Entrevista: Política, metapolítica y modernidad. El caso de España.
Con una adenda sobre la idea de Ortega de la “crisis del hombre
europeo”
Autor: Juan Bautista Fuentes
Nota: Durante el curso 2012-2013 un grupo de estudiantes y recién licenciados de la
Facultad de Filosofía de la U. C. M. vinculados a la Asociación Interdisciplinar de
Filosofía realizaron un seminario sobre dos libros de Gustavo Bueno, El mito de la
izquierda y El mito de la derecha. A resultas de dicho seminario estos estudiantes
formularon una Entrevista que nos hicieron llegar a algunos profesores de filosofía con
la solicitud de que respondiéramos a ella. El texto que sigue contiene las preguntas de
dicha Entrevista y mis respuestas a las mismas. Con independencia de la difusión que en
su momento los mencionados estudiantes puedan dar a las diversas respuestas a su
Entrevista, he decidido editar ahora mis respuestas como E-print de la U. C. M.
principalmente por lo siguiente: porque he redactado éstas de manera que vienen a
constituir, en ciertos respectos importantes, un desarrollo y precisión de mis
planteamientos antropológico-filosóficos sobre la cuestión de las relaciones entre
metapolítica, política y modernidad que ya he podido comprobar que están teniendo una
acogida interesada entre los lectores a los que he hecho llegar dichas respuestas y
porque éstas constituyen asimismo un “material docente” de algún interés como
complemento de mis cursos sobre Antropología filosófica en nuestra Facultad de
Filosofía.
Por lo demás, debo hacer dos observaciones. La primera es que el titulo con el
que he rotulado mis respuestas a dicha Entrevista lo he elegido yo en función del
contenido de las mismas. Y la segunda es que yo no he leído los dos libros de Gustavo
Bueno sobre los que se realizó el seminario, y ello sin perjuicio de que pueda tener
algún conocimiento general sobre todo de los primeros escritos de la obra de este autor.
Por tanto, cualesquiera que pudieran ser las relaciones (de coincidencia, confluencia,
polémicas, o las que fueren) entre las ideas aquí expuestas por mí y las sostenidas en
concreto por Bueno en estos dos libros suyos no han podido ser naturalmente objeto de
ninguna intención deliberada por mi parte.
Primera Pregunta: ¿Qué rango cabe atribuir a la Nación Política (la surgida tras la
Revolución francesa) en el análisis filosófico político de la realidad contemporánea,
frente a categorías o instituciones como las clases sociales, los llamados Mercados,
FMI, OTAN, UE, o BRICS, por citar algunos?
Respuesta:
A mi juicio, mejor que hablar de “Nación política” sería hablar de “Estados
Nacionales” modernos para destacar que el factor clave de esta nueva forma
sociopolítica de organización, característicamente moderna, y por tanto en sus orígenes
ya anterior, como luego veremos, a la Revolución francesa, reside precisamente en el
Estado. Y dichos Estados nacionales modernos se forman en efecto, según sostengo, a
resultas de la refundición de las unidades sociopolíticas regionales previas
(aproximadamente, las naciones étnicas medievales) en unas nuevas unidades políticas
que van a estar dadas ya desde luego a una nueva escala y dotadas de una nueva forma
política, que es la que precisamente se configura debido a las pugnas que estos nuevos
2
Estados que se están formando pueden llegar y de hecho llegan a mantener entre sí por
el dominio imperial mundial, predominantemente económico-técnico, y por ello
“depredador”, de los nuevos territorios y pueblos planetarios que los nuevos recursos
técnicos de estas sociedades están poniendo ya a su alcance.
Ello quiere decir varias cosas: la primera es que con el despunte histórico de la
Modernidad —que abarcaría lo que los historiadores han denominado “Edad moderna”
y “Edad contemporánea”— ha comenzado a generarse ya el proceso de “abstracción” o
desprendimiento de las nuevas relaciones económico-técnicas de los marcos
comunitarios previos, de entrada no económicos, a los que dichas relaciones se
encontraban todavía relativamente subordinadas —en la vieja Europa cristiana
premoderna, en efecto— y la consiguiente y paulatina “reducción” de dichos marcos a
estas nuevas relaciones económicas cada vez más puramente abstractas.
Así pues, me parece que el motor, o el factor polarizador y dinamizador de la
formación y del decurso de estos nuevos estados nacionales europeos, y sólo a través
suyo de sus nuevas naciones políticas, es la posibilidad misma, sin duda puesta
inmediatamente en acto o llevada a cabo, de enfrentamiento mutuo por el dominio,
predominantemente económico-técnico, de cualesquiera terceros pueblos y territorios
planetarios posibles. Lo cual quiere decir que siempre nos encontraremos, vinculados
internamente a cada uno de estos nuevos estados nacionales, con el proyecto siquiera de
un nuevo imperio predominantemente depredador o económico-técnico, que si resulta
de facto disminuido o frenado o desviado en su pujanza imperial depredadora será por la
comparativa fuerza mayor de otros imperios económico-técnicamente más potentes.
Ello supone por tanto que a partir de este momento histórico, el destino de lo que fuera
la vieja Europa premoderna cristiana (o sea católica), se ha visto ya radicalmente
transformado en el sentido de verse la nueva Europa abocada a una lucha geo-histórico
política virtualmente ilimitada, de factura ya estatal-imperial depredadora, de “todos
contra todos” por el dominio económico-técnico del mundo, una lucha ésta en donde las
posibles y eventuales treguas, o alianzas, entre estados o bloques estatales responderán
siempre al juego de los mencionados inexorables enfrentamientos mutuos. Y éste ha
sido en efecto a mi juicio el hilo conductor de sentido que nos permite entender la
Historia “moderna” y “contemporánea” occidental —primero europea, y luego además
anglonorteamericana—, ya desde la “primera guerra civil europea”, que no fue otra sino
la “guerra de los treinta años”, cuyo final, con la paz de Westfalia, dibuja ya el destino
inexorable de esta nueva Europa, hasta las dos “guerras mundiales” del pasado siglo
XX, que vistas desde nuestra actual perspectiva podemos considerar ya como la Gran
Guerra Civil Europea del siglo de la industria desarrollada, hasta llegar por supuesto al
estado de la actual Europa de la sedicente Unión Europea, que no es sino el escenario de
una implacable lucha por la hegemonía económica de sus diversos estados o bloques de
estados, en la que, una vez más, y después de sus sucesivos resurgimientos tras sus
derrotas en las dos guerras mundiales anteriores, Alemania vuelve a pujar, y por el
momento a lograr, el dominio del resto de las naciones políticas de eso que seguimos
llamando de un modo intrínsecamente confuso “Europa”.
En este sentido, para contestar a la cuestión específica que planteáis desde las
coordenadas que acabo de esbozar, es preciso advertir que la Modernidad ha consistido
fundamentalmente en la progresiva formación de esa tenaza entre cuyos dos brazos, el
político de factura estatal-imperial depredadora, y el formado por las relaciones cada
vez más meramente económico-técnicas, ha ido quedando cada vez más reducida y
3
anegada la vida comunitaria previa europea, que no era de suyo ni meramente
económica ni política-estatal (y sobre la que ciertamente he de hablar más por extenso
al contestar a vuestra última pregunta), una tenaza ésta en la que sin duda ha sido el
“brazo” precisamente político-estatal el que ha hecho posible, formateándolas y
encauzándolas o dirigiéndolas, tanto la formación de los mercados mundiales como la
de las pugnas por sus dominios económicos. Ello quiere decir, claro está, que no existe
ni ha existido nunca, ni creo que pueda existir, un presunto “mercado libre global” —
como fingen suponer los teóricos del liberalismo económico ilimitado—, pues la propia
formación histórica, para decirlo en los términos de Polanyi, de un mercado “unificado”
y “emancipado” —de “precios fluctuantes” en cuanto que sometido al principio de la
“ganancia ilimitada”—, frente a los previos mercados “aislados” aún contenidos por sus
comunidades locales, no ha consistido en realidad en otra cosa más que en la formación
de una inexorable pluralidad de mercados como espacio económico de lucha mundial
ilimitada de los diversos bloques geo-históricos estatales-imperiales. Así pues, todo lo
que en realidad tiene de “global” y de “unificado” el actual mercado mundial
supuestamente unificado y global es lo que tiene de campo económico de
enfrentamiento mundial o global entre los diversos bloques estatales-imperiales
implicados en el dominio de dichos mercados. Se comprende, entonces, en resolución,
que esas formaciones económicas tales como el FMI o el BCE o la propia UE y otras
afines no sean en realidad sino el espacio económico, nunca homogéneo sino siempre
internamente irregular y multi-fragmentado por los intereses políticos estatales-
imperiales que pugnan entre sí por dominar dicho espacio en donde precisamente tienen
lugar esta pugnas ilimitadas de todos contra todos.
Y por lo que toca a las clases sociales, que justamente en cuanto que clases
socio-económicas son sin duda ya una formación característicamente moderna, la
cuestión es que sus indudables enfrentamientos mutuos —de muy diversa intensidad
según los momentos y lugares— han consistido justamente en unos enfrentamientos
económicos que, en determinados casos, han podido mantenerse, sin alterarlos
decisivamente, dentro de y por tanto subordinados a las formas establecidas y a los
intereses de cada uno de los estados de los que formaban parte, justamente en los casos
en que dichos estados eran capaces de mantener una suficiente autonomía o hegemonía
político-económicas frente a otros (como fue el caso de las luchas socioeconómicas
hegemonizadas por las socialdemocracias clásicas en la Europa desarrollada, o de los
“obreros reformistas de cuello blanco”, al decir de Lenin). Por otro lado, sin embargo,
en los casos de aquellos otros estados que se encontraban en una situación de
dependencia económico-estatal colonial o semicolonial respecto de otros estados más
potentes, se hizo posible apoyarse en los enfrentamientos socio-económicos entre clases
hasta el punto de transformar (revolucionariamente) las formas estatales constituidas e
imponerse a los intereses de las clases económicas nacionales dirigentes, ambas sin
duda serviles respecto de las potencias dominantes, pero precisamente al objeto de
instaurar unas revoluciones estatales nacionales capaces de planificar y controlar lo más
estrictamente posible el funcionamiento y desarrollo económicos de sus sociedades
mediante la construcción del mayor capitalismo de estado posible que permitiese
liberarse de aquellas dependencias coloniales. Y en no otra cosa, repárese, han
consistido de hecho las efectivas revoluciones denominadas “socialistas” que tuvieron
lugar durante el pasado siglo: en la toma del poder del Estado por parte de alguna
oligarquía político-estatal tan minoritaria como decidida, que siempre tuvo lugar en
naciones con una industria incipiente a la vez que sometidas a una fuerte dependencia
colonial o semicolonial, y dirigida a instaurar un control estatal férreo del desarrollo
4
económico industrial precisamente capaz de hacer frente a la dependencia económica y
política colonial en la que se encontraban. En este sentido, el apoyo, que pudiera parecer
paradójico, de estas revoluciones sobre una clase social “proletaria” que sin embargo
apenas existía debido a lo incipiente del desarrollo industrial de estas naciones, se
comprende precisamente a partir de la posibilidad de fabricar, abstracto-
económicamente, y prácticamente desde cero, como se habrían de fabricar no menos
abstracto-técnicamente las instalaciones industriales de “nueva planta”, y por tanto de
un modo estrictamente estatal-totalitario, un proletariado industrial asimismo de
“nueva planta” (ese “hombre nuevo”, en efecto, máximamente abstracto) que resultase
precisamente acorde con la fabricación totalitaria de esa sociedad industrial capaz de
alcanzar su soberanía estatal en la lucha frente a otras naciones o bloques políticos, y
por lo mismo, obsérvese, de poder proseguir de este modo, si bien ya en otras
condiciones de mayor pujanza, el mismo tipo de pugna estatal-económica que
caracteriza estructuralmente a la sociedad moderna.
Por lo demás, me parece esencial señalar en el contexto de lo anteriormente
dicho que el Imperio hispánico, debido a la singular manera histórica de constitución de
la unidad política española, constituyó una excepción crítica de primera importancia por
comparación con los demás Imperios modernos predominantemente depredadores. Pues
España, en efecto, antes que ser un Estado nacional más, analogable a los de su entorno
histórico-geográfico, fue ya desde la Edad Media, y precisamente en virtud de su lucha
de Reconquista frente al Islam, un proyecto imperial comunitario universal ilimitado
(en cuanto que católico) entretejido entre las comunidades particulares o locales ibéricas
—y de nuevo debo remitirme a lo que os diré en la última pregunta acerca de lo que
entiendo por “comunidad universal ilimitada” y su relación con el catolicismo. Una
comunidad universal ilimitada ésta que, por tanto, y una vez expulsado el Islam del
suelo peninsular, no podía ni quería limitarse a sus fronteras geográficas ibéricas, sino
que, movida por su propio impulso comunitario universal ilimitado, se veía llevada a
extenderse ilimitadamente por todo el orbe. Y ello tanto frente al Islam en el
Mediterráneo, como frente a las nuevas naciones protestantes en el continente europeo,
como frente a los Imperios depredadores de estas naciones en los mares y continentes de
todo el mundo. Pues fue España, en efecto, la que no sólo estableció la unidad geofísica
del orbe mediante la circunvalación del planeta, sino la que a su vez se propuso
propagar la universalidad comunitaria ilimitada por ese mundo planetario que había
construido. De este modo, fue España la que mediante su Imperio hispano mantuvo
erguido por primera y única vez en la Historia Universal un proyecto efectivamente
comunitario universal ilimitado (en cuanto que católico), tanto por su intención formal
como por su extensión planetaria. Un proyecto éste que pudo mantener erguido hasta
donde le acabaron dejando las potencias imperiales depredadoras protestantes que se
acabaron mostrando naturalmente más fuertes desde el punto de vista económico y
técnico como justamente se correspondía con su condición de potencias
predominantemente económico-técnicas indiferentes a la vida comunitaria.
(Como veis, no he podido dejar ya de usar conceptos como los de “comunidad”,
“comunidad universal ilimitada” y “catolicismo”, de los cuales ciertamente depende una
comprensión cabal de cuanto os voy a decir como respuesta a vuestras cuatro primeras
preguntas, pero que, por respetar el orden de las mismas, sólo podré aclarar y desarrollar
en la respuesta a vuestra última pregunta. Por lo demás, me permito señalar que una
exposición más desarrollada y sistemática de buena parte de cuanto aquí os pueda decir
5
sobre estas cuestiones la podréis encontrar en el capítulo octavo de mi libro de 2009 La
impostura freudiana.)
Segunda Pregunta: Desde la Revolución francesa, la soberanía se ha ligado a la
Nación Política; teniendo en cuenta la pugna entre instituciones como las mencionadas
anteriormente, ¿se puede seguir vinculando la soberanía de manera unívoca a la
Nación Política?, ¿sólo es poder político el poder del Estado?
Respuesta:
Por lo dicho anteriormente, se puede sin duda colegir que los Estados nacionales
modernos tienden inexorablemente a absorber en su seno todo otro posible poder social
distinto del suyo, tanto los poderes comunitarios consuetudinarios premodernos,
siempre locales, plurales y diversos, y que suponemos que son precisamente los
fundadores y legitimadores del Derecho, del verdadero derecho en cuanto que
consuetudinario por comunitario, como desde luego todo vestigio de esos antiguos
poderes políticos, asimismo plurales y locales, que suponemos que precisamente
actuaban en función de dicho tipo de Derecho verdaderamente legitimado en cuanto que
comunitario y consuetudinario. Pero sin duda donde este estado de cosas cristaliza y
adquiere una configuración arquetípica es a raíz de la Revolución francesa, y la cuestión
es que creo que puede entenderse adecuadamente el lugar y el sentido históricos de
dicha revolución a partir de mi idea, que aquí os esbozo muy sumariamente, de las tres
fases que caracterizan el desarrollo histórico de la Modernidad (idea cuyo desarrollo
podréis encontrar en el mencionado capítulo octavo de mi libro La impostura
freudiana).
Pues me parece en efecto que dicho despliegue histórico puede ser entendido
como discurriendo a través de estas tres fases principales, a saber: la primera, que
podemos considerar como la fase de “decantación”, y que identificamos ante todo con
la formación de los primeros Estados nacionales modernos en cuanto que “Estados
absolutos”; la segunda, que podríamos considerar como la fase de “precipitación”, y
que justamente sería preciso identificar con las revoluciones políticas modernas, y muy
en especial con la que constituye su paradigma y luego prototipo de todas las demás
ulteriores revoluciones, que es sin duda la francesa, y por último la fase de
“cristalización”, que debe ser cifrada en la formación de la sociedad industrial, y que es
la que dibuja sin duda el horizonte histórico de nuestro tiempo.
En efecto: podemos comprender, para empezar, que la forma política que ya
debieron adoptar los “estados absolutos” del denominado “antiguo régimen”, o sea las
nuevas Monarquías ya configuradas según el formato de los nuevos estados modernos,
hubiera de ser precisamente la del estado ab-soluto, es decir, el estado que ya comienza
a configurarse como ab-suelto o desprendido de sus posibles referentes meta-políticos
en cuanto que comunitarios, que sin duda ya comienzan a disolverse por efecto de su
inicial reducción abstracta económico-técnica, y que por tanto puede comenzar a
cernirse sobre la vida social sub-política que cae bajo su nueva soberanía, sin duda cada
vez más destejida comunitariamente, desde una nueva “razón de estado” efectivamente
absuelta de dichas referencias. De este modo, en los estados absolutos podemos ya
encontrar, como decía, “decantándose” el principio o el germen de lo que llegará a ser el
totalitarismo moderno, es decir, ese tipo de proyecto, que sólo puede albergar un estado
moderno, de envolver y abarcar mediante la sola acción política directa de dicho
6
estado, intencionalmente en su totalidad e integridad, la vida social comunitaria sub-
política de una sociedad que va quedando ya en efecto “preparada” para dicha operación
en la medida en dicha vida comunitaria va siendo sometida a su creciente reducción
abstracta económico-técnica, de suerte que, en efecto, como decíamos, los dos brazos, el
tecno-económico y el político, de la tenaza “moderna” comiencen a cernirse y
estrecharse sobre la vida social comunitaria de entrada no meramente económica ni
política y a reducirla y anegarla mediante semejante “abrazo” antropológicamente letal.
Y es este germen del totalitarismo ya incubado como digo en el Estado absoluto
el que precisamente va a “precipitarse” merced a las primeras revoluciones políticas
modernas. Pues el sentido histórico en efecto de estas revoluciones, y muy
especialmente de la que constituyó su realización más plena y por ello luego el prototipo
de las que más adelante vendrían de la mano de la sociedad industrial, que es sin duda la
Revolución francesa, va a consistir precisamente en esto: en llevar a cabo una
depuración o perfeccionamiento selectivo del propio estado absoluto previo y de su
sociedad correspondiente, consistente en lograr la mayor disolución posible, efectuada
mediante la acción directa del Estado, de los últimos restos de vida social sub-política
donde aún pudiera tener lugar con alguna pujanza la vida comunitaria y
consuetudinaria, al objeto precisamente de que el Estado pueda ahora cernirse sobre una
sociedad de este modo ya “preparada” para poder ser diseñada en lo sucesivo lo más
posible “desde cero”, o sea desde la mayor ausencia posible de vida sub-política
comunitaria y consuetudinaria históricamente dada, mediante un nuevo proyecto de
sociedad que no podrá ya dejar de ser inexorablemente abstracto, es decir, lo más
abstraído o desprendido posible de toda posible vida social comunitaria y
consuetudinaria efectiva. Y a este respecto es importante advertir que esta nueva acción
política directa del Estado sólo podrá tener lugar mediante una nueva configuración del
Derecho, aquella que en efecto consiste en la “política jurídica” o “legislativa” que el
Estado lleva a cabo desde sus propios planes, y que en realidad no tiene otra fuente de
legitimación más que el propio ejercicio del poder del Estado, a diferencia precisamente
del anterior derecho emanado desde la propia vida comunitaria y consuetudinaria que
actuaba legitimado por dicho tipo de vida y a su vez y por ello como legitimador de la
acción política premoderna.
Y estas revoluciones sólo tendrán su lugar y sentido, a su vez, claro está, en el
mismo tipo de contexto histórico dentro del cual ya se habían generado por su parte los
estados absolutos, o sea el contexto de las pugnas mundiales entre los modernos estados
imperiales depredadores, pues lo que dichas revoluciones ciertamente vinieron a hacer
es llevar a cabo una eficaz purga o depuración de los restos de vida social comunitaria y
consuetudinaria que les permitieran aligerarse de la carga que dichos tipos de vida aún
comportaban a la hora de proseguir, ya con un nuevo nivel de intensidad y con una
mayor desenvoltura, su pugna mundial depredadora de orden cada vez más tecno-
económico-abstracto. En este sentido, por ejemplo, qué duda cabe de que el Imperio
napoleónico fue ciertamente la culminación estabilizada de los efectos históricos de la
revolución francesa.
En este sentido, mi idea es que la Revolución francesa, por antonomasia, y con
ella, como ahora diré, la ideología de la Ilustración internamente asociada a su realidad
histórica, supone ciertamente el pórtico o el umbral de todos los ulteriores totalitarismos
políticos de la sociedad ya industrial, y por lo mismo la configuración arquetípica y
prototípica de lo que bien podemos considerar como el proceso histórico
7
contemporáneo de la disolución antropológica del mundo, es decir, de la disolución del
sentido de la vida humana misma (en cuanto que comunitaria) en el mundo, anegada sin
duda entre medias de los mencionados dos brazos de esa tenaza moderna que en efecto
adquiere como digo su configuración arquetípica y prototípica en dicha revolución y en
su ideología asociada, la Ilustración.
Pues debemos en efecto reparar en que el proyecto totalitario de diseñar, lo más
posible “desde cero”, una sociedad que fuese —idealmente— lo más políticamente
perfecta posible en cuanto que capaz de organizar, mediante la acción directa del
Estado, unas relaciones económico-técnicas a su vez lo más perfectas posibles, y por
tanto una sociedad purgada o depurada lo más posible de sus instancias sociales
“intermediarias comunitarias y consuetudinarias” (“intermediarias” justamente entre los
“individuos económico-abstractos” y el Estado), que sólo pueden ser percibidas como
rémoras de semejante perfección ideal, es el que justamente se corresponde con los que
podemos considerar como los dos principales puntales, internamente ligados, del
proyecto y del pensamiento ilustrado, a saber: por un lado, semejante diseño supone una
idea de razón máximamente abstracta o “pura” en cuanto que justamente
autoconcebida como enteramente abstraída de la historia efectiva y concreta, y por
tanto de la complejidad real concreta de la vida históricamente dada en cada caso o
circunstancia histórica. Y es precisamente por ello por lo que semejante razón “pura”
en cuanto que intencionalmente a-histórica se permite diríamos que el lujo de
autoconcebirse como capaz de dominar o controlar en la práctica, desde esa su presunta
pureza a-histórica o atemporal, a la historia humana real por venir de un modo, de
nuevo, que se quiere idealmente perfecto, es decir, mediante la idea-fuerza,
enteramente característica de la Ilustración, de un “Progreso” concebido como
continuo, ininterrumpido e indefinido en cuanto que orientado en el sentido de una
perfectibilidad humana ilimitada, que es la que resultaría, claro está, de la aplicación
práctica a la vida humana de esa presunta razón pura. Mas resulta que por lo mismo, o
sea debido a la condición idealmente pura y perfecta de semejante proyecto, todo el
contenido real que el mismo es capaz de albergar no ha sido de hecho más que el de
una sociedad que fuese idealmente perfecta desde los solos y abstractos puntos de vista
político y económico, o sea y precisamente desde la perspectiva de los dos brazos de esa
tenaza moderna que según han ido estrechándose sobre la vida humana real han acabado
anegando esa vida humana histórica real, concreta y compleja, siempre inexorablemente
comunitaria y consuetudinaria, y abocándonos por ello al desierto antropológico
nihilista más letal.
(Y a propósito de la idea de razón “pura”, por cierto, me vais a permitir que,
entre paréntesis, os aconseje encarecidamente la lectura y el estudio de la crítica que,
desde su idea de la “razón histórica”, Ortega pudo hacer de todo el intelectualismo o
racionalismo modernos, así como del idealismo alemán en su conjunto, y muy en
especial del núcleo de dicho idealismo, que es justo la idea de razón “pura”, esa razón
que por quererse abstractamente a-histórica no sólo resulta irremediablemente utópica,
sino que además trae consigo unas consecuencias prácticas letales para la historia
humana real. Toda la obra de Ortega gira ciertamente sobre este motivo, pero yo aquí os
aconsejo que comencéis por leer ante todo El tema de nuestro tiempo, de 1923, y muy
especialmente su capítulo tercero titulado “Relativismo y racionalismo”, y por supuesto
el Prólogo para alemanes que Ortega le puso en 1934 a este libro suyo con la intención
de realizar su ajuste personal de cuentas con su formación académica alemana, y
ciertamente también su ensayo El ocaso de las revoluciones, asimismo de 1923. Estos
8
tres textos constituyen a mi juicio una muy buena profilaxis intelectual frente a todo el
idealismo moderno).
Pues bien, la cuestión es que esta “tenaza” moderna de la que hablamos debe sin
duda reconocerse actuando no sólo en el caso de la tradición de la “Ilustración política
revolucionaria” (si se quiere, democrático-republicana), que es sin duda su lugar de
elección por antonomasia, sino también, aun cuando de otro modo, en el caso de la
tradición, que se quiere más moderada o conservadora, generalmente autodenominada
como “Ilustración liberal”. En el primer caso, como digo, por antonomasia, desde el
momento en que lo que se pide es que sea la acción directa del Estado la que organice
sin resquicios, o sea sin intermedios comunitarios consuetudinarios que pudieran trabar
dicha acción, la totalidad de la vida social, que de este modo no puede sino ser una vida
abstractamente reducida y anegada económico-técnicamente. Se comprende entonces
desde luego que éste haya sido el prototipo teórico que luego acabaría culminando, en el
seno ya de la sociedad industrial, en los proyectos de revolución socialista como
pretendidos proyectos de un final total definitivo de la historia que se supone que
traerían la “plenitud de los tiempos” en este mundo, o la “autorrealización plena de la
humanidad”. Pero también resulta que la denominada Ilustración liberal puede acabar
colaborando a la anegación del mundo mediante la mencionada tenaza económico-
política, si bien de otro modo. Todo depende del sentido que le demos al término
“liberal”, uno de los conceptos ciertamente más polisémicos, imprecisos y aun vidriosos
del vocabulario filosófico, moral y político, de la edad moderna y contemporánea. Pues
si por “liberalismo” se entiende exclusivamente el liberalismo económico ilimitado, que
por tanto ha de asumir la idea de un supuesto mercado libre tendencialmente unificado y
global de modo ilimitado como el modo más perfecto de organizar la vida social
humana en el mundo, entonces semejante idea labora sin duda asimismo en el sentido
de la mencionada tenaza moderna económico-política, y además de un modo
característicamente cínico por falso, aun cuando ciertamente a su modo, es decir,
buscando la menor planificación política posible del juego de los mercados, pero sí lo
imprescindible como para mantener los intereses del bloque o el estado político del que
se forma parte. Pues como hemos visto, no hay en realidad otro mercado unificado
global más que el campo económico de batalla donde luchan mundialmente sin tregua
los diversos bloques estatales geo-históricos, razón por la cual, cuando el liberal pide un
mercado libre global no deja nunca de estar presuponiendo, aunque no lo diga, y de ahí
su cinismo, la acción política y los intereses económicos del estado o del bloque estatal
del que sin duda forma parte y cuya hegemonía busca proseguir. En realidad, el
liberalismo económico ilimitado viene a ser la ideología de preferencia de los sectores
económicos más privilegiados de aquellos bloques estatales que permanecen
geopolíticamente dominantes, y mientras permanecen dominantes, mientras que la
ideología del socialismo revolucionario ha sido la ideología de las oligarquías políticas
dirigentes de aquellos estados económica y políticamente dependientes que, como ya
dije, se vieron llevados a hacer sus revoluciones estatales nacionales orientadas a
edificar un capitalismo de estado capaz de hacer frente a aquella dependencia.
A su vez, y por su parte, ya he señalado que las socialdemocracias clásicas
fueron la ideología preferente de los intereses socio-económicos del inicial proletariado
industrial contemporáneo que sólo hasta cierto punto se enfrentaban a los de sus
burguesías nacionales, y que por tanto no necesitaban transformar la esencial
configuración política y económica de sus sociedades, y ello justamente en la medida
en que éstas eran capaces de mantener su hegemonía o al menos su autonomía
9
económico-política frente a otras. Lo cual nos pone por cierto sobre la pista para
comprender, asimismo, el perfil que acabarían adoptando las ulteriores
socialdemocracias desarrolladas a partir del desenlace de la segunda guerra mundial en
las naciones vencedoras de dicha guerra que no cayeron bajo el dominio comunista, o
sea las actuales neo-socialdemocracias. Pues el objetivo básico de dichas neo-
socialdemocracias ha venido cada vez más limitándose a lograr, asimismo mediante la
acción política lo más directa posible del estado, y sin dejar de arroparse en el desarrollo
económico precisamente generado por las políticas económicas liberales, el mero
bienestar económico de un nuevo tipo de individuo-masa abstracto resultante
justamente de dicho tipo de bienestar. Ciertamente, todo el horizonte “moral” (por
llamarlo de algún modo) de estas neo-socialdemocracias viene a reducirse a la
construcción estatal de unas sociedades nacionales de acomodados consumidores
satisfechos que por ello mismo se encuentren los más abstraídos o desligados posible de
todo vínculo personal y comunitario tradicional. De ahí su característico empeño
compulsivo por llevar a cabo una política cultural intensiva de disolución, desde el
estado, de los vínculos comunitarios y personales tradicionales solidaria con el
desarrollo de semejante tipo de bienestar, una disolución ésta que es justamente
revestida por la ideología de una presunta emancipación felicitaria de dichos vínculos,
que sin duda son ideológicamente despreciados y estatalmente perseguidos como lastres
reaccionarios del pasado. Y de aquí sin duda la atmósfera moralmente hedionda que
inexorablemente se respira en el ámbito de las actuales socialdemocracias, así como en
sus inevitables alrededores, esto es, en aquellas ideologías emancipatorias —de la
“izquierda cultural”, en efecto, que no ya de la socio-económica clásica— que antes o
después vienen todas a arribar a las aguas cenagosas socialdemócratas. Y lo curioso y
significativo del estado actual de las cosas en estas sociedades nuestras “desarrolladas”
es que mientras que las actuales socialdemocracias no son sino un parásito económico
de la propia riqueza económica generada por las políticas económicas liberales, riqueza
que parasitan para poner al servicio de la formación de esa masa moralmente hacinada
de consumidores satisfechos, los políticos partidarios de las políticas económicas
liberales están por su parte cada vez más convirtiéndose en parásitos culturales de la
atmósfera ideológica de la “izquierda cultural” característica de la socialdemocracia y
de sus aledaños, formándose de este modo una suerte de turbia sopa ideológica
“culturalmente progresista”, enteramente dominante en nuestras sociedades, en la que,
quien más quien menos, prácticamente todo el mundo chapotea.
Y me voy a permitir, por fin, hacer un último apunte relativo a una posible
concepción “liberal” que puede que en los tiempos que corren fuese la única aceptable y
aun necesaria. Me refiero en efecto a lo que bien podríamos caracterizar como un
“liberalismo metapolítico en defensa propia”. “En defensa propia”, en efecto, de los
restos comunitarios tradicionales sub-políticos que aún pudieran subsistir, y por ello
“liberal” precisamente en cuanto que enfrentado a la acción política directa de todo
posible Estado cuyos objetivos estriben en la promoción del “progreso moderno”, o sea
del progreso económico-técnico a costa de la disolución de los vínculos personales y
comunitarios tradicionales. En contra, por tanto, a fin de cuentas, de todas y cada una de
las ideologías progresistas modernas, sean éstas liberales, democráticas,
socialdemócratas o comunistas, incluyendo sin duda a las ideologías liberales
económicas, asimismo a la postre progresistas y como hemos visto en la actualidad
culturalmente parásitas de la “izquierda cultural”. Pero también, ciertamente, es preciso
señalar que dicho “liberalismo metapolítico en defensa propia” deberá prevenirse frente
a las posibles tentativas políticamente “reaccionarias” que, como una simple sombra
10
reactiva y parasitaria de las políticas progresistas modernas, estuviesen dirigidas a
imponer coactivamente desde el Estado lo que no podría ser más que un remedo
impostado de la vida comunitaria, un remedo precisamente imposible en la medida en
que la vida comunitaria no es por su propia naturaleza susceptible de ser estatalmente
generada o implantada.
Ciertamente, quienes nos situemos en esta forma de “liberalismo metapolítico en
defensa propia” estaremos muy próximos a la figura del “emboscado” de Jünger (y ello
sin necesidad de llegar a asumir la metafísica idealista irracional de la vida de este
autor, de factura típicamente romántico-idealista alemana, que sin duda no aceptamos).
“Emboscados”, en efecto, en cuanto que voluntariamente aislados de una sociedad
progresista moderna que repudiamos por su raíz; o bien solitarios que no han sido
ciertamente expulsados de la sociedad actual sino que más bien han expulsado
voluntariamente ésta de su propio pecho. Mas por lo mismo no mutuamente aislados,
sino en continua disposición de establecer vínculos comunitarios tradicionales —si se
quiere, “de emergencia”— allá donde verdaderamente éstos puedan encontrarse,
sabedores por ello de que sólo la posible, aun cuando muy remotamente improbable,
regeneración de estos vínculos pudiera llegar a sentar las bases meta-políticas de una
forma de hacer política que desde luego debería suponer la transformación más
completa de toda posible política moderna. Pero no es ésta la mejor ocasión para
especular sobre la figura que de algún modo no podría dejar de adoptar una política
semejante.
Tercera Pregunta: En el contexto de las dos preguntas anteriores, ¿qué puesto
filosófico político cabe atribuir al llamado “derecho de autodeterminación de los
pueblos”?, ¿se puede decir que es un mero instrumento económico político de alguna
de dichas instituciones?
Respuesta:
Como ya he apuntado, las dos guerras mundiales consecutivas del siglo XX no
fueron sino el resultado inexorable de la lucha sin cuartel por el reparto económico-
técnico del ulteriormente denominado “tercer mundo”, esto es, de cualesquiera terceros
pueblos posibles no occidentales susceptibles de ser puestos técnicamente al alcance de
la política económica depredadora de las potencias occidentales —lo que en la era
industrial abarcaba prácticamente a todos los demás pueblos del planeta. Se comprende
entonces que fueran los propios vencedores de la segunda guerra los que, se diría que
sabedores del impulso (moderno) de dominio ilimitado congénito que constituye a sus
propios estados y naciones, intentaran de algún modo ponerse un freno a sí mismos
instituyendo, esta vez mediante la creación de unas nuevas organizaciones
internacionales —a partir, como es sabido, de la Carta de las Naciones Unidas de 1945
y luego mediante diversas resoluciones de la Asamblea General de la ONU—, que
venían a remedar la anterior Sociedad de Naciones de entreguerras, el denominado
“derecho de autodeterminación de los pueblos”, con la pretensión de llevar a cabo una
descolonización lo más ordenada posible de sus propios pueblos expoliados. Y lo cierto
es que, como luego veremos que ocurre con el resto de los denominados “Derechos
Humanos” asimismo instituidos tras la segunda guerra, en principio cabría aceptar que
dicha proclamación pudiera estar, de entrada, subjetivamente bien intencionada, y desde
luego que dichos terceros pueblos debieran ser ciertamente liberados de su yugo
colonial. Mas lo cierto es que la dinámica estructural moderna del enfrentamiento
11
mutuo ilimitado entre los estados o bloques políticos de ningún modo pudo frenarse, ni
de hecho se frenó, merced a ninguna buena intención ni a ninguna proclamación de
ningún presunto derecho por parte de ninguna instancia internacional. Y, de hecho,
vinieron a ser ahora sobre todo las nuevas naciones “comunistas” —para empezar la
URSS, pero acto seguido la República Popular China, ambas a su vez mutuamente
enfrentadas, como se corresponde con la lógica implacable de la modernidad—, o sea
los estados que ya habían instaurado sus revoluciones “socialistas”, es decir, de hecho,
sus capitalismos de estado en principio defensivos, los que aprovecharon sin duda la
coyuntura de la proclamación de los mencionados derechos de autodeterminación para
emprender su ofensiva frente a las naciones que se mantenían dentro de sus formas
capitalistas liberales de organización mediante el proyecto de extensión de su dominio
imperial político-económico sobre esos “terceros pueblos” —en Asia, en África, en
Iberoamérica— que buscaban autodeterminarse. Así pues, la pretendida
autodeterminación de estos pueblos no fue consistiendo de hecho sino en su inclusión
bajo el nuevo dominio imperial de los más recientes estados comunistas. Por lo que se
comprende que entre medias de ambos dominios en pugna, pudiera generase, siquiera
tentativamente, el proyecto de unos pueblos que en principio querían mantenerse como
“no-alineados”. Pero la lógica moderna implacable del enfrentamiento ilimitado por el
dominio de cualesquiera terceros pueblos posibles hizo que, una vez más, el concepto y
el proyecto de los pueblos no-alineados no pasase de ser un subterfugio,
predominantemente utilizado por los nuevos imperios comunistas para poner subrepticia
y siquiera indirectamente de su parte a estos pueblos supuestamente no alineados.
Es preciso entonces reconocer el singular derrotero dramático al que se fueron
viendo abocados estos terceros pueblos que fueron pasando del dominio imperial de los
estados de capitalismo liberal al dominio imperial de los nuevos estados de capitalismo
de estado según se iban “autodeterminando”, y que por ello se fueron viendo sumidos
en un estado de terror político, de miseria económica y de destrucción de sus
costumbres antropológicas, aún mayores y más intensas que las que ya habían padecido
bajo el dominio de los imperios capitalistas liberales. Pues es ciertamente importante
que seamos capaces de reconocer esto, que precisamente constituye un ejemplar
dramático de las consecuencias prácticas letales de los proyectos ilustrados
revolucionarios de la razón “pura” en cuanto que se quiere a-histórica: que una sociedad
que se quiera idealmente socialista deberá ser aquella que, por medio de la acción
directa del estado, busque ser económicamente perfecta en cuanto que meramente
económica, de forma que deberá pujar activamente, al objeto de lograr este ideal suyo
puro o perfecto, por destruir lo más posible las instancias sociales comunitarias
consuetudinarias intermedias que pudieran actuar como rémora a su proyecto. Mas el
caso ciertamente es que, frente a los ideales puros de la razón —o sea puramente
político-económicos—, no hay ni puede de hecho haber sociedad humana posible cuya
actividad económica no funcione pivotando, siquiera de algún modo, sobre algún tipo
de asideros comunitarios tradicionales, de suerte que una sociedad que se quiera, y puje
por serlo, económicamente perfecta en cuanto que meramente económica al final
resulta que ni siquiera económicamente puede acabar funcionando, resultando de este
modo ser a fin de cuentas económicamente autodestructiva, mientras que se ha llevado
de paso por delante, hasta que estalla por su propia impericia económica, y mediante el
terror político, toda la vida social humana real, o sea comunitaria, que le ha sido posible.
Y éste ha sido en efecto el destino de los “pueblos” “autodeterminados” mediante sus
revoluciones “socialistas”: alcanzar unas cotas de terror político y miseria económica
12
aún mayores que las que ya padecían bajo el dominio capitalista liberal, y ello a costa de
destruir aún más sus estructuras antropológicas.
Y a este respecto no quiero terminar la respuesta a esta pregunta sin hacer una
breve pero clara alusión al siniestro papel que tantos intelectuales, y entre ellos no pocos
profesores de nuestro gremio, el filosófico, naturalmente todos subversivos de oficio, se
permitieron el lujo de hacer, después de la segunda guerra mundial, poniéndose siempre
de parte, claro está que por principio, de las revoluciones socialistas supuestamente
liberadoras de los pueblos tercermundistas oprimidos por el imperialismo capitalista
liberal, incapaces por lo que se ve de advertir —seguramente cegados por la Luz con
que la Razón misma inunda a sus servidores—, la aún mayor brutalidad y eficacia
(auto)destructiva que estaban teniendo los imperios del capitalismo de estado
autodenominados socialistas. Merecería la pena hacer algún día algo que en verdad iba a
resultar instructivo, como sería realizar una recopilación crítica de las necedades y las
atrocidades que tantos eximios intelectuales de la zona geoestratégica del capitalismo
liberal occidental pudieron proferir a favor de la Unión Soviética, o de la China maoísta,
y de sus respectivos satélites geoestratégicos, por no mencionar ya cosas tales como la
acogida jubilosa que algún afamado profesor francés, naturalmente subversivo neto de
oficio, pudo dar a la revolución islámica jomeneista por el mero hecho de ser
antinorteamericana. Pero ahora estoy haciendo estas menciones simplemente con una
función apelativa muy clara: la de dirigirme a vosotros, actuales estudiantes de Filosofía
de la segunda década del siglo XXI, por tanto cuando comenzamos a tener ya lo
suficientemente a la espalda los hechos históricos del pasado siglo como para poder
empezar a alcanzar alguna comprensión crítica retrospectiva de los mismos, al objeto de
instaros a intentar llevar a cabo algo que pueda acercarse a semejante comprensión. Y
de lo que estoy seguro es de que esto es algo que sólo podréis hacer cuando agudicéis
vuestra mirada mediante el ejercicio de una verdadera razón histórica, y por tanto
siempre realista en cuanto que necesariamente fáctica, concreta y compleja. Pues lo
cierto es que aun cuando Hegel dijo, como ya sabréis, que la lechuza de Minerva sólo
levanta su vuelo al atardecer, en el sentido de entender que los procesos históricos sólo
pueden comenzar a ser entendidos retrospectivamente a partir de sus resultados, tal
parece que a no pocos de los miembros de nuestro gremio las alas de la pobre lechuza
hegeliana se les han debido de quedar un tanto atascadas —acaso, y precisamente, por
seguir siendo, con Hegel, incurables idealistas históricos, o sea por seguir teniendo una
concepción idealista absoluta de la historia que supone una idea preformada pura del
proceso y del destino final total del mundo; o también por seguir siendo, al modo
kantiano, idealistas “ante-históricos”, o sea por seguir teniendo una idea preformada
pura del deber ser de la historia, sea lo que fuere por lo demás de la pobre y malhadada
historia empírica real. Y a lo que os exhorto es a que, siquiera por concederle alguna
razón, aun parcial, al viejo Hegel, vosotros, actuales estudiantes jóvenes de filosofía,
consideréis muy seriamente la necesidad de desembarazaros de semejante atasco, cosa
que sólo lograréis cuando os libréis de toda forma de idealismo de la razón pura. De
pocas cosas estoy tan convencido como de ésta: de que aquel que Ortega considerara, en
los años veinte del pasado siglo, con una clarividencia insuperable, como el “tema de
nuestro tiempo” (para empezar, se entiende, del suyo), o sea la necesidad imperiosa de
abandonar toda concepción pura de la razón y de poner en práctica un uso de la misma
radicalmente inmanente a la vida y a la historia, resulta ser hoy una exigencia, si cabe,
todavía más imprescindible y urgente.
13
Cuarta Pregunta: ¿Cabe pensar que los Derechos Humanos tienen algún fundamento
unívoco de carácter filosófico o son más bien un arma ideológica (de manera análoga a
como Marx criticó los “Derechos del hombre y del ciudadano” de la Nación francesa?
¿Los DDHH permiten armonizar los conflictos políticos, llegando en su caso a
encubrirlos y legitimarlos?
Respuesta:
Es cierto que Marx, no obstante su concepción económica del mundo que a la
postre le reconciliaba con la sociedad que quería criticar, concepción internamente
dependiente de su idea hegeliana, enteramente metafísico-idealista, de un final total
definitivo de la historia, no dejó de tener un sentido bastante agudo de lo histórico-
concreto, lo que le permitió realizar análisis histórico-críticos en ocasiones certeros,
como el que precisamente llevó a cabo a propósito de los “Derechos del hombre y del
ciudadano” de la Nación francesa. Su crítica, en efecto, como sabéis, consistió en poner
al descubierto que la formulación de tales derechos no era sino una forma de
encubrimiento y legitimación ideológicos, mediante el expediente de dotar a dichos
derechos de una presunta universalidad ahistórica, de lo que no pasaba de hecho de ser
los intereses históricos concretos de la burguesía nacional francesa que había llevado a
cado su revolución triunfante.
Y en este sentido no cabe duda de que esta crítica de Marx nos ofrece una pista
muy útil, si se quiere incluso imprescindible, para llevar a cabo hoy por nuestra parte
una crítica semejante de la Declaración Universal de los Derechos Humanos realizada
como es sabido en 1948 en París por la Asamblea General de las Naciones Unidas, o sea
por las potencias triunfantes de la segunda guerra mundial de un modo consecutivo a la
finalización de dicha guerra. Pues el caso es, en efecto, a mi juicio, que la formulación
de dichos presuntos derechos está recortada según el formato de lo que se suponía que
no iba a poder dejar de ser, en adelante, y a resultas del desenlace de la guerra, el estado
de bienestar y desarrollo humano resultante de un progreso continuo e ilimitado, y
tendencialmente orientado a extenderse universalmente por la totalidad del planeta en la
medida en que dicha extensión estuviese convenientemente tutelada y organizada desde
luego por las potencias triunfantes. Se trataba, y se trata, por tanto, de una formulación
recortada según el formato de la idea de una “democracia progresista”, o de un
“progreso democrático”, naturalmente en supuesto proceso de perfectibilidad ilimitada
tendencialmente universal, al que sin duda podían acogerse, cada uno según su propia
interpretación (e interés), tanto las democracias progresistas del capitalismo liberal
como las democracias llamadas “populares”, naturalmente no menos progresistas, de los
países socialistas –de hecho, de capitalismo de estado. La idea práctica, si se quiere
intencionalmente prudencial, que subyacía por tanto a semejante declaración consistía
en disponer de unos principios jurídicos universales capaces de regular, siquiera fuese
de un modo jurídico-moral ideal, ese presunto proceso de progreso ilimitado
tendencialmente universal, y por lo mismo de sancionar y corregir, en su caso, las
desviaciones o incumplimientos posibles que pudieran cometerse respecto del mismo.
Pues bien: cabría incluso aceptar que hasta cierto punto o en cierta medida
semejante declaración pudiera en principio responder a unos deseos subjetivamente
bienintencionados en un sentido más bien preventivo o negativo, a saber, los deseos
derivados precisamente de unos agentes políticos sabedores del impulso congénito de
cada una de sus potencias a la pugna ilimitada por el dominio del mundo a toda costa,
14
de forma que dicha declaración se hiciese prudencialmente necesaria como resultado de
un acuerdo mutuo entre dichas potencias para poner, de un modo siquiera como decía
jurídico-moral ideal, un freno a los posibles y eventuales resultados de la recurrencia de
dicho impulso. Mas por otro lado resulta que esta misma declaración, al estar recortada,
en su formulación positiva, según el formato de un supuesto bienestar universal en
progreso continuo e ilimitado, no pasaba en realidad de ser la expresión de un estado
histórico concreto de cosas relativamente estabilizado a la sazón tan sólo para cada una
de las potencias o bloques vencedores de la guerra y a resultas de dicha victoria, es
decir, no pasaba de ser la expresión del bienestar —en realidad, puramente
económico— que se suponía que iban a poder disfrutar los ciudadanos de cada una de
las dos potencias o bloques, la capitalista liberal y la capitalista de estado, a resultas de
su victoria en la guerra. Y como quiera que, por un lado, dicha formulación
pretendidamente universal concibe dicha universalidad de un modo enteramente
abstracto —de nuevo puramente a priori—, o sea recortada según el formato de una
presunta inter-nacionalidad o supra-nacionalidad, o aun de una ante-nacionalidad, en
realidad inexistentes, debido precisamente a la ausencia de nexos sociales reales
históricamente previos de convivencia o concordia tras-nacional entre dichas naciones,
ausencia que es justamente el efecto del desarrollo histórico real de los estados
modernos y de su lógica de dominio mutuo económico; y que, por otro lado, resulta que
las potencias nacionales o sus bloques realmente existentes, de acuerdo con esta su
lógica moderna inercial, de hecho ni podían, ni pudieron ni pueden dejar de proseguir su
pugna ilimitada por su dominio mutuo —de forma que, paradójicamente, el único nexo
histórico real entre dichas potencias sigue siendo el de su enfrentamiento mutuo—, el
carácter ideológico de semejante declaración y formulación se nos desvela entonces, y
precisamente, en la inevitable impotencia práctica de sus principios debido a su formato
universal abstracto enteramente utópico. Dichos principios se nos muestran, en efecto,
en la práctica, enteramente ineficaces, precisamente por girar sobre, y reproducir ellos
mismos en su formulación, ese vacío histórico-social tras-nacional, que no ya inter-
nacional, resultante del propio proceso histórico moderno, a la hora de regular y
eventualmente sancionar o corregir aquello que precisamente aspiran a regular o
corregir.
Los derechos humanos universales se nos muestran entonces, en resolución,
como un producto ideológico muy representativo, por su carácter máximamente
abstracto y por ello enteramente utópico, de una fase histórica de la modernidad en la
que justamente ha quedado ya barrido todo nexo real concreto de convivencia tras-
nacional histórica donde pudieran tener lugar no ya precisamente estos utópicos
derechos, sino otro tipo de posibles derechos comunes basados en la presencia real de
dichos nexos, de modo que bien podremos decir que los “derechos humanos” son una
suerte de beata sublimación ideológica encubridora, y a la postre legitimadora, de
dicho vacío histórico-social real.
A este respecto os aconsejo una vez más que leáis y estudiéis con atención la
crítica, extraordinariamente lúcida, como se corresponde con el uso efectivo de la
“razón histórica”, que Ortega ya hizo, en 1937, en su “Epílogo para ingleses” de La
rebelión de las masas, a las pretensiones de la Sociedad de Naciones de la época de
crear un Derecho Internacional que fuese capaz de prevenir una inminente segunda
guerra que de hecho se acabó inexorablemente desencadenado frente a las buenas y
utópicas intenciones de dicha Sociedad y de su pretendido Derecho Internacional.
15
Y me voy a permitir citaros aquí sólo un pasaje de dicho Prólogo en el que se
sustancia muy significativamente el sentido de dicha crítica. Nos decía en efecto Ortega
al respecto: “Desgraciadamente, el nombre mismo de derecho internacional estorba a
una clara visión de lo que sería en su plena realidad un derecho de las naciones. Porque
el derecho nos parecería ser un fenómeno que acontece dentro de las naciones, y el
llamado “internacional” nos invita, por el contrario, a imaginar un derecho que acontece
entre ellas, es decir, en un vacío social. En este vacío social las naciones se reunirían, y
mediante un pacto crearían una sociedad nueva, que sería por mágica virtud de los
vocablos la Sociedad de Naciones. Pero esto tiene todo el aire de un calembour. Una
sociedad constituida mediante un pacto sólo es sociedad en el sentido que este vocablo
tiene para el derecho civil, esto es, una asociación. Mas una asociación no puede existir
como realidad jurídica si no surge sobre un área donde previamente tiene vigencia un
cierto derecho civil. Otra cosa son puras fantasmagorías. Esa área donde la sociedad
pactada surge es otra sociedad preexistente, que no es obra de ningún pacto, sino que es
el resultado de una convivencia inveterada. Esta auténtica sociedad, y no asociación,
sólo se parece a la otra en el nombre. De aquí el calembour. (...) Me atrevo a insinuar
que caminará seguro quien exija, cuando alguien le hable de un derecho jurídico, que le
indique la sociedad portadora de ese derecho y previa a él. En el vacío social no hay ni
nace derecho. Éste requiere como substrato una unidad de convivencia humana” (he
respetado las cursivas del propio Ortega).
Me parece, sencillamente, que si trasponemos estas palabras de Ortega de 1937 a
la ulterior declaración universal de los derechos humanos de 1948 consecutiva al
resultado de esa segunda guerra que inexorablemente acabó teniendo lugar a pesar de
las utópicas intenciones de la Sociedad de Naciones, tendremos ciertamente la clave
para entender el carácter asimismo fantasmagórico de estos nuevos derechos humanos
proclamados por la renovada “sociedad internacional” constituida por los vencedores de
la mencionada guerra.
Y obsérvese, en efecto, por fin, que lo que aquí Ortega está haciendo es acusar
la ausencia de una unidad humana histórica efectiva y previa de convivencia entre los
pueblos europeos, una unidad de convivencia ésta que fuese en efecto, como decía,
tras-nacional —y de ningún modo “inter”, ni “supra” ni “ante” nacional, pues
justamente éstas son las ideas metafísicas idealistas puras a priori, y por ello utópicas,
que no permiten ni pensar ni hacer dicha unidad—, y que pudiera servir por ello como
sustrato social efectivo de un posible (no utópico) derecho común en cuanto tejido y
generado a partir de dicha convivencia fáctica previa. Pero resulta que, y ésta es mi
tesis, ésa precisamente fue la unidad histórica de convivencia comunitaria universal que
pudieron disfrutar los diversos pueblos europeos premodernos justamente antes de que
la formación de los nuevos Estados modernos y de sus correspondientes naciones
políticas entrasen en esa inexorable y creciente dinámica de mutuo enfrentamiento
ilimitado por el dominio meramente económico-técnico del mundo. Necesito, pues,
decir algo ahora acerca esa comunidad universal premoderna a la que estoy apuntando,
pues sólo de este modo podré ciertamente conferir algún sentido de fondo a todo lo que
hasta ahora llevo dicho, cosa ésta que paso ahora mismo a hacer en la respuesta a
vuestra última pregunta.
16
Quinta Pregunta: Fundamentaciones éticas, morales, antropológicas o políticas de
carácter universal hay tantas, al menos, como sistemas filosóficos (amor cristiano,
generosidad espinosista, dignidad kantiana, reconocimiento hegeliano, rostro
levinasiano, etc.), ¿por qué tipo de fundamentación se posicionaría usted?
Respuesta:
Me preguntáis por mi posición respecto del fundamento del posible carácter
universal de la realidad antropológica, y yo al menos sólo puedo dar razón de dicho
fundamento mediante mi propia concepción antropológico-filosófica de la comunidad
universal, que por lo demás es la idea que subyace y que dota de sentido a cuanto hasta
ahora os he dicho en las respuestas anteriores. Pues podréis advertir en efecto que la
caracterización que en dichas respuestas he hecho de la modernidad es más bien
negativa, o aun mejor privativa, en cuanto que lo que he hecho es concebir la
modernidad como el proceso histórico de disolución económico-técnica, o sea de
reducción abstracta económico-técnica, y por lo mismo a la par político-estatal, de unas
relaciones sociales comunitarias previas que en todo momento he supuesto que de
entrada o de suyo ni son meramente económicas, sino justamente comunitarias, ni se
reducen a la mera planificación política estatal de una vida social abstractamente
económica. En este sentido, por cierto, cabe reconocer que el materialismo histórico
marxista no carece de una peculiar verdad paradójica —que desde luego puede y debe
ser incorporada a nuestros análisis, como aquí en buena medida he hecho—, pues su
tesis de la determinación tecno-económica de la vida social no deja de ser
paradójicamente más verdadera mientras más avanza el proceso moderno de
destrucción económico-técnica de una vida humana comunitaria previa que
precisamente la mirada, ella misma económico-técnica, marxista no puede ya
comprender. Se trata ciertamente de una “determinación” por negación, o por
destrucción, de algo sobre lo que justamente el marxismo no tiene nada en positivo que
decir, en lo cual reside su falla filosófico-antropológica fundamental. Pues el marxismo
se encuentra ciertamente preso de la que Polanyi denominara “falacia económica” al
menos tanto como el liberalismo económico más radicalmente economicista. El
marxismo es un diagnóstico de la sociedad moderna y contemporánea cuya paradójica
verdad comporta un pronóstico y un tratamiento de la misma que, de haber sido
posibles, habrían acabado rematando dicha sociedad.
Así pues, debo deciros algo aquí de mi idea de comunidad universal, lo que
ciertamente no me resulta nada fácil, puesto que dicha idea constituye el armazón de mi
antropología filosófica que, valga lo que valiera, no es en todo caso fácil de exponer —
en realidad, es imposible— en los límites de espacio que parecen aconsejables en la
presente ocasión —tanto por la prudencia como por el tiempo del que en este momento
dispongo.
Me veo obligado entonces a proceder de un modo casi telegráfico a la hora de
exponeros dicho armazón, a sabiendas de que ello ha de redundar inevitablemente en
perjuicio de una posible exposición y comprensión medianamente aceptables de la
complejidad del asunto. No sólo deberé comprimir excesivamente la exposición de mis
ideas, sino también y por ello en buena medida deformarlas, y aun mutilarlas en
aspectos suyos importantes.
17
Pues bien: lo primero que en todo caso quiero señalar es que mi idea de
“comunidad universal” quiere responder a las exigencias de una genuina filosofía de la
vida y de la historia —en la estirpe por tanto, ciertamente, del proyecto orteguiano de
una filosofía de la “razón vital e histórica”. Lo cual ya quiere decir, desde mis
coordenadas, que ha de tratarse de una filosofía que ni puede dejar de concebir la
historia como historia de unos efectivos individuos vivientes, por tanto íntegramente
biológicos u orgánicos —radicalmente sensoriales y motores—, ni puede tampoco dejar
de entender la acciones corpóreas (para empezar, las sensoriales y motoras) de estos
seres vivos —y en la filogenia, la formación de sus propias morfologías corpóreas
(sensoriales y operatorias)— como refundidas a una escala ya específicamente
antropológica, que resulta inconmensurable por tanto con la escala zoológica en la que
se mueven los restantes organismos, de algunos de los cuales por lo demás no dudamos
que los seres humanos filogenéticamente proceden. Se trata, así pues, tanto de entender
toda organización socio-cultural e histórica antropológica como radicada íntegramente
en las acciones corpóreas de unos seres vivientes —en la cual radicación vamos a hacer
residir la “índole” comunitaria de la comunidad—, como de entender dichas acciones
orgánicas en que cuanto que organizadas a una escala ya específicamente antropológica
que resulta zoológicamente irreductible —en la cual escala haremos residir el
“alcance” precisamente antropológico de dicha índole comunitaria.
A su vez, y en segundo lugar, al hablar de “historia” necesito, desde mis
coordenadas, comenzar por hablar de la formación, estructura y funcionamiento de las
sociedades “prehistóricas” —y en particular, como ahora veremos, de las sociedades
neolíticas o etnológicas—, en las que considero que podemos ya encontrar
íntegramente formado el núcleo, o los “elementos antropológicos”, de toda sociedad
específicamente humana, o sea comunitaria universal, y a partir de cuya transformación
nos será dado comprender el despliegue de las sociedades históricas con su estructura y
dinámica características.
Y nos importa, en efecto, sobremanera comenzar por caracterizar la estructura y
el funcionamiento de las denominadas “sociedades primitivas” —“neolíticas”, para la
prehistoria; o “etnológicas”, para la etnología— porque nos parece que éstas constituyen
el único tipo de sociedades humanas de las que puede decirse que sus relaciones
económico-técnicas se encuentran, en principio, plenamente subordinadas e integradas
en sus relaciones comunitarias. En este tipo de sociedades cabe en efecto advertir que lo
que podemos considerar como su “momento económico-técnico”, consistente en las
operaciones y relaciones de producción, distribución y consumo, queda funcionalmente
integrado en su “envoltura social comunitaria”, la cual vamos a cifrar, como ahora
veremos, en determinadas relaciones sociales de apoyo mutuo que llegan a contraerse
en la elaboración y en el uso o disfrute social de los bienes elaborados. Pues por lo que
respecta, para empezar, al trabajo humano, no es lo mismo considerarlo desde un punto
de vista meramente económico-técnico, esto es, como mera actividad productiva de
explotación técnica de recursos físico-energéticos, o mera reposición multiplicativa de
dichos recursos a partir de las energías naturales ambientales —momento éste en todo
caso siempre necesario—, que contemplarlo desde el punto de vista comunitario como
actividad social ordenada a la edificación de un mundo cultural habitable de bienes
susceptible de ser usado o disfrutado comunitariamente. Y asimismo por lo que respecta
a dicho uso social comunitario de los bienes resultantes del trabajo, no es lo mismo
contemplarlo desde un punto de vista meramente económico, o sea como mero consumo
o inevitable gasto material de dichos bienes que requiere su reposición productiva —
18
momento éste asimismo en todo caso necesario—, que contemplarlo desde un punto de
vista comunitario, o sea desde la perspectiva precisamente del uso o el disfrute social de
dichos bienes. Y lo que suponemos, en efecto, es que en las sociedades primitivas aquel
momento económico-técnico se encuentra funcionalmente subordinado, como un medio
material adecuado siempre necesario, al fin formal de la preservación y recurrencia de
su propia envoltura social comunitaria, una envoltura ésta que entiendo que es preciso
hacer residir —basándonos por lo demás en un lugar común inexcusable de toda la
antropología etnológica— justamente en la índole y en la forma de las relaciones
sociales de parentesco, y en todo lo que ellas comportan. Esto es, y como ahora
veremos con más detalle, en la forma normativa de ordenación interna de cada unidad
familiar, en la medida en dicha forma constituye la condición de la recurrencia de la
relaciones familiares a través del conjunto del tejido social, que sólo así resulta
conformado, comportando a su vez esta conformación la organización social de las
relaciones de vecindad consistentes en la distribución cooperativa de los diversos
oficios o labores ordenados a la organización del uso o disfrute sociales de los bienes
por ellos elaborados.
Y la mencionada integración funcional llega a tener lugar aun cuando podamos
reconocer que, en su origen, las relaciones de parentesco se hubieran generado sólo
como un medio económico ordenado al logro de la supervivencia biológica del grupo
dados sus característicos recursos técnicos (agrícolas y ganaderos) limitados o
primitivos, es decir, tan sólo como un medio de organización económica de la
distribución cooperativa de las técnicas limitadas disponibles y de la distribución y el
consumo de los bienes producidos en orden al logro de la mera supervivencia biológica
o vegetativa del grupo. Pues la cuestión es que, una vez alcanzadas y constituidas ya
dichas relaciones, éstas llegan a instituirse, y justo en virtud de su índole y morfología
características, como el fin a cuya preservación quedan subordinadas e integradas,
como medios suyos sin duda imprescindibles, las operaciones y relaciones tecno-
económicas y la misma supervivencia biológica del grupo. Y la índole y morfología
específicas de este apoyo mutuo, que no deja de consistir en la distribución cooperativa
de las diversas tareas laborales en orden a la organización cooperativa del disfrute de los
bienes elaborados, vienen a residir en lo siguiente: en la propagación de las relaciones
familiares de apoyo mutuo más allá de cada unidad familiar de referencia en virtud de la
forma normativa misma de la familia, que es la que exige internamente, mediante la ley
de la exogamia (de la que el tabú del incesto constituye su corolario normativo
negativo), dicha propagación, la cual actúa así como el agente conformador del conjunto
del mencionado tejido social cooperativo laboral y de uso. Pues obsérvese en efecto que
lo que dicha ley instituye es esto: la propagación recurrente, más allá de las relaciones
de proximidad propias de cada una unidad familiar —o sea, de las relaciones “cuerpo a
cuerpo” entre cualesquiera dos posibles cuerpos mutuamente perceptibles de cada
unidad familiar— , y por tanto con respecto a cualesquiera nuevos terceros cuerpos
posibles del grupo por relación a cada unidad familiar de referencia, de las relaciones
comunitarias de apoyo mutuo, actuando de este modo la forma normativa de la familia,
en virtud de la ley de la exogamia, como condición de posibilidad de semejante
propagación. En esto consiste ciertamente la preservación de los vástagos femeninos de
cada unidad familiar al objeto de que puedan matrimoniar, en sucesivas e ilimitadas
generaciones, con los vástagos masculinos de otras unidades familiares distintas, de
suerte que en la propagación recurrente de semejante forma de circulación de los
vástagos se sustancie la formación del tejido social totalizador del grupo y por tanto del
grupo mismo.
19
Pues bien, reparemos ahora en esto: en que la mencionada propagación
recurrente supone una muy determinada forma o estructura, a saber: la de una
estructura tri-posicional recurrente en principio virtualmente ilimitada que, acotada
inicialmente en cada grupo humano según unos parámetros parentales, supone ya el
carácter virtualmente universal de las primeras formas positivas de comunidad
específicamente humana. Y si me acabo de referir a dichos “parámetros” inicialmente
parentales, es en la medida en que, como ahora veremos, dicha estructura tri-posicional
virtualmente recurrente podrá ulteriormente desplegarse según nuevas determinaciones
paramétricas, como va a ocurrir, en efecto, en las sociedades ya históricas, en las que la
“tercera posición virtualmente recurrente” deberá seguir siendo ocupada sin duda por
nuevos terceros cuerpos humanos posibles, si bien ya pertenecientes a nuevos pueblos o
grupos humanos que, aun encontrándose geográficamente lejanos y por ello de entrada
históricamente ausentes por respecto a algún primer pueblo de referencia —o alguna
agrupación de pueblos que por su parte ya hayan podido entrar en contacto histórico no
obstante su posible lejanía geográfica—, podrán sin embargo llegar a ser históricamente
alcanzados y por ellos aproximados por dichos pueblos o agrupaciones de partida. Así
pues, son estas nuevas agrupaciones de pueblos de este modo resultantes las que definen
los nuevos parámetros, ya históricos, de la propagación recurrente de la mencionada
estructura tri-posicional.
Se entiende, entonces, que la idea antropológico-filosófica general que estoy
queriendo sostener es ésta: la de una estructura tri-posicional recurrente de un modo en
principio virtualmente ilimitado, a través de cuyas posiciones puedan circular tanto los
individuos corpóreos humanos actuantes como los bienes resultantes de sus acciones,
que haga posible que puedan llegar a encontrase virtualmente próximas, y de hecho
puedan llegar a estarlo, respecto de las interacciones de cada par de cuerpos que
ocupen de entrada posiciones próximas, las acciones de otros terceros cuerpos que
ocupen de entrada posiciones ausentes —primero territorialmente dentro de un mismo
pueblo, y luego ya geográfico-históricamente, y por ello entre pueblos de entrada
históricamente distintos. De este modo, la mencionada estructura tri-posicional
constituye la condición de posibilidad de esa propagación recurrente sobre terceras
posiciones de los diversos tipos de interacciones de cada par posible de cuerpos que
ocupen de entrada posiciones próximas. Así pues, mi tesis es que en semejante
estructura consiste justamente la estructura trascendental (como se ve, no ya apriorista,
sino posteriorista, en cuanto que constitutivamente recurrente) de la universalidad de la
vida social humana. Y es esta universalidad trascendental la que, como decía, podrá ir
procesualmente adquiriendo nuevas determinaciones paramétricas, desde las iniciales
relaciones sociales de parentesco que de entrada configuran necesariamente el tejido
social totalizador de cada pueblo (primitivo), a las nuevas relaciones, ya histórico-
geográficas, que se irán constituyendo entre el pueblo o los pueblos de partida que
compartan algún determinado territorio y aquellos nuevos terceros pueblos y territorios
que, aun pudiéndose encontrar geográficamente lejanos, resulten históricamente
alcanzables y por tanto aproximables —y en relación con las cuales nuevas relaciones
históricas, las iniciales relaciones de parentesco no van a poder dejar ya de actuar, en
virtud de su naturaleza ilimitadamente propagable, como la condición nuclear o
elemental misma de la recurrencia de aquellas nuevas relaciones.
Por lo demás, y como puede apreciarse por lo dicho, en modo alguno podremos
entender semejante estructura universal como si sobrevolase por encima de los cuerpos
20
humanos vivientes singulares, sus concretas acciones corpóreas (siempre de entrada
sensoriales y operatorias) y los bienes particulares elaborados y disfrutados mediante
dichas acciones, sino que habremos de concebirla siempre como enteramente radicada
y acompasada con dichos cuerpos, acciones y bienes. Y de hecho es dicha radicación la
que dota sin duda de contenido o de “sustancia” comunitaria a ese apoyo social mutuo
que como tal no va a poder dejar ya de consistir siempre en esto: en la elaboración y en
el uso corpóreos singulares (operatorios y sensoriales), socialmente compartidos en
cuanto que próximos o diádicos, de los objetos particulares de cada cultura —sin dejar
de residir por su parte la forma de dicha comunidad, como hemos visto, en la estructura
tri-posicional en virtud de la que aquellas relaciones diádicas resultan susceptibles de
propagarse recurrentemente. Así pues, cada tipo de interacción social “diádica” o
próxima ha de encontrarse siempre en disposición de reiterarse, en principio
ilimitadamente, respecto de las interacciones con nuevos terceros cuerpos posibles que
ocupen posiciones ausentes; y no ya, por cierto, de cualquier modo, o sea de un modo
que, debido a la inexcusable forma normativa de cada una de dichas interacciones,
fuese homogéneamente indiferente a la singularidad de las acciones de cada nuevo
cuerpo humano posible (por tanto a su efectiva personalidad individual siempre
corpóreamente radicada) y a las particularidades de los nuevos objetos o bienes
culturales posibles, sino precisamente tan susceptible de modularse de acuerdo con
dichas singularidades y particularidades como suponemos que en efecto ya ocurre en el
caso de cada par o díada inicial de referencia.
Y a su vez semejante radicación corpórea de estas interacciones diádicas
triposicionalmente recurrentes comporta, y justo en cuanto que corpóreamente radicada,
otra característica que considero asimismo esencial o determinante de la índole y el
alcance comunitarios de las relaciones humanas, como es justamente el hecho de que
cada pauta o ciclo de acción, tanto las ejecutadas en las tareas de elaboración como en
las de uso sociales de los objetos, posea, en su propia contextura social diádica, y por
ello en su alcance o potencialidad triposicional recurrente, una unidad final o
teleológica de sentido susceptible de ser cumplida —con su fase de apertura y de cierre
por tanto normativamente establecidas. Una unidad de sentido ésta que resultará
siempre atenerse, en cada caso, tanto a la morfología cultural particular de los objetos o
tramas de objetos que se estén elaborando y ulteriormente usando —siempre por la
mediación de las relaciones sociales involucradas en dicha elaboración y uso—, como a
la norma social de las relaciones sociales que pauten dicha elaboración y uso —a su vez
siempre mediadas por las morfologías de dichos objetos. Lo que sin duda implica que
estas acciones dotadas de dicha unidad final de sentido no podrán dejar de modularse,
en cada caso, de acuerdo con las morfologías culturales particulares, y justo en su
particularidad artesanal, de los objetos o bienes, así como de acuerdo a las
singularidades de la actuación personal de las personas corpóreas asimismo en cada
caso presentes.
Y entonces la idea que propongo, en resolución, es que son semejantes
relaciones sociales normadas diádicas tri-posicionalmente recurrentes, siempre
corpóreamente radicadas y dotadas de una unidad funcional de sentido cumplida, las
que constituyen el fundamento de los tres ingredientes anímico-morales entretejidos
que a mi juicio caracterizan (de acuerdo con las tres facultades anímicas subjetivas) la
forma y la índole del apoyo social mutuo comunitario específicamente humano, y con
ello el contenido de la única felicidad humana efectivamente posible, a saber, la que
consiste en el “reconocimiento”, el “compadecimiento” y la “benevolencia” mutuas,
21
que resultan ser en efecto los ingredientes que cimientan o tejen la “concordia” —o la
“amistad civil”, por decirlo al modo aristotélico— de toda comunidad humana —al
menos, como digo, primitiva. Ciertamente, la felicidad, que teje la concordia, consiste
sencillamente en esto: en hacer las cosas “bien” para disfrutar de ellas “bien”, o sea en
ambos casos en compañía social diádica tri-posicionalmente recurrente en virtud de su
forma normativa, corpóreamente y objetualmente radicada y con alguna unidad final de
sentido.
Ya se ve, pues, que lo que pretendo es conjugar, al pensar la idea de “comunidad
universal”, diríamos que el “espíritu” con la “tierra”. Pues el “espíritu” reside en
efecto en esa estructura o disposición normativa tri-posicional virtualmente recurrente
que eleva, diríamos que “espiritualizándolas”, las relaciones sociales próximas a un
nuevo orden universal ciertamente ya no reconocible en las interacciones sociales,
asimismo diádicas o próximas, que sin duda pueden darse entre otros organismos
sensoriales y motores incapaces sin embargo de semejante disposición o estructura. Y
todo ello sin perjuicio a su vez del carácter “terrenal” de dichas relaciones, que han de
seguir dándose siempre entre pares de individuos próximos ocupados en la elaboración
y uso singulares corpóreos de objetos o bienes necesariamente particulares.
Pues bien: suponemos que es este tipo de comunidad universal la que comienza
por cristalizar íntegramente en las sociedades primitivas en virtud de sus relaciones
sociales de parentesco. Dichas sociedades poseen ya por tanto, debido a dichas
relaciones de parentesco, la forma y el contenido de una indudable universalidad virtual
—o sea de una estructura triposicional virtualmente recurrente—, si bien, por otro lado,
y debido a sus característicos límites subsistenciales ecológico-demográficos
dependientes de sus recursos tecno-económicos limitados (anteriores a la revolución
técnica de los metales, en efecto), se trata de sociedades fácticamente locales, o sea
limitadas o circunscritas a su propio grupo de referencia, y por tanto cíclicamente
cerradas y mutuamente aisladas. Se trata por tanto de unas sociedades que si bien
tienen ya la forma y el contenido de una universalidad virtual, lo que hace sin duda de
ellas sociedades plenamente humanas, no dejan sin embargo de verse a su vez
localmente circunscritas a su propio grupo de referencia, razón por la cual se trata
ciertamente todavía de sociedades que con razón llamamos “primitivas” —todavía
prehistóricas o parahistóricas.
Pero va a ser la condición cerrada y aislada de estas sociedades la que
comenzará a quedar desbordada con el surgimiento de la producción excedentaria, en la
medida en que ésta va hacer posible el comercio entre dichas sociedades y con éste ya el
origen de las sociedades históricas. Pues las sociedades históricas se originan, en efecto,
a raíz de la aparición del comercio generado a partir de las sociedades económicamente
excedentarias, resultantes a su vez básicamente de la aplicación de las técnicas de los
metales a la fabricación de instrumentos agrícolas en lugares geográficos especialmente
fértiles (fluviales, marítimos, pluviales). Una vez desbordados, en efecto, a resultas de la
aparición de los primeros excedentes de producción, los límites subsistenciales
demográfico-ecológicos de las sociedades primitivas, que como hemos visto hacían que
estas sociedades estuvieran todavía cerradas y mutuamente aisladas, se hará posible el
comienzo de las relaciones mercantiles entre los bienes producidos por dichas
sociedades ya excedentarias, de suerte que, una vez desbordadas asimismo las
primitivas formas mercantiles del trueque, aparecerá ya lo que podemos considerar
como el mercado con la presencia formal de las mercancías, es decir, con el doble valor
22
conjugado, de uso y de cambio, de las mismas. Así pues, las primeras formas de
interconexión entre aquellas sociedades que permanecían inicialmente cerradas y
mutuamente aisladas son sin duda las relaciones mercantiles, con las que se abre paso la
formación de las sociedades históricas.
Y lo que sostengo es que en este doble valor conjugado de las mercancías
reside, cuando se lo sabe analizar —o sea cuando se adopta un punto de vista
precisamente no económico sobre el proceso de abstracción reductora que las relaciones
económicas van a tener sobre la vida comunitaria—, la clave de la doble y ambivalente
función que el mercado va a llegar a tener precisamente respecto de la vida comunitaria.
Pues la cuestión es, en efecto, que por un lado, o en un determinado sentido, el valor y
el sentido comunitario del trabajo y del disfrute o uso social de sus productos no tendría
por qué quedar en principio necesaria o automáticamente mermado, sino antes bien
preservado y eventualmente ampliado por efecto del mercado. Pues éste tiene
ciertamente, por un lado, el efecto de multiplicar las labores y los bienes susceptibles de
ser elaborados y disfrutados por cada una de las sociedades que en él participan, y en
este sentido el mercado no tendría por qué tener, al menos en principio, efectos
desgarradores automáticos sobre el tejido comunitario de cada una de estas sociedades.
Antes bien, el sentido comunitario del trabajo de los miembros de cada una de estas
sociedades podría mantenerse en la que medida en que dicho trabajo se mantuviera
ordenado a la multiplicación y ampliación del disfrute comunitario de dichos bienes por
parte de los miembros de las distintas sociedades que de dicho mercado participan,
viéndose así ligados dichos miembros por el disfrute comunitario que, por la mediación
del mercado, mutuamente se proporcionan. En este sentido el mercado puede ser un
efectivo agente mediador capaz de vincular, y por tanto históricamente aproximar,
sociedades geográficamente lejanas por lazos comunes de alcance o valor ya histórico-
comunitario.
Mas, por otro lado, el mercado requiere formalmente, como decíamos, del “valor
de cambio” de las mercancías, y con ello, una vez superadas las primitivas formas del
trueque, de la presencia formal del dinero, esto es, de ese relator universal abstracto de
equivalencia entre los bienes de uso sin el cual ciertamente ningún mercado puede
conformarse y desarrollarse. Y de este modo, la mediación necesaria de semejante
relator de equivalencia, de suyo siempre abstracto, para la multiplicación y ampliación
de las labores y los bienes en principio susceptibles de elaboración y disfrute
comunitario acabará inevitablemente trayendo consigo, y debido a esa condición suya
precisamente abstracta, o sea desprendida del anclaje en los bienes particulares que
son los únicos susceptibles de ser elaborados y disfrutados comunitariamente, o sea de
un modo singular o concreto, la formación de una dinámica o tendencia inercial propia
muy característica, a saber, aquélla que consiste en efecto —mientras no se la
reconduzca en lo posible— en la tendencia creciente a subordinar aquella labor y
disfrute comunitarios a la mera reiteración o desarrollo recurrente de la condición
abstracta de dicho relator de un modo cada vez más meramente abstracto, esto es, cada
vez más desprendido precisamente del anclaje en aquellas labores y disfrutes
comunitarios, a los que por lo mismo tenderá cada vez más a reducir abstractamente en
sus propios términos universales-abstractos.
Y es en semejante “mecanismo” o dispositivo dual modulable, es decir, por un
lado en esta incesante tendencia inercial del mercado a desgarrar y desbordar las
relaciones comunitarias, a la vez que por otro lado en la posibilidad siempre abierta, y
23
siempre objeto de una posible determinación voluntaria, de mantener en lo posible
contenida dicha tendencia inercial en orden a mantener encauzado u ordenado el
mercado a la preservación y restauración posibles de la vida comunitaria,
determinación ésta que sin duda comporta ya la actividad política, si bien dada en
principio en función de la vida meta-política comunitaria que se intenta preservar; es en
este dispositivo dual incesantemente recurrente, decía, en el que me parece que cabe
sustanciar a la postre la clave de la dinámica de las muy diversas sociedades históricas,
y por lo mismo la clave para poder proceder a una ordenación o clasificación de las
mismas.
De aquí, en efecto —exponiéndolo ahora de un modo extremadamente
comprimido, y viéndome llevado de nuevo a remitirme al capítulo octavo de mi
mencionado libro para un desarrollo más detenido de este crucial asunto—, que
consideremos posible y preciso entender el proceso de la Historia Universal como
teniendo lugar mediante la sucesión de estas tres fases o estadios básicos suyos, a saber:
el estadio de la antigüedad clásica pagana precristiana (incluyendo muy especialmente a
las civilizaciones hebrea, helénica y romana), el estadio de la civilización cristiana vieja
o católica (antigua y medieval) y la época moderna (abarcando con este rótulo, como
sabemos, a lo que los historiadores reconocen como edad moderna y edad
contemporánea). Y si propongo semejante ordenación no es desde luego de un modo
atemporal o ahistórico, ni tampoco neutral o imparcial, sino de un modo inmanente a la
historia, o sea desde algún “momento” histórico efectivamente dado, que es justamente
ese que consideramos como el dotado, al menos hasta el presente, de mayor eficacia
histórica precisamente a la hora de haber sabido mantener erguido, en lo posible, y de
un modo sostenidamente intencionado y por ello conscientemente a contracorriente de
la dinámica inercial propia de las sociedades históricas, el proyecto, teórico y práctico,
de una comunidad universal histórica virtualmente ilimitada, que es a mi juicio el
“momento” constituido por el mundo histórico cristiano viejo o católico. Y ello
precisamente a diferencia tanto de los mundos históricos clásicos paganos precristianos
que le precedieron como de la sociedad moderna que le sucedió históricamente. Pues el
proyecto de universalidad de aquellas civilizaciones clásicas precristianas, cuando lo
tuvieron, se vio todavía severamente limitado por un fuerte grado de abstracción
reductora económica de la vida comunitaria (que por cierto se trasluce, por ejemplo, en
el intelectualismo o racionalismo de las filosofías griegas clásicas paradigmáticas), un
grado de abstracción éste sin duda palmario en la Hélade clásica, sólo comenzado a
rectificar en el Imperio macedonio de Alejandro (y precisamente merced a su política de
matrimoniar a sus generales con las princesas de los reinos incorporados al imperio), y
ya ciertamente comenzado a reconducir en una dirección comunitaria, gracias sobre
todo a su Derecho dotado de una fuerte impronta familiar y consuetudinaria, en el
Imperio romano, que por ello constituye sin duda el pórtico de la civilización cristiana.
Y por lo que toca a la sociedad moderna, por lo que hemos visto en las respuestas
anteriores ya podemos comprender que ésta ha ido consistiendo en un creciente proceso
de descomposición del proyecto histórico de comunidad universal de la sociedad
cristiana de la que proviene, al cual proyecto ha ido sustituyendo por unos proyectos de
universalidad cada más abstractamente económico-técnicos, y por tanto cada vez más
abstractamente reductores de la vida comunitaria, siempre ideológicamente expresados
y legitimados mediante filosofías de factura racionalista e idealista abstractas.
Pero lo que sobre todo ahora quiero destacar —y expuesto de nuevo de un modo
demasiado comprimido— es esto: que si la civilización cristiana vieja ha sido la única
24
capaz de dotarse hasta el presente de un proyecto efectivo, teórico y práctico, de
comunidad universal histórica virtualmente ilimitada, ello se ha debido ante todo al
marco teológico dogmático desde el que pudo diseñar dicho proyecto, un marco éste
que se caracteriza por un delicado y sutil sistema de equilibrios conceptuales entre sus
principales contenidos dogmáticos, y del cual aquí me he de limitar a destacar tan sólo
estos dos principales contenidos, íntimamente vinculados, a saber, la idea de Trinidad y
la de Encarnación. Pues repárese, en efecto, en que la idea de Trinidad implica la
“comunicación universal” que tiene lugar merced al Espíritu Santo, entre un Dios Padre
y un Dios Hijo encarnado en la misma figura carnal que precisamente poseen los
hombres. Semejante encarnación, entonces, en la figura del Hijo supone que la
comunicación universal trinitaria entre el Padre y el Hijo merced al Espíritu alcanza e
involucra por tanto a todos los hombres en cuanto que éstos comparten la misma
condición carnal humana que el Hijo, y que los alcanza, precisamente, en cuanto que
individuos corpóreos singulares irreductibles, esto es, a todos y a cada uno de ellos en
su irreductible singularidad carnal. Y es justo por esto por lo que la comunicación
universal que puede tener lugar entre los hombres, como propagación de la
comunicación universal trinitaria, sólo puede ser de índole comunitaria —como lo es, y
por antonomasia, o sea familiar, la comunicación trinitaria—, puesto que son en efecto
los cuerpos humanos singulares, y en su irreductible singularidad carnal, no susceptible
por tanto de ser abstraída, los únicos puntales sobre los que puede formalmente
aplicarse y propagarse la comunicación universal comunitaria, o dicho de otro modo,
porque las relaciones comunitarias universales, sin duda virtualmente ilimitadas o
irrestrictas, sólo pueden aplicarse y propagarse, de un modo inmediato y adecuado,
radicadas entre medias de los cuerpos humanos singulares en su irreductible
singularidad carnal.
Se comprende entonces que estas ideas teológicas dogmáticas —acaso para
algunos aparentemente irrelevantes— hayan hecho precisamente posible el proyecto
histórico-antropológico de una comunidad universal virtualmente ilimitada, es decir, el
proyecto de una universalidad de índole comunitaria —y justo por ello “católica”—,
que por tanto sólo puede y debe propagarse, e ilimitadamente, dado ya su contexto
histórico, entre personas singulares corpóreas pertenecientes a cualesquiera nuevos
terceros pueblos o comunidades posibles, de modo que se preserven lo más posible las
relaciones comunitarias en el seno de cada una de estas comunidades así como entre
todas ellas. Así pues, una vez más podemos observar que nos reaparece la idea de
“tercera posición” (recurrente) como la clave de la forma y del alcance universal de la
propagación de índole comunitaria, esta vez ya bajo la forma, específicamente histórica,
de una comunidad universal de pueblos o comunidades virtualmente ilimitada. De aquí,
en efecto, me parece, el profundo significado antropológico del formato precisamente
trinitario y personal de la teología cristiana vieja o católica.
Por lo demás, es preciso entender que esta propagación de relaciones
comunitarias entre diversas comunidades o pueblos particulares, si bien no puede dejar
de asentarse y pivotar, como ya apuntábamos, como su núcleo elemental de recurrencia,
sobre esa efectiva piedra angular de la comunidad en la que consisten las relaciones
familiares en cuanto que ilimitadamente propagables, no puede a su vez reducirse a
dicho tipo de relaciones, puesto que precisamente ha de abarcar e incorporar, y ya a
una nueva escala histórico-geográfica, a todo aquello que, como también decíamos,
dichas relaciones hacen posible o comportan, a saber: a los distintos tipos de
interacciones sociales diádicas ocupadas en las labores y disfrutes singulares de los ya
25
diversos bienes particulares de cada uno de estos distintos pueblos, cuya propagación
desde luego sólo puede tener lugar mediante la circulación tanto de las personas como
de los bienes entre dichos pueblos, y que sin duda comporta la aproximación histórica
efectiva de lo que de entrada se encontraba geográficamente lejano y por ello
permanecía históricamente ausente, pasando a estar de este modo, no obstante su
lejanía geográfica, históricamente presente. Lo cual supone, por tanto, que si bien toda
comunidad universal no puede dejar de estar con-formada por una necesaria pluralidad
y heterogeneidad de pueblos distintos y diversos, cada uno de ellos con un relativo
radio social de acción particular —puesto que resulta en efecto enteramente utópica,
por abstracta, la idea moderna de una presunta sociedad universal única—, dicho “radio
social de acción particular” no ha de dejar ciertamente de ser en todo caso, como digo,
sólo relativo, o sea nunca herméticamente encerrado sobre sí mismo, sino justamente
dotado de la suficiente porosidad o permeabilidad social comunitaria como para poder
abrirse en efecto a la propagación universal de relaciones comunitarias con otros
pueblos.
Y es ahora, por fin, cuando podemos advertir que aquella vieja convivencia entre
los pueblos europeos que ya vimos que echaba de menos Ortega como único posible
sustrato social capaz de generar un verdadero derecho que pudiese frenar la guerra no
pudo ser sino justamente, y ésta es mi tesis, la que adoptó la comunidad universal
histórica cristiana premoderna, cuya estructura y sustancia he procurado caracterizar
aquí. Una comunidad universal ésta, en efecto, que se extendía o propagaba a través de
distintas unidades socio-políticas dotadas cada una de su relativo radio de acción social
particular, y asimismo gobernadas políticamente cada una por un derecho
consuetudinario legitimador de dicha política en cuanto que emanado de sus propias
tradiciones, a la vez que atenidas todas estas unidades, tanto jurídica como en último
término moralmente, y también respecto de sus por lo demás inevitables pugnas mutuas,
a esa referencia meta-política común en la que justamente consistía la comunidad
universal histórica en curso, salvaguardada siempre por la teología (moral y política,
muy en especial) católica. Y ello hasta el punto de que, como también en alguna ocasión
señalara Ortega —por ejemplo, en su “Prólogo para franceses” de 1937 a la Rebelión de
las masas—, las guerras entre aquellos pueblos europeos anteriores a la constitución de
los estados nacionales modernos, cuando se daban, tenían más bien el aire de “rencillas
domésticas” que “evitaban la aniquilación del enemigo”, a diferencia justamente del
estado de guerra sustancial permanentemente ilimitada en el que comenzarán a
encontrarse cada vez más estos pueblos justo a partir de la formación de los estados
nacionales modernos, movidos cada vez más exclusivamente, según la tesis que aquí he
sostenido, por sus pugnas políticas estatal-imperiales mutuas ilimitadas por la
dominación meramente económico-técnica del mundo. Lo cual no dejó asimismo de ser
reconocido a su modo por Ortega cuando en su “Epílogo para ingleses” de 1937 a La
rebelión de las masas nos decía, y lo hacía en un tono dramático de alarma respecto de
la nueva guerra europea inminente que se avecinaba: “La pura verdad es que desde hace
años Europa se halla en estado de guerra, en un estado de guerra sustancialmente más
radical que en todo su pasado” (el subrayado esta vez es mío).
Y, en fin, no quisiera por último dejar de volver a recordar, antes de terminar,
que, como ya señalé en la respuesta a vuestra primera pregunta, fue España y su
creación histórica moderna, la Hispanidad, el único proyecto reconocible de comunidad
universal histórica que se aventuró a proseguir, y esta vez a través de la totalidad
esférica del orbe que ella misma había descubierto y construido, y frente a todos los
26
demás imperios depredadores occidentales, el proyecto católico de una comunidad
universal ilimitada histórico-geográfica que hasta el momento la vieja civilización
europea católica sólo había podido técnicamente sostener en el territorio geográfico
europeo hasta “Finisterre”. Se comprende entonces ciertamente que, como ya apunté
antes, este proyecto universal comunitario sostenido a contracorriente de todos los
demás estados modernos —que esta verdadera modernidad alternativa— fuera siendo
paulatina e inexorablemente derrotada —y en esta derrota viene a mi juicio a
sustanciarse lo esencial del sentido de la historia universal moderna y contemporánea—
, por las potencias imperiales depredadoras protestantes, o por puros parásitos
interesados del catolicismo como siempre fue el estado nacional moderno francés, que
se acabaron mostrando sin duda más fuertes desde el punto de vista económico y
técnico, como justamente se correspondía con su condición de potencias
predominantemente económico-técnicas indiferentes a la vida comunitaria (a la suya y a
la de sus pueblos expoliados). Y fue precisamente a resultas de la destrucción histórica
del Imperio católico hispano a manos de estos otros imperios depredadores occidentales
como el mundo moderno fue alcanzando la morfología cultural y la fisonomía social y
moral que acabaría por caracterizar a la modernidad efectivamente triunfante: esa
misma modernidad a la que de hecho se estaban refiriendo a mi juicio vuestras primeras
cuatro preguntas, y el sentido de cuyas respuestas por mi parte espero que haya quedado
algo más aclarado por lo que os he dicho como respuesta a esta última pregunta vuestra.
Ahora bien, no menos cierto es asimismo que esta derrota histórica del proyecto
imperial hispano comunitario universal acabó acarreando unas consecuencias a mi
juicio ciertamente trágicas para la propia historia de España y de la Hispanidad,
consecuencias que acabaron inevitablemente formando parte, a su modo, de este mismo
mundo histórico moderno triunfante. Me limitaré aquí, para terminar, a hacer un mero
apunte, por fuerza muy esquemático, de algo que, por su extraordinaria complejidad y
delicadeza, requeriría de un análisis mucho más detallado y matizado, y por tanto menos
expuesto a ser indebidamente comprendido.
La cuestión es, a mi juicio, que si bien no hemos de suponer que el proyecto
comunitario universal hispano fuera, de suyo o en principio, inviable (por metafísico,
por utópico), lo cierto es que dicho proyecto, que se quería ciertamente de un alcance
histórico-geográfico universal ilimitado, en la medida en que tuvo que darse
inevitablemente entre medias de la acción de las demás potencias mundiales imperiales
económicamente depredadoras, y sostenerse por tanto a la contra de todas ellas, no
pudo dejar de ir paulatinamente retrayéndose o replegándose y encerrándose sobre sí
mismo, y esto no sólo ya en un plano material, económico-técnico e histórico-
geográfico, sino también y precisamente por lo que respecta a su vitalidad espiritual o
moral generadora, tornándose por tanto no sólo cada vez más económico-técnicamente
débil, sino también cada vez más espiritual o moralmente defensivo y por lo mismo a la
postre reactivo —y en última instancia en alguna medida vengativo. No es un mito
ciertamente la existencia de una creciente miseria y abandono materiales (siempre
histórico-geográficamente relativos, claro está) en los que fueron quedando sumidas
progresivamente las capas más populares de la sociedad española según se acrecentaba
el Imperio, tan expresivamente reflejadas por nuestra literatura picaresca, sino el
resultado de una creciente debilidad económica derivada de los cada vez más costosos
esfuerzos económicos y técnicos por sostener un proyecto imperial de tamaña
envergadura prácticamente a la contra del “resto del mundo” conocido (tanto
protestante como islámico). En buena medida, desde el arranque mismo del Imperio
27
español, según éste fue expandiéndose histórico-geográficamente fueron debilitándose
sus recursos materiales adecuados para sostenerse. Y este desfase creciente entre sus
recursos materiales y sus fines comunitarios universales no pudo sino generar una
actitud cada vez más defensiva, ya en el plano material, frente a aquellas fuerzas
mundiales occidentales en pugna con las nuestras. Si a esto añadimos la presencia de las
sucesivas reformas protestantes europeas nacional-estatales, sin duda internamente
asociadas con la generación de los correspondientes imperios depredadores de estos
estados, y por tanto el riesgo real de una infiltración protestante en España que
ciertamente hubiera tenido algún efecto disolvente en nuestro imperio de tipo
comunitario universal —junto con el efecto siempre internamente disolvente del
elemento judío, y el riesgo de inestabilidad política que suponía la presencia morisca—,
se comprende que dicha actitud defensiva alcanzara, asimismo y muy especialmente, al
plano espiritual o moral y por tanto meta-político. Pero cuando un proyecto espiritual o
meta-político de la índole y la envergadura del imperio hispano ha de adoptar una
posición ya defensiva, acaba inevitablemente tornándose cada vez más reactivo, y
cuando un proyecto como éste, que de suyo requiere la mayor vitalidad moral activa
imaginable, se torna reactivo, es que ha comenzado ya a perder su propia fuente activa
de vitalidad espiritual, por lo que acabará antes o después adoptando inevitablemente
tintes en alguna medida vengativos.
Ya la propia Contrarreforma, que sin duda lidera política y doctrinalmente
España durante la primera mitad del siglo XVI bajo el reinado de Carlos I, supuso
inevitablemente una actitud en alguna medida espiritual o doctrinalmente defensiva —
por su carácter precisamente contrario al protestantismo—, y no es menos cierto por
ello que el catolicismo español comienza a teñirse de ingredientes (espirituales,
doctrinales) cada vez más reactivos durante la segunda mitad de dicho siglo, bajo el
reinado de Felipe II. El transcurso del siglo XVII, en el que como es sabido ha sido un
lugar común localizar el comienzo de la “decadencia”, supone a mi juicio la
“precipitación” de dicha actitud espiritual reactiva que ya venía “decantándose” desde
el siglo anterior, y que nos parece que “cristalizará” definitivamente a partir del
comienzo y durante todo el periodo de la España contemporánea. Un indicador
significativo de esta debilidad espiritual, y por tanto doctrinal y moral, que ya venía
caracterizando a la actitud reactiva que se estaba precipitando durante el siglo XVII, lo
constituye el hecho de que durante el siglo siguiente, el XVIII, el “siglo ilustrado
europeo”, España apenas da muestras de una vitalidad moral y espiritual endógena o
propia capaz de contestar con sus propios recursos intelectuales y morales católicos al
“progresismo” europeo, primero liberal y luego democrático-revolucionario, salvo en
casos más bien puntuales y aislados, y por ello por cierto más admirables —como
pudieron ser, por ejemplo, el del padre Feijoo en la primera mitad de dicho siglo o el de
un Jovellanos en la segunda mitad del mismo—, sino que más bien tendió a acentuar su
actitud reactiva bajo la forma de una escolástica ya doctrinalmente esclerotizada y por
ello desvitalizada e ineficaz. Y fue dicha actitud reactiva la que, precisamente, vino a
dar ocasión y a realimentarse con un tipo de progresismo español a su vez y por su
parte muy característico, a saber, una especie de progresismo extranjerizante, sin duda
(casi) siempre instigado por intereses extranjeros antiespañoles, básicamente importado
y de imitación (sobre todo, como es sabido, “afrancesado”), y por ello siempre teñido
de un aire artificial y prefabricado, y por tanto asimismo no ya propiamente activo, sino
también reactivo y claramente vengativo, en este caso, reactiva y vengativamente
antitradicional y antiespañol. Y en este juego destructor ha consistido a mi juicio la
trágica realimentación española entre “tradicionalistas” y “progresistas” que ya
28
comenzó a precipitarse durante la segunda mitad el siglo XVIII y que luego cristalizó y
arraigó hasta los tuétanos en la vida social y política española durante todo el periodo de
la España contemporánea, ya desde la guerra de la Independencia hasta el mismísimo
día de doy: en la realimentación mutua negativa y por tanto imparable entre una
pretendida “tradición” que, queriéndose católica y española, respondía cada vez menos
a una tradición popular viva dotada por ello de una efectiva continuidad activa y
consistía cada vez más en una mera autorrepresentación reactiva meramente contraria
al progresismo (y/o luego a toda revolución), y un progresismo a su vez no menos
impostado y asimismo básicamente reactivo y vengativo, cuyo norte no parecía ser otro
que el de contrariar la tradición española en cuanto que católica. No es este, como ya
decía, el momento y el lugar para detenernos en un análisis como fuera preciso de esta
trágica realimentación que me parece que caracteriza estructuralmente toda la historia
de la España contemporánea, sin duda con múltiples y diversas modulaciones,
atravesando todas las guerras civiles decimonónicas, singularmente despiadadas y por
ello comunitariamente desgarradoras, y culminando en la guerra civil del 36 a 39 del
pasado siglo, que sin duda constituye el episodio espiritualmente más trágico de toda la
Historia de la España moderna —y puede que de toda su Historia, sin más—, y cuya
siniestra sombra ya se va viendo, sobre todo según ha ido trascurriendo el régimen
iniciado en el año 1978, que es demasiado alargada, tanto que se diría interminable.
Y si a esta trágica realimentación le añadimos, conjugada con ella, la tendencia a
la disgregación entre las partes que han ido conformando la unidad histórica socio-
política española, tendencia siempre en alguna medida presente con diversos grados de
intensidad desde la formación misma de la unidad nacional política española por los
Reyes Católicos a fines del siglo XV y el comienzo del imperio en el siglo siguiente —
y los casos de Portugal durante el siglo XVI y de Cataluña durante el siguiente serían
suficientes para recordarlo—, y que en todo caso culmina a partir de la disgregación del
imperio durante todo el siglo XIX, podremos hacernos una idea cabal de la tragedia que
ha constituido a la historia de España. Y la razón de dicha tendencia a la disgregación
reside a mi juicio en la índole misma de la unidad histórica sociopolítica española, pues,
como ya dijimos, España, antes de constituirse como una nación política más
analogable a las restantes europeas, se constituyó, ya desde la Reconquista, como un
proyecto imperial católico de vocación comunitaria universal, y por tanto como un
proyecto de alcance necesariamente tras-nacional o ultra-nacional, que sin duda
comenzó a realizarse como tal proyecto tras-nacional con la Hispanidad. Se comprende
entonces que, primero el desfallecimiento, ya durante los siglos XVI y XVII, y luego
ya el ulterior y definitivo hundimiento, durante el siglo XIX, del impulso espiritual
meta-político comunitario universal que mantenía políticamente unidas a “las Españas”
tuviera que repercutir sobre un tipo de unidad política que, precisamente en el caso de
España, se asienta o se asentaba sobre aquella unidad meta-política comunitaria
universal. Primero fueron, en efecto, las Españas que constituían la Hispanidad las que
se disgregaron durante el siglo XIX, y acto seguido, y significativamente, hicieron su
presencia los nacionalismos regionales fragmentarios dentro de la nación española sin
cejar nunca desde entonces hay hoy en su tendencia a poner en cuestión y perturbar la
unidad nacional política española.
Y a este respecto me parece que no dejan de ser antropológicamente
significativos los tintes verdaderamente siniestros que adoptó la definitiva disgregación
política de la Hispanidad en el siglo XIX, así como el oscuro rencor que no ha dejado
después de caracterizar a los nacionalismos fragmentarios españoles. Por lo que respecta
29
al primer caso: sabido es que detrás de las revueltas independentistas de las que
llegarían a ser las nuevas naciones políticas hispanoamericanas estaban actuando, una
vez más y como siempre, intereses extranjeros geoestratégicamente antiespañoles, sobre
todo franceses, y que los líderes criollos de las mismas, los Bolívar, San Martín y
compañía, no pasaron de ser prácticamente unos monigotes de dichos intereses —y que
las nuevas naciones resultantes no han llegado a ser más que unos espectros
sociopolíticos desvaídos en muy buena medida mutilados de personalidad y tradición
históricas—. Pero esto no acaba ciertamente de explicar el siniestro y furioso odio de sí
del que por lo general hicieron gala aquellos insignificantes líderes independentistas
criollos. Como botón de muestra de lo que estoy diciendo, voy a citar un pasaje del libro
de Pío Moa del 2010 Nueva Historia de España en el que se traen a colación unas
muestras muy representativas de dicho odio de sí. El pasaje dice así: “Un aspecto
llamativo fue el odio frenético contra los españoles. Bolívar afirmaba a un inglés: ‘El
objetivo de España es aniquilar al Nuevo Mundo y hacer desaparecer a sus habitantes,
para que no quede ningún vestigio de civilización (...) y Europa sólo encuentre aquí un
desierto (...) perversas miras de una nación inhumana y decrépita’. El imperio
constituía ‘la tiranía más cruel jamás infligida a la humanidad’, que había “convertido la
región más hermosa del mundo en un vasto y odioso imperio de crueldad y saqueo’.
Llamó a ‘destruir en Venezuela la raza maldita de los españoles (...) Ni uno solo debe
quedar vivo’. Panegiristas de Bolívar siguen tomando esa guerra a muerte por ‘su mayor
timbre de gloria’. Santander ordenó asesinar a 36 oficiales españoles presos,
previamente indultados por Bolívar: ‘Me complace particularmente matar a todos los
godos (españoles)’, dijo. Un presente que le recordó el indulto fue también fusilado
sobre el terreno. Campo Elías, lugarteniente de Bolívar y nacido en España, declaró: ‘La
raza maldita de los españoles debe desaparecer. Después de matarlos a todos, me
degollaría yo mismo, para no dejar vestigio de esa raza” (ver en las páginas 700 y 701
de dicho libro). Y Pío Moa cree poder dar una explicación suficiente de estos
espeluznantes testimonios añadiendo por su parte este comentario: “Era la herencia de
Las Casas y de la Ilustración francesa. Dado que todos ellos eran españoles “de raza” el
asunto resulta grotesco” (ver en la página 701). Mas precisamente lo “grotesco” de este
asunto no se explica suficientemente, me parece, limitándose a apelar a la influencia de
Las Casas y de la Ilustración francesa. Para poder comprender de algún modo este
oscuro, siniestro y furioso odio de sí es preciso apelar una vez más, me parece, al tipo de
realimentación trágica de la que estoy hablando, una realimentación que en el caso de
las revueltas independentistas hispanoamericanas precisamente adoptó un grado de
intensidad y una condición descarnada inusitadas y profundamente significativas: Pues
aquí se concitaron en efecto los odios reactivos mutuos más intensos y descarnados
entre unas fuerzas “progresistas” independentistas sin duda ridículamente manipuladas
por los intereses geoestratégicos extranjeros más radicalmente antiespañoles con un
catolicismo hispano que había perdido ya toda fuente activa de vitalidad moral
metapolítica. No había salida ciertamente a tanto odio mutuo reactivo y por ello a tanto
odio de sí.
Y por lo que respecta a los ulteriores nacionalismos fragmentarios españoles,
quiero limitarme a señalar aquí sólo esto —dejando ahora al margen la explicación de
su complejo y peculiarmente paradójico origen, que por lo demás sería una cuestión
importantísima de analizar—: que cuando su acción se ha manifestado más virulenta y
eficaz ha sido precisamente a partir del régimen constitucional del 78 del pasado siglo
en adelante, llevando a España, en combinación con las demás características de este
régimen que ahora apuntaré, a una situación ciertamente muy delicada. Por lo que
30
respecta a dicho régimen, me parece que hoy ya podemos reconocer, siquiera por sus
resultados, que están a la vista de todos, que ha acabado mostrándose como el régimen
íntegramente más corrupto y destructor de la nación de toda nuestra historia
contemporánea. Durante su decurso, en efecto, las izquierdas, en España de suyo
siempre reactivas, vengativas y antiespañolas, en connivencia con los nacionalismos
fragmentarios igualmente reactiva y vengativamente antiespañoles, no han venido a la
postre a hacer otra cosa más que poner en práctica una política reactiva disolvente de la
nación esencialmente derivada de su impulso compulsivo de revancha y de venganza
por una guerra que ni pudieron ni supieron ganar y cuya derrota desde luego no han sido
jamás capaces de asimilar. Las derechas, por su parte, una vez más han demostrado no
ser capaces de salir de la maraña de tensiones en las que en España siempre han estado
básicamente sumidas, habida cuenta de su inclinación congénita, por un lado, a poner
por encima de todo la defensa de los intereses socioeconómicos de las clases
económicas privilegiadas, y por lo mismo y a su vez por su cobardía y pusilanimidad a
la hora de defender a España frente a las fuerzas antiespañolas de las izquierdas y los
nacionalismos fragmentarios —entre otras cosas, porque también ellos tienen infiltrados
entre sus filas, y en sus más altas esferas, intereses internacionales antiespañoles. En
esta tesitura, puede comenzarse a comprender el tipo y el grado de corrupción
institucional que está anegando a España. Mas lo cierto es que dicha corrupción sólo se
comprende plenamente cuando advertimos que ella no podría arraigar y desarrollarse
como lo está haciendo si no tuviera un punto de aplicación y realimentación decisivo, a
saber, el tipo y el grado de vileza moral, debido básicamente a la codicia económica
igualitaria, al que ha llegado la práctica totalidad de la llamada “sociedad civil”
española, una vileza que sin duda ya comenzó a apuntar en la etapa del “desarrollo” del
régimen anterior, pero que sólo ha cristalizado y arraigado con una intensidad hasta
ahora desconocida al compás del desarrollo socio-económico y político del actual
régimen. Así pues, lo verdaderamente “indignante” de nuestra situación actual, no es
sólo, ni principalmente, el estado de corrupción política e institucional, sino, aún más
radical y decisivamente, la corrupción vital y moral de la actual sociedad española. Una
sociedad, en efecto, que ha pasado, demasiado súbita y sorprendentemente, de unas
formas de vida que todavía retenían bastante, aun acaso con cierto grado de mojigatería,
de la vida civil comunitaria tradicional católica (y ello en buena medida debido a que lo
que tuvo de verdadera inspiración metapolítica católica el régimen de Franco mantuvo
hasta donde pudo encauzada en esta dirección a la sociedad), a unas nuevas formas de
vida social radicalmente “emancipadas” de aquellas otras (las típicas de la actual
cultura social neo-socialdemócrata, pero extremadas). Y es dicha súbita y sorprendente
transmutación la que no puede dejar de llamarnos antropológicamente la atención y
requerir alguna explicación por nuestra parte. Y a este respecto yo me atrevería a
sugerir que una vez más se trata de una nueva modulación de las trágicas
realimentaciones contemporáneas característicamente españolas. Pues semejante súbita
y radical “emancipación” podría verse, de nuevo, dado sin duda determinado grado de
desarrollo socioeconómico general, como un efecto del rencor civil reactivo
anticatólico que tiende en efecto a adoptar, se diría que casi mecánicamente, formas
sociales de vida abstracta y reactivamente contrarias a todo lo que remotamente pueda
sonar a las formas de vida civil católica. Ahora bien, para acabar de comprender esta
reacción es preciso asimismo recordar cuál era la Iglesia católica española realmente
existente frente a la que se ha acabado reaccionando de este modo. Ha sido ésta una
Iglesia que, literalmente salvada del exterminio físico por la victoria de Franco en la
guerra, se propuso como principal objetivo, al menos mientras el régimen franquista se
mantenía fuerte, el de ocupar la mayor cantidad de espacio y poder políticos en su
31
propio beneficio como institución particular, en vez de ocuparse en la custodia, como
hubiera sido su deber, de los valores metapolíticos comunitarios de la vida social, a la
vez que, y por otro lado, no perdió ni un minuto en apuntarse a los nuevos vientos
políticos democráticos que, provenientes de Europa (de una Europa ya en proceso de
profunda descomposición moral y de descuartizamiento político y económico, frente a
las apariencias), sin duda comenzaban ya a debilitar al régimen franquista. Era una
Iglesia, por tanto, que tampoco estaba en condiciones de darle muchas lecciones
morales a nadie, y que por ello una vez más dio pie, dadas ciertas condiciones
socioeconómicas, a su contra-reacción casi mecánica.
En semejante tesitura, no sería de extrañar, en definitiva, que el futuro más bien
próximo al que España se esté viendo abocada sea éste: no ya, ni siquiera, el de acabar
convertida en una colonia o semicolonia de alguna potencia europea, sino algo aún más
pequeño y miserable: el de acabar convertida en un puñado desperdigado de colonias o
semicolonias dependientes o semidependientes de diversas potencias europeas. Unas
potencias éstas que a su vez se encuentran en un permanente estado de guerra siquiera
latente (por el momento, político-financiera; pero sin excluir la posibilidad de una
guerra propiamente militar), en el contexto asimismo de una guerra latente planetaria
que, aun cuando su posible configuración geoestratégica no sea todavía hoy fácil de
predecir, en todo caso de ninguna manera resulta improbable.
Después de todo, ¿por qué el mundo moderno debía acabar teniendo alguna
“solución”, siquiera relativa? Las diversas beaterías idealistas seguramente contarán con
ello. Pero una genuina filosofía de la razón vital e histórica no tiene por qué tener esta
seguridad.
Las Rozas de Madrid, junio y septiembre de 2013
1
Adenda: Una nota sobre la idea de Ortega de la “crisis del hombre europeo” y su
relación con la idea problemática de “Humanidad”.
Autor: Juan B. Fuentes
Nota: Redacté el breve escrito que ahora sigue en principio como un esbozo para incorporar y
refundir al escrito de solicitud de un Proyecto de Investigación de un grupo de investigación del
que formo parte. Pero una vez escrito advertí que, ligeramente reformulado, podría servir como
un complemento significativo al texto precedente de este E-print. Ésta es la razón por la que lo
añado ahora como adenda a dicho texto.
En el Prólogo para franceses (escrito en mayo de 1937) y el Epílogo para
ingleses (escrito en abril de 1938) a la Rebelión de las masas (publicado en 1927)
insiste Ortega, y no como un aspecto lateral, sino como la razón (teorética) y el motivo
(práctico) centrales de dichos escritos, en lo que a veces llama “la crisis del hombre
europeo”, o también por extensión la “crisis del hombre occidental”, o simple y
escuetamente la “crisis del hombre”.
Es muy pertinente recordar —y más aún a propósito de quien siempre quiso
pensar y escribir desde y para alguna circunstancia histórica determinada— que ambos
textos están escritos en un momento muy significativo de la historia contemporánea de
Europa (y/o de Occidente) y de su propio país, y con la vista puesta por tanto en dicho
“momento”: en medio de la guerra civil que estaba asolando a su propia patria, España,
y entre medias de las dos grandes guerras mundiales, y/o por tanto europeas, del siglo
XX, y muy en particular a la vista de lo inminente de las segunda guerra, sobre cuya
inminencia en realidad precisamente gira sobre todo el “Epílogo”.
Así pues, cuando Ortega habla de la mencionada “crisis”, está hablando desde
dentro de, y con plena conciencia de ello, una “crisis” histórica especialmente
dramática, cuyo fondo antropológico, creo, es que el precisamente quiere comprender, y
cuyo primer ensayo de comprensión ya había cristalizado en La rebelión de las masas,
cuyos corolarios, especialmente dotados de urgencia por la inminencia de la segunda
guerra, está extrayendo en los mencionados “Prólogo” y “Epílogo”.
Y dicha crisis es entendida por Ortega ante todo como el extrañamiento o
“desentrañamiento” del conjunto de los pueblos europeos respecto de lo que había
constituido su propia historia —real, efectiva, dada, no ideal—, y ello como
consecuencia de la formación de ese nuevo tipo hombre concebido por Ortega como el
“hombre masa”.
Caracteriza al “hombre masa”, en efecto, según Ortega, una “pavorosa
homogeneidad”, que se va extendiendo indistintamente “de un cabo a otro” de
Occidente, y que es la resultante de que los usos y costumbres sociales están quedando
cada vez más abstractamente homogeneizados por las imposiciones (mecánicas) de los
productos de una “técnica científica” que dicho hombre se limita a usar sin
responsabilizarse del sentido de dicho uso ni preocuparse por los esfuerzos técnicos
cognoscitivos que ha supuesto su construcción. Y es en esta medida en la que dichos
usos están quedando cada vez más “desentrañados” de aquella característica esencial de
la vida histórica de dichos pueblos, que consistía según Ortega justo en esto: en
combinar una unidad de convivencia social entre ellos, con la inevitable y deseable
2
particularidad, variedad y diversidad de sociedades distintas constituidas por cada uno
de dichos pueblos y por ello de sus respectivas costumbres. Esta combinación o
conjugación es esencial en el pensamiento de Ortega a la hora de entender ese pasado
común europeo —que en diversas ocasiones caracteriza como el “tesoro común” de los
pueblos de Europa”—: se trata de reconocer, en efecto, la presencia de un “espacio
histórico común” de “convivencia”, y además de una convivencia social “sub-política”,
y no ya de entrada política, basada en un “credo moral e intelectual común”, que
hubiera efectivamente estado actuando como el fondo común a partir del cual, y dentro
del cual, se habrían ido formando, como “grumos” o “núcleos” de “condensación”
social “más intensa”, pero sin bloquear aquella convivencia común, cada una de las
sociedades europeas capaces de generar sus respectivos cuerpos políticos. Y es justo
dicha “conjugación” la que estaría quedando rota a causa de aquella “pavorosa
homogeneidad”, la cual precisamente hace que ahora cada pueblo se “cierre sobre sí
mismo”, y en torno a su propio Estado, adoptando la forma de unas “esferas”, que
vienen a ser las nuevas “naciones políticas modernas”, y que sólo pueden mantener
entre sí, relaciones “externas” de “incomprensión”, y que justo por ello están abocadas a
sus “choques mutuos” de intereses, y de unos intereses que ya son sólo o abstractamente
económicos y técnicos, o sea a la guerra, y además a una guerra que, a diferencia de las
guerras habidas en aquel “viejo” pasado europeo, que tenían más bien el aire, nos dirá
Ortega, de “rencillas domésticas de vecindad” que se ponían como límite la
“aniquilación del enemigo”, ahora se trata de una guerra por principio “interminable”
en cuanto que justamente no se pone como límite dicha aniquilación. Así pues, es la
mencionada “homogeneización” la que justo lleva al “particularismo” de intereses (y
tanto entre los diversos pueblos de Europa como en el seno de cada uno de ellos bajo la
forma del particularismo de las nuevas clases sociales), unos intereses abstractamente
económicos y técnicos acordes con dicho tipo de homogeneización, y que no pueden
sino desembocar en una guerra latente permanente entre dichos pueblos, así como en
posibles guerras civiles, y además abocada a la mutua aniquilación. Como nos dirá en el
mencionado “Epílogo”: “La pura verdad es que desde hace años Europa se halla en
estado de guerra, en un estado de guerra más radical que en todo su pasado”.
Ésta es, pues, la explicación antropológica, o histórico-antropológica, que Ortega
da a la “crisis del hombre europeo” de nuestro tiempo. (Y a mi juicio esta explicación es
de tal profundidad y envergadura que los acontecimientos históricos posteriores a la
resolución de la última gran guerra hasta el mismo día de hoy no han hecho sino
corroborarla, y cada vez más intensamente).
Así pues, si bien es cierto que Ortega ha hecho una crítica muy aguda, y por
cierto bien irónica, a la idea de “Humanidad” —muy en particular, como es sabido, al
comienzo mismo del mencionado “Prólogo”, cuando declara que él nunca se ha
dirigido a la “humanidad”, sino que ha hablado siempre “desde España” y “para
España”, o bien para “otros pueblos europeos” u “occidentales” determinados— , lo
cierto es que Ortega no estaría criticando indistintamente cualquier idea de
“humanidad”, sino precisa y justamente a esa humanidad abstracto—homogénea
asociada al hombre-masa, que es la que se ha desentrañado de lo que, por nuestra parte,
podríamos considerar o interpretar —y precisamente a tenor de su tipo de crítica— que
es la genuina “humanidad” que Ortega sí hubiera estado defendiendo, a saber: la
constituida por la mencionada conjugación entre la unidad universal de convivencia
histórica de raíz siempre subpolítica, capaz de generar por ello un “derecho común” a
partir de dicha convivencia —y por tanto no ya un derecho “inter-nacional”, sino más
3
bien “tras-nacional”—, y la inevitable y deseable condición de sociedades relativamente
particulares, cada una con sus correspondientes cuerpos políticos, y su vez con la
suficiente permeabilidad social entre sí como para dejar margen a dicha decisiva
convivencia.
Y así, aunque Ortega no ha sido nunca todo lo preciso que hubiera sido deseable
a la hora de identificar históricamente dicha “unidad universal histórica de
convivencia”, tampoco ha dejado de dar las pistas suficientes para poder llevar a cabo
por nuestra parte una interpretación atenida a razones: pues en diversas ocasiones (tanto
en el “Prólogo” como en el “Epílogo”), a la vez que ha filiado el origen de la “vieja
Europa” prototipo de aquella convivencia universal en torno al siglo XI, por tanto, en el
momento mismo de cristalización de la vieja Europa cristiana (todavía católica),
heredera a su vez del Imperio romano una vez desaparecido éste de la historia, no ha
dejado asimismo de apuntar a la formación de las nuevas naciones políticas europeas, o
acaso mejor a los nuevos Estados nacionales modernos, como el comienzo histórico de
estas nuevas formaciones socio-políticas “esféricas” ya encerradas sobre si mismas y
tendentes por ello a la incomprensión y al choque mutuos interminables.
Y a su vez, y por lo mismo, tampoco sería una hipótesis interpretativa a
descartar ésta: aquella que advirtiera la semejanza entre aquella vieja Europa cristiana
heredera del imperio romano y, precisamente, la formación histórica de España durante
y después de su Edad Media, y ello a tenor de lo que a su vez el propio Ortega ya nos
había dicho al respecto en su España invertebrada (publicada en 1921, y en donde por
primera vez anticipa, en el capítulo segundo de su Segunda Parte, la idea del hombre-
masa). Pues aquí Ortega se ha permitido (en el capítulo cuarto de la Primera Parte de
dicho libro) ni más ni menos que asimilar a Castilla con Roma, y no de cualquier modo,
sino justamente como las dos únicas unidades socio-políticas históricamente conocidas
capaces de haber llevado a cabo una tarea histórica de “integración” por “agregación”
de diversos pueblos en una unidad universal de convivencia en la perspectiva de una
“Welpolitik”, caracterización ésta a su vez enteramente congruente con su diagnóstico
de las causas de la “desvertebrevación” de la España contemporánea, que precisamente
residirían en el “particularismo” (frente a aquel “integracionismo”), tanto el
particularismo de las “regiones” como el de las “clases”, que tiende en efecto a
“disgregar” aquello que estaba históricamente integrado.
En este sentido, el presunto modelo “germánico” desde el que se ha supuesto
que Ortega hubiera abogado en un principio por la unidad europea de su época habría
ciertamente que matizarlo y reinterpretarlo con algún cuidado: precisamente, según
creo, en el sentido de asumir que, en todo caso, Ortega hubiera podido ver en la
Alemania de su época, y sólo hasta cierto momento, una suerte de réplica
contemporánea de la Castilla en su momento generadora de España y la Hispanidad. Y
sólo, como digo, hasta un cierto momento en el que dejó claramente de ver en Alemania
dicha virtualidad —inclinándose más bien, ante la inminencia de la segunda guerra,
precisamente por la victoria “aliada”—: hasta el momento en el que en efecto se
persuadió del fenómeno del “colectivismo en Alemania”, como reza la serie de
artículos que escribió en 1935 —y en los que se permitió recordar que ya los romanos
habían visto en los germanos el “furor teutonicus”, o sea su “ceguera” para la
“multilateralidad de la vida”—, y ello precisamente como síntoma del modo como
dicho pueblo estaba encerrándose dentro de su propio particularismo frente al resto de
Europa. Y a este respecto resulta asimismo por cierto tan significativo como dicho
4
grupo de artículos el prólogo que en 1941 le puso a la edición argentina del libro de
1922 del historiador alemán Johannes Haller sobre Las épocas de la historia alemana,
en el que de nuevo Ortega nos señala el característico particularismo germano con el
que dicho historiador percibe la historia de Alemania en relación con la de los demás
pueblos europeos.
Y por todo ello me parece que hay una profunda relación interna entre el
proyecto filosófico orteguiano de una “razón vital e histórica” (expuesto canónicamente,
como es sabido, en su obra El tema de nuestro tiempo, de 1923) y su propia concepción
de la formación histórica de las unidades de convivencia universal entre pueblos
diversos. Pues el componente o aspecto “racional” de dicho proyecto sería sin duda
solidario de dicha forma de entender la “universalidad” o “unidad histórica de
convivencia”, a la vez que la inexorable radicación “vital e histórica” de dicha
racionalidad tendría justo que ver con la necesaria y siempre deseable pluralidad y
diversidad de pueblos particulares dotados cada uno de sus propias peculiaridades
socio-culturales e históricas y por ello políticas.
Y más aún: a despecho de su presunto germanismo, me parece que tampoco
carece de interés la siguiente hipótesis interpretativa: la que advierte en el proyecto
filosófico de una “razón vital e histórica” precisamente estos dos componentes, el
“académico”, sin duda de formato alemán, y el “mundano”, éste de estirpe sin
embargo precisamente española y/o hispánica. Por un lado, sin duda, hubiese sido su
formación filosófica académica alemana la que le hubiera puesto inicialmente en
sintonía ante todo con la misma sensibilidad intelectual y cultural de la que
ulteriormente fuera llamada la “revolución conservadora” alemana, en el sentido de
asumir, sobre todo desde las “filosofías alemanas de la vida” opuestas al propio
idealismo alemán (trascendental a priori, o histórico-real), y muy especialmente debido
a Nietzsche y Goethe, la idea de una inexorable y deseable pluralidad y particularidad
de pueblos dotados cada uno de ellos de sus propios usos y costumbres, y ello
precisamente frente a la homogeneización abstracta económico-técnica a la que se
estaba viendo abocado Occidente. Pero a su vez este solo aspecto, que de suyo o por si
mismo tiende inevitablemente al “particularismo” (aunque fuera intencionalmente al del
las propias costumbres), no podía acabar de satisfacer a un español, es decir, a un
hombre entero y real (no ya meramente académico) procedente e inmerso en la vida
social de una unidad histórico-social que, aun cuando ya sumida a la sazón en un
proceso de desvertebración de su vieja unidad universal histórica de convivencia entre
pueblos diversos, había sido justamente eso: una unidad histórica universal ilimitada de
convivencia sub-política entre sus pueblos (entre las Españas) como referencia y garante
meta-políticos de su unidad política. Y de aquí precisamente su empeño en “no perder la
razón” en aras de ningún particularismo vital o histórico. Y es este empeño el que sería
de raíz y de factura histórico-mundanas característicamente hispanas.
Y otra cosa es, por fin, que, por así decirlo, a Ortega no le salieran nunca del
todo bien las cuentas, desde un punto de vista filosófico-técnico, a la hora de ajustar la
razón con la vida y con la historia. Pero este bloqueo filosófico-técnico de su proyecto
mundanamente hispano habría que atribuírselo precisamente al lastre de su formación
académica alemana. Pues ha sido justamente la tradición filosófica alemana
contemporánea, ya desde el idealismo puro trascendental kantiano, la que una y otra
vez ha girado como una peonza sobre la alternativa vacía entre un idealismo puro,
trascendental ante-histórico (kantiano) o histórico-real (hegeliano), en todo caso siempre
5
inservible, por desvitalizado y ahistórico, para entender la realidad, facticidad y
complejidad de la verdadera historia concreta (cosa que Ortega sabía a la perfección,
como nos dio muestra de ello en su Prólogo para alemanes de 1934 al Tema de nuestro
tiempo), y un vitalismo irracional no menos “puro” (no menos puramente irracional),
en cuanto que mera reversión negativa abstracta de aquel idealismo puro desvitalizado e
históricamente inservible y por tanto a la postre deudor de dicho idealismo. Y la
cuestión es que Ortega no llegó a desembarazarse nunca por completo, ni de dicho
vitalismo ni de aquel idealismo, lo que hizo que su filosofía, en ejercicio, siguiera en
buena medida girando, frente a sus pretensiones mundanas hispanas, entre medias de
las ideas alemanas de una “vida” a la postre nunca dejada de pensar de un modo sub-
cultural y una “cultura” no menos a la postre dejada de pensar como extra o supra-vital.
Luego el reto que hoy, y en España, Ortega nos plantea es éste: ajustar
técnicamente bien su filosofía de una razón vital e histórica, y por tanto poder llegar a
realizara, del único modo posible: en una clave genuinamente española, y desde luego
desde el presente.
Las Rozas de Madrid, noviembre de 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario