las ciudades y otras diversas partes de su territorio para que le envíen sus diputados para que le informen de la
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situación y necesidades de los súbditos, o para deliberar con él acerca de la promulgación de buenas leyes, o por cualquier otra causa, mediante una persona que representa la comarca entera, tales diputados, teniendo un lugar y un tiempo fijos de reunión, son entonces y allí una corporación política que representa a cada uno de los súbditos del dominio, pero solamente para las cuestiones que sean propuestas a ellos por la persona o asamblea que en virtud de su autoridad soberana ordenó su venida; y cuando se declare que nada más debe proponerse ni ser debatido por ellos, la corporación queda disuelta. En efecto, si fueran representantes absolutos del pueblo, entonces constituirían una asamblea soberana, y existirían dos asambleas soberanas o dos soberanos sobre el mismo pueblo, lo cual sería incompatible con la paz del mismo. Por tanto, donde una vez existió una soberanía, no puede haber representación absoluta del pueblo sino por mediación de ella. Y en cuanto a la amplitud con que una corporación representará al pueblo entero, queda fijada en el escrito de convocatoria. Porque el pueblo no puede elegir sus diputados para otra finalidad que la expresada en el escrito dirigido a ellos por su soberano.
Un cuerpo regular privado, legal, como una familia. Son corporaciones privadas, regulares y legales las constituidas sin documentos u otra autorización escrita, salvo las leyes comunes a todos los demás súbditos. Como están unidas en una persona representativa, son consideradas como regulares; tales son todas las familias en las que el padre o la madre ordena la familia entera. El jefe en cuestión obliga a sus hijos y sirvientes, en cuanto la ley lo permite, aunque no más allá, porque ninguno de ellos está obligado a la obediencia en aquellas acciones cuya realización está prohibida por la ley. En todas las demás acciones, durante el tiempo en que están bajo el gobierno doméstico, están sujetos a sus padres y dueños, como inmediatos soberanos suyos. En efecto siendo el padre y el dueño, antes de la institución del Estado so- beranos absolutos de sus familias, no pierden, posteriormente, de su autoridad sino lo que la ley del Estado les arrebata.
Cuerpos privados regulares, pero ilegales. Son corporaciones privadas regulares, pero ilegales, aquellas que están unidas en una persona representativa, sin autoridad pública en absoluto; tales son las asociaciones de mendigos, ladrones y gitanos, constituidas para mejor ordenar su negocio de pedir y robar, así como las cor- poraciones de individuos que, por autorización de un extranjero, se reúnen en dominio ajeno para la más fácil propagación de doctrinas, y para instituir un partido contra el poder del Estado.
Sistemas irregulares, tales como las ligas privadas. Los sistemas irregulares por naturaleza como las ligas y, a veces la mera concurrencia de gentes, sin nexo de unión para realizar un designio particular, ni estar obligados uno a otro, sino procediendo solamente por una similitud de voluntades e inclinaciones, resultan legales o ilegales según la legitimidad o ilegitimidad de los diversos designios particulares humanos que en ellas se manifiestan. Este designio debe interpretarse según los casos.
Como las ligas se constituyen comúnmente para la defensa común, las ligas de súbditos son en un Estado (que no es sino una liga que reúne a todos los súbditos), en la mayoría de los casos, innecesarias, y traslucen designios ilegales; son, por esta causa, ilegales, y se comprenden por lo común bajo la denominación de facciones o conspiraciones. En efecto, siendo una liga la unión de individuos ligados por pactos, si no se ha dado poder a uno de ellos o a una asamblea (tal ocurre en la situación de mera naturaleza para obligar al cumplimiento, la liga es válida tan sólo en cuanto no suscita justa causa de desconfianza: por consiguiente, las ligas entre Estados, sobre las cuales no existe ningún poder humano es- tablecido para mantenerlos a raya, no sólo son legales, sino también provechosas por el tiempo que duran. En cambio, las ligas de súbditos de un mismo Estado, donde cada uno puede obtener su derecho por medio del poder soberano, son innecesarias para el mantenimiento de la paz y de la justicia, e ilegales si su designio es pernicioso o desconocido para el Estado. En efecto, toda conjunción de fuerzas realizada por individuos privados, es injusta cuando abriga una intención maligna; si la intención es desconocida, esas ligas resultan peligrosas para la cosa pública e injustamente secretas.
Intrigas secretas. Si el poder soberano reside en una gran asamblea, y un número de componentes de la misma, sin la autorización oportuna, instigan a una parte para fijar la orientación del resto, tenemos una facción o conspiración ilegal, ya que resulta una fraudulenta dedicación de la asamblea, para los particulares intereses de esos pocos. Ahora bien, si aquel cuyo interés privado se discute y juzga en la asamblea trata de ganar tantos amigos como pueda, no comete injusticia, porque en este caso no forma parte de la asamblea. Y aunque compre tales amigos con dinero, siempre que no lo prohiba la ley expresa, ello no constituye injusticia. En ciertas ocasiones, tal como los hombres se comportan, la justicia no puede lograrse sin dinero; y cada uno puede pensar que su propia causa es justa, hasta que sea oído y juzgado.
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Feudos de familias privadas. En todos los Estados, si un particular entretiene más siervos de los que exige el gobierno de sus bienes y el legítimo empleo de los mismos, se constituye una facción, lo cual es ilegal. En efecto, teniendo la protección del Estado, no necesita para su defensa apoyarse en una fuerza privada. Y aunque en naciones no del todo civilizadas, varias familias numerosas han vivido en hostilidad continua, haciéndose objeto de mutuas invasiones en las que hicieron uso de la fuerza privada, resulta evidente por demás que lo hicieron de modo injusto, o bien que no estaban constituidas en Estado.
Facciones para el gobierno. Lo mismo que las facciones de parientes, así también las que se proponen el gobierno de la religión, como las de papistas, protestantes, etc., las de patricios y plebeyos en los antiguos tiempos de Roma, y las de aristócratas y demócratas en los de Grecia, son injustas, como contrarias a la paz y a la seguridad del pueblo y en cuanto arrancan el poder de las manos del soberano.
La reunión de gente es un sistema irregular cuya legalidad o ilegalidad depende de la ocasión y del número de los reunidos. Si la ocasión es legal y manifiesta, la reunión es legal, por ejemplo, la usual asamblea de gentes en la iglesia o en una exhibición pública, en número acostumbrado; porque si el número es extraordinariamente grande la justificación no es evidente, y, por tanto, quien no puede dar, individualmente, razón adecuada de su presencia allí, debe considerarse animado de un designio ilegal y tumultuoso. Puede ser legal que un millar de hombres se reúna para formular una petición a un juez o magistrado; sin embargo, si un millar de hombres viene a presentarla, tenemos una asamblea tumultuosa, ya que para ese propósito bastarían uno o dos. Ahora bien, en casos como éste no es un número fijo lo que hace ilegal una asamblea, sino un número tal que los funcionarios presentes no sean capaces de sojuzgar y reducir a la normalidad legal.
Cuando un número desusado de personas se reúne contra un hombre al que acusan, la asamblea es un tumulto ilegal, ya que hubieran bastado unos pocos o un hombre solo para formular su acusación al magistrado. Tal fue el caso de San Pablo en Efeso, cuando Demetrio y un gran número de personas condujeron dos de los amigos de Pablo ante el magistrado, diciendo a una: Grande es Diana de los Efesios; éste era su modo de demandar justicia contra aquél, por enseñar a las gentes una doctrina que iba contra su religión y sus negocios. En este caso la ocasión, teniendo en cuenta las leyes del pueblo, era justa; sin embargo, la asamblea se estimó ilegal, y el magistrado les reprendió por ello, con estas palabras: Si Demetrio y los demás obreros pueden acusar a alguien de alguna cosa, existen audiencias y diputados; que se acusen, pues, uno a otro. Y si tenéis alguna otra cosa que pedir vuestro caso puede ser juzgado en una asamblea convocada legítimamente. Porque estamos en peligro de ser acusados de sedición en estos días, ya que no existe motivo por el cual una persona pueda dar una razón de esta asamblea de gentes i. Por ello, a una asamblea de la que las gentes no pueden dar justa cuenta, la llamaban una sedición, de tal naturaleza que no puede justificarse. Y esto es todo cuanto tengo que decir respecto a los sistemas y asambleas del pueblo, que pueden ser comparadas, como digo, a las partes semejantes del cuerpo humano; las legítimas a los músculos; las ilegales a los tumores, cálculos y apostemas, engendrados por la antinatural confluencia de humores malignos.
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