viernes, 25 de octubre de 2013

Profesor Juan Bautista Fuentes. Antropología Filosófica I y II



Autor
Juan Bautista Fuentes Ortega


Proyecto docente 
de las asignaturas de
 Antropología filosófica I y II 



ÍNDICE

O.— Una nota previa de orden académico-administrativo planteada

filosóficamente ................................................................................. 1

1.— Índice de los contenidos del programa docente de las clases “teóricas” .......... 8
2.— División del programa docente “teórico” en las dos asignaturas “teóricas” de Antropología filosófica I Antropología Filosófica II
actualmente vigentes ......................................................................... 11

3.— Justificación y comentario de los contenidos y la estructura

del programa docente “teórico” ............................................................. 12


3. 1. Primera Parte (correspondiente a la asignatura de

Antropología filosófica I) ..................................................................... 12


3. 2. Segunda Parte (correspondiente a la asignatura de

Antropología filosófica II) ..................................................................... 33

4.— Bibliografía del programa docente “teórico” .......................................... 63

5.— Justificación y comentario de la Bibliografía del programa

docente “teórico” ............................................................................... 64

6.— Organización y contenidos de las clases “prácticas” ................................ 65 6. 1. Curso de clases “prácticas” de Antropología filosófica I ............................ 65 6. 2. Curso de clases “prácticas” de Antropología filosófica II ........................... 69 




Nota: El presente texto es el del Proyecto Docente que su autor presentó en febrero de 2011 para opositar y obtener una cátedra de Filosofía de la Facultad de Filosofía de la UCM. Desde entonces este texto viene siendo utilizado con algún provecho por no pocos estudiantes de las asignaturas de Antropología filosófica I y II del Grado de Filosofía de nuestra Universidad, no ya ciertamente como un manual de las asignaturas, que no lo es, pero sí como una guía — esquemática, pero global y comprensiva— del planteamiento del autor sobre las principales cuestiones que importan a la Antropología filosófica de nuestros días. Por la misma razón el texto viene asimismo interesando y siendo utilizado por estudiantes de otras asignaturas y estudios de nuestra Facultad —de Grado, Master y Doctorado—, que de diversas maneras tienen que ver con la Antropología filosófica, y más en general por personas interesadas en los planteamientos filosóficos del autor sobre las mencionadas cuestiones. Es debido a este interés por lo que hemos decidido editar ahora este texto como E-print de la UCM.
O.— Una nota previa de orden académico-administrativo planteada filosóficamente.
Hasta el curso 2009-2010 en la Facultad de Filosofía de la UCM ha existido una asignatura de Antropología, perteneciente al antiguo plan de estudios, de carácter troncal y de primer ciclo, impartida en el primer curso de la licenciatura, cuya duración era anual, de 11 créditos, y organizada de manera que 8 de estos créditos eran “teóricos” y 3 “prácticos”. Dadas las notables y peculiares dificultades, de las que luego hablaremos, que comporta una asignatura como ésta en una licenciatura de Filosofía, la mencionada duración y organización de la asignatura permitían no obstante, siquiera sea por comparación con el estado actual, una cierta presentación general y comprensiva de la misma llevada a cabo con alguna holgura. Pero el nuevo plan de estudios resultante de las directrices de Bolonia ha traído consigo la necesidad de fragmentar la antigua asignatura en dos nuevas obligatorias cuatrimestrales —Antropología filosófica I y Antropología filosófica II—, impartidas ambas asimismo en el primer curso del nuevo grado, de 6 créditos de nuevo tipo cada una, de los cuales 3’75 han de ser teóricos y 2’25 prácticos. Además, aunque cada estudiante debe cursar obligatoriamente ambas asignaturas, puede hacerlo con profesores diferentes, de manera que el profesor que vaya a impartir ambas asignaturas se encontrará inevitablemente con el hecho de que algunos de los estudiantes que cursen con él la primera de ellas no cursarán la siguiente, y con estudiantes que no habiendo cursado con él la primera cursen sin embargo la segunda.
No es éste ciertamente el lugar para proceder a una crítica general y a fondo de las consecuencias que estimamos que las nuevas directrices emanadas de Bolonia van a tener para los estudios universitarios (y por tanto secundarios) de Filosofía, pero tampoco podemos dejar de considerar los efectos que estas directrices han de tener al menos sobre el caso de la asignatura que aquí nos ocupa. Como acabo de apuntar, y más adelante comentaremos con más detalle, la asignatura de Antropología en los estudios universitarios de Filosofía comporta ciertas dificultades notables y especiales. Débese ello al hecho, para empezar, de que la “materia” o la “disciplina” de “Antropología” — entendida siempre, desde luego, como antropología filosófica— no posee ciertamente el
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mismo tipo de contornos temáticos que pueden tener otras “disciplinas” filosóficas, como puede ser el caso, por ejemplo, de la “Lógica”, la “Teoría del Conocimiento”, la “Ética” o la misma “Metafísica”, puesto que de alguna manera la “Antropología” viene a coincidir, de un modo que luego precisaremos, con el conjunto de la filosofía y de su historia. Es muy cierto, desde luego, al menos a nuestro juicio, que las llamadas “disciplinas” filosóficas, como las que acabamos de mencionar o cualesquiera otras, no pueden ser entendidas sino como “miembros” funcionales puestos al servicio de una unidad “orgánica” indestructible, la de la propia filosofía, sin la cual unidad ésta se desmorona inevitablemente, es decir, pierde su inexorable condición de saber unitario totalizador universal. Pero no es menos cierto que, dentro de esta unidad orgánica indestructible, sus distintos miembros funcionales pueden adquirir, y de hecho así lo han ido haciendo a lo largo de la historia de la filosofía, cierta consistencia y autonomía temáticas propias siquiera relativamente. No es éste exactamente el caso, sin embargo, nos parece, de la antropología filosófica. Si asumimos, en efecto, que al menos desde la obra de Max Scheler El puesto del hombre en el cosmos, a partir de la que precisamente la “antropología filosófica” ha venido a institucionalizarse académicamente como una “disciplina” filosófica contemporánea propia, esta “disciplina” ha tomado como su cometido nuclear el de la reflexión filosófica acerca del “puesto singular del hombre en el mundo” en cuanto que “lugar de apertura”, tanto “cognoscitiva” como “estimativa”, a la “totalidad de la realidad”, es inevitable advertir que las dimensiones “cognoscitiva” y “estimativa” de la mencionada apertura humana al mundo vienen a coincidir respectivamente con los ineludibles momentos “teorético” y “práctico” de toda filosofía posible en cuanto que actividad precisa y genuinamente humana. En este sentido, bien puede decirse —como sin duda se ha dicho— que la antropología filosófica contemporánea constituye, más que una nueva disciplina o materia filosófica propiamente dicha, una especie de “movimiento”, o “giro”, o “inflexión” de la propia filosofía que viene a incidir, o a tomar una nueva forma más acusada de conciencia acerca de la condición humana como el lugar mismo donde la propia filosofía se torna inevitablemente hacedera. Se comprende entonces que la “antropología filosófica” se vea llevada, y precisamente en cuanto que tarea filosófica, a tener que situar su lugar en el conjunto de la filosofía y de su historia, y con ello a detectar y reinterpretar, en el curso de un círculo hermenéutico inexcusable, sus posibles antecedentes en la historia misma de la filosofía. Y éste es ciertamente el sentido, en el que, como decíamos, la antropología filosófica, más que constituir un tema particular más al lado de otros posibles dentro del conjunto de la filosofía, viene de algún modo a coincidir con la totalidad de ésta.
Pero además, y en segundo lugar, la “antropología filosófica”, como saber (filosófico, sin duda) actual o contemporáneo, no puede proceder al margen de las aportaciones de ciertos saberes positivos particulares actuales antropológicamente significativos. Pues no puede decirse en efecto que dicha apertura humana al mundo sea algo ajeno a ciertas condiciones o “características” positivas asimismo humanas: para empezar, la inexcusable condición corpórea o carnal (biopsicológica) del hombre, y asimismo la específica condición socio-cultural e histórica, o sea institucional, de sus obras, características éstas que son a su vez estudiadas por diversos saberes positivos particulares de inequívoca significación antropológica —biopsicológicos, etnológicos, sociológicos, culturales, históricos...
Así pues, y en resolución, la antropología filosófica, a la vez que debe definir filosóficamente su posición en el conjunto de la filosofía y de su historia, no puede dejar
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de realizarse al margen de los contenidos ofrecidos por este tipo de saberes positivos, pero sin reducirse a su vez, en cuanto que saber filosófico, a una mera suma o reunión enciclopédica de estos saberes, sino llevando a cabo siempre alguna clase de interpretación filosófica —o sea totalizadora o comprensiva y sistemática a la vez que crítica— de dichos saberes positivos antropológicamente significativos.
Se comprende entonces que, como decíamos, la asignatura de Antropología en los estudios universitarios de filosofía comporte ciertas dificultades notables. Pues el profesor que la imparta se verá llevado a tener que comenzar haciendo, de un modo previamente fundado metafilosóficamente, una suerte de introducción general al conjunto de la historia de la filosofía, bien es verdad que escorada en la dirección de ir resaltando las diversas modulaciones que ha ido adoptando a lo largo de dicha historia la presencia del problema (meta)filosófico esencial relativo a la condición humana como lugar donde, según decíamos, precisamente la propia filosofía resulta hacedera. Hecho esto, el profesor de la asignatura podrá ya entonces comenzar a centrarse en los principales problemas que la tarea de la antropología filosófica actualmente suscita, unos problemas éstos que a nuestro juicio giran todos ellos sobre la necesidad de conceptuar, del modo más determinado y preciso posible, esa singular condición humana de “apertura al mundo” a partir de los “parámetros” establecidos por los actuales saberes antropológicos positivos.
La asignatura adquiere de este modo un volumen y una complejidad ciertamente notables, lo que sin duda la inviste de una especial dificultad. Pero no es menos cierto que, por otra parte, es esta misma dificultad la que puede convertirse en un poderoso acicate, de modo que la asignatura, así planteada, y explicada precisamente en el primer curso de la licenciatura, puede tener una significativa y valiosa función propedéutica para el resto de la carrera de filosofía.
Ahora bien, para que esta tarea sea efectivamente viable son precisas determinadas condiciones académico-administrativas, que esencialmente tienen que ver con la holgura. Y la cuestión es que hasta el curso académico 2009-2010 en la Facultad de Filosofía de la UCM estas condiciones, siquiera en alguna medida, se daban. La asignatura obligatoria anual de primer curso de Antropología permitía, por su carácter anual, al menos hacer el planteamiento (meta)filosófico sobre la antropología filosófica que aquí hemos apuntando, esbozar el mencionado recorrido histórico, y replantear después la batería básica de las cuestiones más fundamentales de la tarea de la antropología filosófica de nuestros días. Una segunda asignatura, optativa y cuatrimestral de segundo ciclo, permitía, al menos para los estudiantes que hubiesen quedado interesados, comenzar a profundizar en ciertos tópicos de la antropología filosófica de nuestros días, tarea ésta que en nuestro caso llevábamos a cabo detectando y elucidando las condiciones históricas y culturales generadas por la sociedad industrial contemporánea responsables del “giro antropológico” de la filosofía de nuestros días, un “giro” éste que nosotros planteamos básicamente como una respuesta defensiva de la tradición filosófica occidental frente al carácter cada vez más predominantemente económico-técnico de dicha sociedad y las filosofías asociadas a dicho predominio (como veremos, el idealismo y el positivismo). Por fin, el curso de doctorado nos permitía abundar, de un modo ya más avanzado y monográfico, y ante los estudiantes que lo hubieran escogido, en algún aspecto esencial de lo contemplado en el anterior curso optativo de segundo ciclo. En nuestro caso, centrábamos su contenido, en continuidad con lo expuesto en dicho curso, en una reflexión sobre las condiciones
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históricas y culturales que han ido llevando, sobre todo a partir de finales de la segunda guerra mundial, al estado actual del conjunto de los conocimientos —tanto científicos como tecnológicos; tanto naturales como culturales, y también los saberes humanísticos o histórico-totalizadores y entre ellos la filosofía—, ese estado que a su vez ha desembocado en la llamada “sociedad del conocimiento” y, como un corolario suyo decisivo, en las propias directrices universitarias emanadas de Bolonia. No es éste desde luego el momento de abundar en el contenido doctrinal de dicho curso, pero sí debo decir que su tesis fundamental consistía en advertir y dilucidar el estado actual de devastación no sólo de todo saber teorético, sino también del sentido práctico —en particular, moral y político— de cualquier saber que vaya más allá de su mera rentabilidad económico-técnica inmediata, y por tanto muy especialmente de los saberes “humanísticos” o “histórico-totalizadores” y entre ellos eminentemente la filosofía. Nuestro curso de doctorado venía de este modo a instalarse y asumir de un modo consciente la peculiar situación paradójica consistente en la tarea de intentar elucidar, todavía desde una Facultad de Filosofía, la desaparición del suelo histórico y cultural que hace posible, entre otras cosas, la existencia misma institucional académica de la filosofía, una desaparición ésta que estimamos consecuencia de la inminente invasión de las directrices universitarias de Bolonia derivadas a su vez del estado de los conocimientos característico de la denominada (con un humorismo ciertamente tan agudo como involuntario) “sociedad del conocimiento”.
Y Bolonia llegó, claro está; en nuestra Facultad ha llegado desde el presente curso académico 2010-2011, y con ello, me permito decir, la que consideramos la mayor devastación conocida hasta el presente de las condiciones académicas que hacen posible la filosofía académica universitaria (y por tanto también sus estudios en la enseñanza secundaria). Ya he dicho que no es éste el lugar para extenderme en mi crítica de las consecuencias de las nuevas directrices boloñesas sobre la universidad en general y sobre la filosofía universitaria más en particular. Pero lo que no puedo es dejar de considerar las consecuencias de dichas directrices sobre la asignatura de la que aquí tenemos que dar cuenta, cosa ésta que tampoco puede hacerse sin alguna consideración general, por mínima que sea, acerca de la factura y el sentido de dichas directrices.
Y a este respecto me limitaré a decir lo siguiente: que la obsesión compulsiva por alcanzar la eficacia práctica de los saberes de un modo ciego, o sea haciendo abstracción de los contenidos teoréticos de dichos saberes, imprime inexorablemente ciertas marcas sobre la concepción misma de la enseñanza y el aprendizaje académicamente reglados de dichos saberes. Básicamente, se trata de llevar a cabo lo que bien pudiéramos denominar como una constitutiva infantilización de la enseñanza y el aprendizaje, o bien, dicho en otros términos (gnoseológicos) más precisos, se trata de una psicologización (o psico-pedagogización) formalista de la institución de la enseñanza que incurre en el espejismo de creer en la presunta existencia de ciertas reglas pragmáticas de tipo psicológico que, consideradas haciendo abstracción de los contenidos cognoscitivos efectivos de lo que se enseña y aprende en cada caso —de aquí su carácter abstractamente formalista—, pudiera acelerar y mejorar el rendimiento del proceso mismo de dichos aprendizaje y enseñanza. Entre otras, y todas nefastas, una consecuencia de semejante concepción consiste en el acortamiento y consiguiente fragmentación de las asignaturas, consecuencia sin duda de la directriz general que cree poder reducir lo más posible el tiempo de aprendizaje en general, y otra consecuencia asimismo consiste en el predominio proporcional creciente para cada asignatura de lo
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que de un modo ciego, puramente nominal, se denominan clases “prácticas” frente a las “teóricas”.
Por lo que respecta a los estudios de nuestra asignatura en nuestra Facultad, el resultado ha sido, por lo que toca a las clases teóricas, la transformación de una sola asignatura anual, de ocho meses continuos de duración, y por tanto con una unidad académico-administrativa que en alguna medida aseguraba su unidad y continuidad de sentido, en dos asignaturas teóricas cuatrimestrales, y por tanto por fuerza administrativamente distintas. De este modo, la unidad y continuidad filosóficas de sentido de una asignatura del volumen de cuestiones y de la complejidad de las mismas que líneas arriba hemos esbozado queda inexorablemente desmembrada y por tanto rota. Incluso aquellos estudiantes que quieran seguir las dos nuevas asignaturas con el mismo profesor, en este caso conmigo, se encontrarán inevitablemente con una cesura administrativa, que comporta naturalmente dos ritmos distintos de exposición en función de los distintos contenidos secuenciados, y con dos evaluaciones administrativamente distintas, que resultan ser enteramente artificiales e innecesarios y que por tanto obstruyen más que facilitan la unidad filosófica de sentido de la materia. Pero para el caso de aquellos estudiantes que sigan sólo una de las dos asignaturas, con el profesor que fuese, y desde luego conmigo, dichos estudiantes deberán por fuerza encontrarse o bien con unos planteamientos, en todo caso no gratuitos, que quedarán por fuerza sin desarrollar, o bien con unos desarrollos cuyo sentido resultará ininteligible por desconocimiento del planteamiento al que responden. Sólo la voluntad extremada del profesor podrá paliar en lo posible el sinsentido resultante.
A la vista de esta situación, y por lo que a nosotros respecta a la hora de elaborar este “proyecto docente”, hemos optado por la siguiente solución. Reconozco desde luego que lo que aquí presentamos es, desde el punto de vista de lo que de hecho se podrá hacer, algo en buena medida utópico, puesto que lo que vamos a presentar como “proyecto” no es sino una genuina “memoria”, o sea un recuerdo de la asignatura de Antropología obligatoria y anual que llevamos años de hecho impartiendo y que ha dejado ya de existir. Pero sólo de este modo podemos conceptualmente encajar, con alguna verosimilitud —con la que se corresponde a lo que de hecho ya hemos hecho al impartir la asignatura en los años pretéritos—, el volumen y la complejidad de cuestiones que pide nuestra concepción de la asignatura con lo que sería una asignatura de Antropología cabal, no descuartizada. Mas como quiera que, a su vez, hemos de cumplir con el imperativo legal de presentar un “proyecto docente” de “una de las asignaturas asignadas al departamento” —se supone que actualmente asignadas—, sólo nos queda la opción de someter el programa que presentamos a una sencilla regla de transformación, en este caso de división aritmética; una regla sin duda tan externa y artificial con respecto al contenido y el sentido de la materia de que se trata como externo y artificial, por puramente burocrático, es el desmembramiento de la asignatura resultante de las nuevas directrices legales universitarias. Se trata, en efecto, de dividir en dos partes, del modo como se verá, el contenido de nuestro “proyecto”, de modo que dichas partes puedan ponerse en correspondencia respectivamente con las dos asignaturas, la I y la II, del nuevo plan de estudios; dos partes éstas que, se diría que casi por casualidad, pueden corresponderse con dos períodos de tiempo aproximadamente iguales, y tales que la división a la que responden ciertamente no violenta el sentido de una cierta división lógica posible de una asignatura cabal de antropología filosófica, de modo que, como decíamos, dicha división pueda ponerse en correspondencia con las
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dos nuevas asignaturas actualmente vigentes. Por nuestra parte, no hemos sido capaces de una opción que juzgásemos mejor.
Y por lo que se refiere a las llamadas “clases prácticas”, que desde Bolonia han adquirido, como decía, una preponderancia aún mayor que la que ya tenían, también nos parece preciso realizar a este respecto algunas puntualizaciones. En general, y de entrada, o sea con anterioridad a la entrada en vigor de las nuevas directrices boloñesas, nos parece que el concepto mismo de “clases prácticas”, considerado en el contexto de las humanidades y muy en especial de la filosofía, resulta ser un concepto sumamente discutible por estar preso de una insidiosa equivocidad nunca del todo, nos parece, abiertamente desvelada. Una vez más, y como en tantas otras ocasiones, debido al penoso estado de los conocimientos en la llamada “sociedad del conocimiento”, nos parece que se trata de una mera imitación externa, o sea puramente sociológica (administrativa), de lo que teniendo sin duda sentido en el contexto de las ciencias positivas particulares y de las ingenierías, no puede exportarse sin más, o sea de un modo puramente administrativo, al ámbito de las humanidades y la filosofía. Las clases prácticas tienen en efecto, como digo, pleno sentido en el seno de las ciencias particulares puramente teóricas, como las matemáticas, o en el de las ciencias particulares teórico-experimentales, como ocurre en las diversas ramas de la física, la química o en las partes más experimentales, o de “campo”, de la biología, y asimismo, desde luego, en el caso de las diversas ingenierías. Sin perjuicio de las diferencias (gnoseológicas) a su vez muy notables que se dan entre los diversos formatos de las clases prácticas de cada uno de estos distintos saberes, y en las que aquí no podemos entrar, en todo caso se trata de diversas formas de “demostraciones de laboratorio”, o “de campo”, o de “resolución” reglada “de problemas” (matemáticos, por ejemplo), que tienen básicamente la función de ejercitar al estudiante en el manejo de muestras “ejemplares”, en un sentido kuhniano, en las cuales muestras precisamente se encuentran insertos “ejemplarmente”, y debido a la condición formalmente experimental y en todo caso particular de estos saberes, los contenidos cognoscitivos de sus diversas teorías científicas, y de hacerlo además de manera que el estudiante acabe adquiriendo una cierta rutina en el manejo y resolución de dichas demostraciones que le permita comprender, sobre la muestra de dichos ejemplares concretos, el inexcusable uso experimental (o “de campo”, o práctico-matemático) de las teorías de su campo particular.
Pero si esto es así, debemos entonces preguntarnos, y precisamente como filósofos, qué puede haber de gnoseológicamente análogo a estas genuinas demostraciones prácticas en el caso de la filosofía, es decir, de un saber inexorablemente totalizador y universal (y de “segundo grado”, a nuestro juicio, en el sentido puesto en circulación por el filosofo español Gustavo Bueno). Y nos parece que la respuesta que se impone es que aquí la analogía se diluye por completo. Por ello nos parece que las únicas clases que podrían venir a ocupar, en filosofía, el lugar administrativo de las llamadas clases “prácticas” son las que pueden tener lugar en el seno de los tradicionales “seminarios”, y sólo en ellos. Lo cual supone a su vez tener alguna idea clara de la relación entre las “clases magistrales” y los “seminarios” en filosofía.
Para empezar, nos parece que la primera y principal disciplina a la que debe someterse, y durante el mayor tiempo posible, el estudiante de filosofía es la que resulta de las clases magistrales tradicionales, pues sólo esta disciplina le puede ir preparando
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para la ulterior disciplina de los seminarios. En este sentido, estimamos que la clave de unas genuinas clases magistrales reside en el hecho de que el profesor de filosofía no puede explicar filosofía sino filosofando, es decir, que no puede fingir que adopta una perspectiva meramente descriptiva o neutral al explicar cualquier contenido filosófico, tanto sistemático como histórico, puesto que inevitablemente debe ejercer la filosofía al hacerlo, es decir, debe adoptar alguna posición filosófica, la que fuere, y hacerla valer polémicamente entre medias del resto de posiciones alternativas disponibles en el momento de explicar cualquier contenido filosófico. Y en esto consiste una genuina clase magistral de filosofía, a cuya disciplina el estudiante debe irse muy atentamente sometiendo, como la única manera de irse instalando en el oficio de la filosofía. En este contexto, y sólo en este contexto, el profesor deberá ir trayendo progresivamente a colación pasajes textuales filosóficos diversos (de bibliografía primaria, pero también secundaria), e irlos comentando de un modo intercalado en el curso general de las clases magistrales. Este tipo de comentario de textos debe tener la función principal de que el estudiante vaya haciéndose una idea creciente de la extraordinaria complejidad (virtualmente ilimitada) de toda cuestión, y por ello de todo texto, filosóficos, es decir, de la intrincada red (interminable) de referencias mutuas, siempre polémicas, de unos aspectos a otros de cualquier problema filosófico a cualquier escala. Se trata por tanto, y esto es esencial, de que el estudiante vaya haciendo, y de un modo creciente mientras más aprende, la experiencia personal de su inmensa ignorancia, es decir, que vaya ahondando en la conciencia de su ilimitado desconocimiento. Pues sólo esta experiencia constituye el verdadero acicate “noético” que puede ir movilizando su “noesis” filosófica. Y será así, y sólo así, como el estudiante podrá irse preparando para comenzar a instalarse en la disciplina de los seminarios.
Pues los seminarios, siempre dirigidos por el profesor, consisten en reuniones regladas donde debe ponerse a punto el debate filosófico sobre alguna cuestión —y por tanto, en su caso, sobre algún texto o grupo de textos muy cuidadosamente escogidos—, y en donde por tanto sus participantes deben aprender a ejercitarse en la tarea de tomar la iniciativa personal a la hora de polemizar mutuamente entre sí. Mas debido, como decíamos, a la inmensa complejidad (virtualmente ilimitada), de la red de referencias mutuas polémicas que toda cuestión y todo texto filosóficos suscitan —de cada pasaje a otros pasajes de la obra de un mismo autor, o de pasajes de unas obras a otras de este autor; de pasajes u obras de unos autores a otros; de cualesquiera de estos pasajes u obras al contexto cultural e histórico “mundano” del que se nutren y a la vez realimentan... etc.—, la tarea de comenzar a instalarse en la disciplina de los seminarios sólo es viable allí donde el estudiante se haya ido ya sometiendo previamente a la disciplina del aprendizaje de los elementos del debate filosófico a partir de las “muestras vivientes” de dichos debates proporcionados por las clases magistrales del profesor. De aquí que los seminarios sólo puedan comenzar a tener lugar muy ulteriormente al sometimiento a la disciplina de las clases magistrales, y de aquí, asimismo, por cierto, que la distinción entre clases “teóricas” y “prácticas” en filosofía sea algo que en rigor carece de sentido. No hay en efecto otra “teoría” filosófica más que la que se practica en la polémica filosófica, y no hay a su vez otra “práctica” de la filosofía más que la práctica de ejercer la polémica entre diversas teorías.
Frente a esto, la insistencia en un predominio cada vez mayor de las llamadas clases “prácticas”, y su ubicación ya desde los primeros cursos del nuevo grado, no es sino la resultante del combinado letal entre la ya precedente extensión administrativa gratuita de las clases prácticas al ámbito de las humanidades y el pragmatismo ciego que
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ahora inspira las nuevas directrices universitarias, lo cual no tiene en realidad otra función más que la de acabar disolviendo y sustituyendo la virtud de las verdaderas clases de filosofía, tanto las magistrales como los seminarios, por un nuevo y singular tipo de vicio bien característico: el de incitar al estudiante, y desde el principio, a la manifestación espontánea y descontrolada de toda suerte de funciones “expresivas” y “apelativas” subjetivas, haciendo abstracción de las funciones específicamente “representativas” objetivas propias de la disciplina —y a semejante cosa suelen llamar “comunicación”. Se trata por tanto de convertir estas llamadas clases prácticas en algo muy parecido a unas sesiones de “psicoterapia de grupo”, ciertamente muy propicias al “masaje psicológico” mutuo, practicado en todo caso, y a lo sumo, con ocasión de ciertos contenidos cognoscitivos que son tomados ya, nunca formalmente y en recto, sino tan sólo materialmente y muy en oblicuo. Y desde luego que el profesor que se preste a “monitorizar” semejantes psicodramas colectivos estará, para empezar, dejando de cumplir con sus obligaciones docentes, y a la par faltando radicalmente el respeto a sus estudiantes —aun cuando éstos puedan, ya enviciándose, precisamente de entrada no advertirlo y aun subjetivamente agradecerlo.
Así pues, teniendo en cuenta que la asignatura de Antropología se imparte en nuestra Facultad en el primer curso de licenciatura —se impartía antes, y ahora se impartirán las dos nuevas asignaturas ya mencionadas—, cosa ésta que, como decíamos, puede tener una importante función propedéutica respecto del resto de la formación del estudiante, por nuestra parte no concebimos otra opción, en virtud de lo dicho sobre las relaciones entre las clases magistrales y los seminarios, más que la de tomar las llamadas clases “prácticas” como ocasión para reiterar las clases magistrales, si bien con la diferencia específica consistente en seleccionar ciertos textos clásicos (luego diremos cuáles) que tengan la virtud de ser especialmente representativos de determinadas cuestiones nucleares del contenido del curso “teórico”, y abundar más intensamente en su comentario, por parte naturalmente del profesor. Esto es, en efecto, lo que siempre hemos hecho y lo que nos proponemos seguir haciendo, en lo posible, bajo la férula de los nuevos imperativos legales.
1.— Índice de los contenidos del programa docente de las clases “teóricas”
Ofrecemos aquí el índice de los contenidos de las clases “teóricas” del programa docente de una asignatura de “Antropología filosófica” como la que de hecho hemos venido impartiendo hasta el presente. En el siguiente apartado ofreceremos la regla de división aritmética por la cual este programa puede quedar razonablemente dividido en las dos partes que pueden ponerse en correspondencia con las asignaturas de “Antropología filosófica I” y “Antropología filosófica II” del nuevo plan de estudios actualmente vigente.
I.— Presentación general: El lugar de la antropología filosófica en el conjunto de la filosofía y de su historia, y sus relaciones con los saberes positivos particulares antropológicos

1. La antropología filosófica: ¿disciplina o movimiento filosófico?

2. La presencia del motivo antropológico-filosófico en la historia de la filosofía
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3. La cristalización de la antropología filosófica en la filosofía y la cultura de nuestro tiempo

4. El problema del cuerpo humano en la antropología filosófica y su significado crítico 5. Las relaciones entre la antropología filosófica y los saberes positivos particulares antropológicos

II.— La presencia del motivo antropológico-filosófico en la historia de la filosofía

1. Coordenadas histórico-filosóficas de la cuestión: la condición corpórea del hombre y la apertura a la totalidad de la realidad como proceso histórico-cultural

2. El paradigma clásico: depreciación del cuerpo en la filosofía helénica
2. 1. El cuerpo como “tumba” del alma en Platón


2. 2. El intelecto y la crisis de la unidad sustancial hilemórfica en el Acerca del Alma aristotélico

2. 3. La depreciación del cuerpo y los límites del proyecto de universalidad de la civilización helénica


3. La revolución cultural cristiana: un nuevo proyecto virtualmente ilimitado de universalidad

3. 1. El cristianismo como refundición de la idea hebrea del pecado original, la idea griega de razón y el derecho romano


3. 2. Significado histórico-antropológico de las ideas teológicas de “Encarnación”, “Trinidad”, “inmanencia”, “trascendencia” y “Gracia”. La recuperación del cuerpo humano en el proyecto de una comunidad universal virtualmente ilimitada

3. 3. El primado práctico de la voluntad en la filosofía y la teología cristianas


3. 3. 1. El argumento ontológico-práctico como hilo conductor de la teología y la filosofía cristianas

3. 4. El papel del cristianismo en la formación del motivo antropológico-filosófico en la historia de la filosofía


4. El contexto histórico moderno: emergencia del racionalismo abstracto vinculado a la formación de una sociedad económico-técnica abstracta

4. 1. La fisonomía de la sociedad moderna: el nuevo individuo-masa económico- abstracto y el estado moderno

4. 2. El idealismo subjetivo representacional y el eclipse de la figura del cuerpo humano 5. El contexto histórico de la sociedad de nuestro tiempo: la formación de la sociedad económico-tecnológica optimizada, la consumación del eclipse del cuerpo humano en
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los nuevos proyectos idealistas absolutos de universalidad y la respuesta defensiva de las filosofías de la vida y de la historia

5. 1. La revolución industrial como cristalización de la modernidad y como pórtico de la sociedad económico-tecnológica optimizada


5. 2. Los nuevos proyectos idealistas absolutos de universalidad como consumación del eclipse del cuerpo humano: el positivismo y el comunismo marxista

5. 3. Las filosofías de la vida como respuesta defensiva frente al positivismo y al idealismo: la recuperación de la figura del cuerpo humano y de su historicidad real


5. 3. 1. Las filosofías irracionalistas de la vida como reversión abstracta del idealismo subjetivo representacional: el alma como “cárcel” del cuerpo

5. 4. La formación de la antropología filosófica en el contexto de las filosofías de la vida y sus caminos paradójicos

6. Los núcleos temáticos de la antropología filosófica actual: (i) El problema de la antropogénesis. (ii) El problema de la formación de las sociedades primitivas y de las sociedades histórico-políticas. (iii) El problema de la Historia Universal
III.— Preámbulo biopsicológico de la antropología filosófica: Crítica del proyecto positivista de una biología científica

1. Relevancia filosófica de la Biología: posibilidad y sentido de una recuperación actual de la biología aristotélica

2. Elementos para una crítica del positivismo biológico
2. 1. Desarrollo de los conceptos de “función” y de “medio interno” en la fisiología moderna


2. 2. Significado biológico-conductual de la teoría del origen trófico del conocimiento y de las constancias perceptivas

2. 3. La conducta y la neurofisiología
2. 4. La conducta en el seno de las diversas teorías evolucionistas


3. Los lugares nucleares de la crítica del positivismo biológico

3. 1. Crítica del presunto carácter fisicalista del campo biológico
3. 2. Crítica del presunto carácter categorial cerrado del campo biológico
4. Alcance filosófico de la Biología: la relación circular entre el “conocimiento de la vida” y la “vida del conocimiento” y sus posibles interpretaciones

IV.— La formación del campo antropológico: Antropogénesis y anamórfosis antropológica
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1. Las condiciones del problema de la antropogénesis: continuidad genética con la evolución biológica y apertura potencial a la totalidad de la realidad

2. Componentes somáticos y componentes neumáticos (normativos) del campo antropológico y su refundición anamórfica


2. 1. Estructura funcional doblemente formalizada de las normas

2. 2. Conjugación subordinada entre los estratos productivo y social de las normas: poiesis y praxis en el campo antropológico
3. La estructura triposicional del campo antropológico
3. 1. La estructura triposicional de la cultura objetiva y del lenguaje
3. 2. La estructura triposicional y la apertura potencial a la totalidad de la realidad
4. Cuerpo humano y gramática: la singularidad ontológica del cuerpo humano

V.— La anamórfosis histórico-política del campo antropológico

1. Estructura y funcionamiento cerrados y cíclicos de las sociedades primitivas (etnológicas)

2. Estructura y funcionamiento abiertos (negativamente infinitos) de las sociedades histórico-políticas

3. Significado antropológico-filosófico crítico de la relación entre Etnología e Historia
VI.— El problema filosófico-antropológico radical de la Historia Universal

1. Posibilidad y sentido de la idea y del proyecto de una Historia Universal

1. 1. El “factum” histórico-trascendental de la pluralidad de las civilizaciones y el problema de la Historia Universal
1. 2. Ontología e Historia: El Mundo y los “mundos históricos”
2. Vinculación interna entre la civilización occidental y la idea universal de Humanidad: 2. 1. El lugar decisivo del cristianismo en la formación de la idea universal de Humanidad: el proyecto de una comunidad universal virtualmente ilimitada
2. 2. La dialéctica cristiana entre las “creencias” y las “ideas” y su eficacia histórica
3. El proceso moderno de desfallecimiento de la civilización occidental y su culminación en la actual sociedad global económico-tecnológica desarrollada
3. 1. La degeneración económico-técnica y totalitaria del proyecto de universalidad de la sociedad occidental
3. 2. La supresión moderna de la dialéctica entre las “creencias” y la “ideas” y su ineficacia histórica. Las paradojas de la modernidad
4. El desierto nihilista actual: modernidad, ultramodernidad e inversión de la Historia
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2.— División del programa docente “teórico” en las dos asignaturas “teóricas” de Antropología filosófica I y Antropología Filosófica II actualmente vigentes
Los apartados generales I y II del anterior programa docente pueden ponerse en correspondencia con los contenidos de la asignatura de Antropología filosófica I, y los apartados generales III, IV, V y VI de dicho programa pueden ponerse en correspondencia con los contenidos de la asignatura de Antropología filosófica II. En ambos casos, cada una de las dos partes resultantes de la división mantienen ciertamente alguna consistencia o coherencia propia, y, puestos a tener que dividir, puede razonablemente decirse que cada uno de ellos retiene una cierta autonomía con respecto del otro.
Por lo que respecta al efecto que esta división puede tener sobre la Bibliografía, en el apartado 5 de este Proyecto se hacen los comentarios oportunos.
3.— Justificación y comentario de los contenidos y la estructura del programa docente “teórico”
Nota previa:
Como hemos dicho, no es posible explicar filosofía si no es filosofando, o sea desenvolviendo críticamente la propia posición del que explica entre medias de la consideración de las demás alternativas disponibles. Por lo mismo, no es posible dar cuenta de ningún programa docente de una asignatura de filosofía —y menos aún de una asignatura tan intrínsecamente problemática y sujeta a discusión como es la “antropología filosófica”— si no es dando razón filosófica de los contenidos y del argumento que dicho programa debe comportar. Por esta razón, y por muy breve que quiera ser la redacción de la justificación del programa, dicha redacción no podrá dejar de ocupar un determinado espacio, que puede que desborde, como es nuestro caso, la “extensión” administrativamente “recomendada” para la misma.
3. 1. Primera Parte (correspondiente a la asignatura de Antropología filosófica I)
Como ya hemos señalado, puede considerarse que la antropología filosófica viene a coincidir, en cierto sentido, con el conjunto de la filosofía. En la medida, en efecto, en que, al menos a partir de la obra de Max Scheler, su cometido nuclear radica en la reflexión filosófica sobre el hombre como lugar de apertura cognoscitiva y estimativa al mundo en cuanto que totalidad de la realidad, se hace manifiesto que es el hombre precisamente el lugar donde la filosofía misma, tanto en su dirección teorética como práctica, se torna inexorablemente hacedera. Ello quiere decir entonces que la antropología filosófica, antes que una disciplina más al lado de otras en el conjunto de la filosofía, constituye más bien un “movimiento” que viene a tomar una conciencia especial o más acusada de esta condición humana de ser el lugar donde la filosofía misma es posible (y necesaria). De este modo, lo que hemos dado en llamar el “motivo antropológico-filosófico”, más bien que la “antropología filosófica”, se nos muestra como susceptible de ser rastreado y encontrado, sin duda con muy diversas modulaciones, en el conjunto de la historia de la filosofía, tarea ésta a la que
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inexorablemente se ve llevada, como exigencia de su propia autoconciencia teórica, la propia antropología filosófica.
Por lo demás, y a su vez, como también hemos dicho, no puede decirse que dicha apertura al mundo sea algo ajeno a determinadas características positivas asimismo humanas, tales como su condición carnal o biopsicológica, y la condición institucional, socio-cultural e histórica, de sus obras, características éstas que no dejan de ser estudiadas por diversos saberes particulares positivos de significado antropológico. De este modo, la antropología filosófica, a la vez que no puede dejar de definir su lugar en el conjunto de la filosofía y de su historia, tampoco puede realizarse al margen de los contenidos ofrecidos por este tipo de saberes positivos, pero sin reducirse a su vez, en cuanto que saber filosófico, a una mera suma enciclopédica de dichos saberes, sino teniendo que llevar siempre a cabo alguna interpretación filosófica, o sea totalizadora y crítica, del significado de las aportaciones diversas y siempre en todo caso problemáticas de dichos saberes.
Pues bien, a comenzar a tomar conciencia (meta)filosófica de esta compleja situación va dirigido el comienzo del curso, contenido en el primer apartado general (I) del programa, que tiene en efecto el cometido de indicar el objeto y el sentido general del curso.
Pero ya dentro de este primer apartado es preciso asimismo incidir en una cuestión que juzgamos de especial importancia, como es precisamente la de la condición corpórea o carnal humana, con todo lo que ello implica. Pues el hombre, en efecto, sin dejar de ser —de un modo que por lo demás es menester precisar— el lugar de la apertura a la totalidad de la realidad, al menos por su cuerpo forma parte o pertenece íntegra e inexcusablemente a esa realidad a cuya totalidad no deja a su vez de abrirse cognoscitiva y estimativamente. Y la cuestión es que la tensión dialéctica generada por esta doble e inexcusable condición nos parece que constituye el motivo más de fondo de la propia antropología filosófica en cuanto que movimiento filosófico caracterizado precisamente por una especial toma de conciencia de dicha tensión dialéctica y de su significado. “Tensión dialéctica”, sin duda, pues mientras que por un lado la condición de apertura a la totalidad de lo real parece de algún modo exigir una suerte de distancia o desprendimiento cognoscitivo ilimitado de toda circunscripción cognoscitiva particular posible, y por tanto del propio cuerpo, la inserción corpórea en esa realidad parece sin embargo y por otro lado requerir alguna forma de efectiva circunscripción de dicha apertura. Y tensión dialéctica, además, no ya meramente teorética, sino dotada de un muy especial significado práctico, puesto que bien puede decirse que es precisamente en virtud de su condición corpórea como el hombre se encuentra implicado estimativamente, o de un modo práctico, en la totalidad de la realidad a la que cognoscitivamente se abre: pues siempre sería posible conjeturar una suerte de espíritu puro desencarnado capaz de contemplar desinteresadamente la totalidad de lo real, pero no parece que una apertura a la realidad radical y enteramente instalada por el cuerpo en esa misma realidad pudiera conocerla desinteresadamente, sino radicalmente interesada o implicada en ella. De aquí que dicha tensión dialéctica, además de implicar una contradicción que deberá de algún modo ser precisada y elucidada, comporte a su vez una significación práctica radical ineludible. Y de aquí que eso que hemos dado en llamar el “motivo antropológico-filosófico”, siempre de algún modo presente, como decimos, en la historia de la filosofía, tenga precisamente que ver con el hecho radical de que si la filosofía resulta humanamente hacedera lo resulta ante
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todo, y precisamente, por razones prácticas, y no ya meramente teoréticas o especulativas —sin perder a su vez su dimensión teorética. El motivo antropológico- filosófico, en efecto, del que la actual antropología filosófica toma conciencia y que necesita rastrear en la historia de la filosofía, reside o consiste precisamente en esto: en las razones humanas prácticas por las que al hombre le es preciso hacer filosofía.
Pues bien: por experiencia sabemos que para que el estudiante de primero de filosofía comience a tomar una primera y elemental forma de conciencia intelectual de la complejidad y del alcance de la cuestión que aquí hemos esbozado —desplegada a través de los cinco puntos del primer apartado general del programa— son necesarias al menos cuatro clases (de hora y media cada una).
Una vez concluido este primer apartado general del curso, debemos entonces presentar el esbozo histórico de la presencia del “motivo antropológico-filosófico”, tal y como lo hemos concebido, a lo largo de la historia de la filosofía, tarea ésta que viene recogida en el segundo apartado general (II) del programa. Es obvio que no se trata, puesto que no es posible, de esbozar siquiera una historia de la filosofía en su conjunto, sino que tan sólo buscamos incidir selectivamente, y muy en esbozo, en las diversas modulaciones que adopta la presencia del mencionado “motivo” en los momentos más significativos de la historia de la filosofía.
Y precisamente para poder comenzar a adoptar este enfoque comenzamos este apartado con un primer punto (1) en el que dibujamos, todavía muy en abstracto, las coordenadas más básicas del problema de la relación entre la condición carnal humana y su condición de apertura al mundo tal y como nosotros lo concebimos. Ante todo, se trata de advertir que semejante apertura al mundo no es una propiedad que pudiéramos atribuir al “ser humano” entendido como una entidad metafísica suprahistórica, ni entendido como cada uno de los individuos pertenecientes a la clase lógica, tomada distributivamente, que vendría definida por semejante entidad metafísica. Antes bien, la “apertura a la totalidad de la realidad” es algo que tiene lugar en el seno de las sociedades humanas ya constituidas, y muy especialmente (como luego veremos) en las históricas, y en el momento mismo de entrar mutuamente en contacto, y por ello en conflicto, y verse obligadas por ello, o al menos algunas de ellas, a dotarse de algún proyecto precisamente totalizador y universal que, cribando los conflictos mutuos entre dichas sociedades, pueda ir de este modo coordinándolas y abarcándolas a todas. Si — por poner este ejemplo que siempre ponemos en clase—, la primera filosofía natural griega presocrática (jónica) fue capaz de plantearse “de qué están hechas todas las cosas”, aquí lo decisivo es no ya tanto la respuesta (de aire, de agua, de fuego...), sino precisamente la forma de la pregunta, que precisamente supone y pide ya un principio de unidad totalizadora universal. Pero este principio sólo puede fraguar en el seno de una sociedad, la griega clásica, cuya morfología socio-cultural está desenvolviéndose entre medias de un espacio histórico-geográfico en el que han venido a concitarse la práctica totalidad de las civilizaciones clásicas del momento. El “milagro” griego, naturalmente, como tal milagro, no existe; lo que sí existió es una civilización que pudo actuar como crisol de la práctica totalidad de las civilizaciones de su momento histórico-geográfico y dar lugar de este modo a la filosofía.
Y es esta concepción del proceso de totalización universal como un proceso eminentemente histórico la que nos permite comenzar por hacer compatibles la idea de una apertura a la totalidad de lo real con la idea de la condición siempre históricamente
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modulada de dicha apertura, y por ello históricamente circunstanciada. Dicha “circunstancia” no es desde luego ya ecológica —como es el caso de los “mundos- entorno” animales—, sino formalmente histórica, pero no por ello deja de ser, desde luego a otra escala inconmensurable, efectiva “circunstancia” —que sin duda impone una “perspectiva”—, sin perjuicio de la totalidad universal que de este modo resulta estar en cada caso históricamente circunstanciada. Pero entonces nos es dado a su vez entender que esta condición históricamente circunstanciada del proceso de la totalidad universal resulta asimismo solidaria de la condición corpórea o carnal de sus propios agentes individuales. Pues sólo determinados cuerpos vivientes, operatorios y sensoriales, podrán sin duda quedar instalados, y mediante su propia acción constructiva cultural y social, en dicho proceso de totalización universal históricamente circunstanciada. Y a su vez no de cualquier modo, sino, según nuestra concepción, reiterando siempre la figura de ciertas morfologías socio-culturales, que resultan ser inmediatamente proporcionadas a la escala de la acción de los cuerpos humanos, y que han debido quedar ya por ello formadas y asentadas en las sociedades prehistóricas (etnológicas), y que resultarán ser trascendentales al campo antropológico, esto es, constitutivamente recurrentes a toda sociedad humana (histórica) posible: estas morfologías son precisamente las propias de la vida comunitaria —las de la “comunidad nuclear”—, en cuanto que sistema recurrente de relaciones de parentesco que implican a su vez determinadas relaciones de vecindad y entre los oficios.
Y ya al hablar de la “comunidad nuclear” nos es preciso adelantar una idea sobre la que luego hemos de volver en la segunda parte del curso como objeto o tema de una consideración mucho más detenida, pero que ya en este momento del curso necesitamos esbozar para hacernos con la clave de nuestra interpretación de la historia del motivo antropológico-filosófico. Se trata en efecto de la idea de que en las sociedades etnológicas asentadas su “momento económico-técnico”, sin duda enteramente imprescindible, se encuentra sin embargo en principio enteramente integrado y subordinado a su “envoltura comunitaria” como medio funcional suyo de sostén, de suerte que es en dicha envoltura comunitaria en la que debemos cifrar la condición socio-cultural específicamente antropológica, ésa misma que, como decíamos, resultará trascendentalmente recurrente a toda ulterior sociedad histórica posible.
De este modo habremos dado en efecto con la clave que nos permita entender el que consideramos que constituye el núcleo mismo recurrente del problema de la Historia Universal, que no es otro, a nuestro juicio, y precisamente en cuanto que problema teorético y práctico que no podrá dejar de afrontar a su modo cada sociedad histórica, que el de combinar la Comunidad con la Universalidad, es decir, el de combinar la recurrencia de la vida comunitaria con la propagación universal de esta recurrencia, no sólo dentro de cada comunidad, sino asimismo entre las diversas comunidades capaces de integrarse en algún proyecto universal.
Pues ésta es, en efecto, la clave cultural, o filosófico-cultural, que necesitábamos para poder interpretar, desde ella, precisamente las diversas modulaciones que adopta la presencia del motivo antropológico-filosófico en cada momento de la historia de la filosofía.
Así pues, en este momento del curso se trata ante todo de hacer ver al estudiante que aquí estamos incidiendo en el núcleo mismo de nuestra propia concepción (meta)filosófica del motivo antropológico-filosófico, de la antropología filosófica, y por
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tanto de la propia filosofía; y que es esta clave la que, una vez inicialmente esbozada, vamos a usar o ejercer en nuestro recorrido por las formas que adopta dicho motivo en la historia de la filosofía, y la que, así mismo, una vez culminado dicho recorrido, habremos de retomar, ya en la segunda parte del curso, y ahora ya como un tema esencial de las tareas de la antropología filosófica de nuestros días. Por experiencia sabemos que para que el estudiante se haga con una comprensión mínima de esta perspectiva son precisas al menos dos clases (siempre de hora y media cada una).
Y una vez esbozada en efecto dicha clave podemos entrar en el mencionado recorrido histórico. Un recorrido éste que, precisamente en virtud de la perspectiva que nuestra clave impone, podemos secuenciar en cuatro fases fundamentales —por lo demás nada ajenas a las periodizaciones más usuales de la historia de la filosofía y de la cultura: La primera fase, que denominamos como “el paradigma clásico”, recogido en el punto 2 de este segundo apartado general; la segunda fase, que rotulamos como “la revolución cultural cristiana”, contenido en el punto 3; la tercera fase, que caracterizamos como “el contexto histórico moderno”, en el punto 4, y la siguiente y última fase, que señalamos como “el contexto histórico de la sociedad de nuestro tiempo”, y que constituye el punto 5 de dicho apartado.
Pues bien: por lo que respecta a la primera fase, nuestro interés se centra en destacar que constituye una nota definidora de la filosofía helena una característica depreciación del cuerpo, y que esta depreciación no es en modo alguno casual o gratuita, puesto que resulta internamente vinculada a una concepción abstracta del estado a su vez solidaria de una concepción predominantemente económico-técnica de la vida social que por tanto implica un cierto eclipse o abstracción de la vida comunitaria y con ella del cuerpo humano. Naturalmente, nos consta que una exposición en forma y a fondo de esta cuestión puede dar de sí por lo menos para un curso entero anual monográfico, y además al nivel de estudios avanzados. Pero aquí se trata de ofrecer sólo un esquema mínimamente significativo de lo que queremos decir. Para ello centramos nuestra explicación en dos aspectos, uno del pensamiento de Platón y el otro del de Aristóteles, y lo hacemos respectivamente en los puntos 2. 1. y 2. 2 de este segundo apartado.
Por lo que respecta al primero, nos importa incidir en la concepción platónica del cuerpo humano como un factor de reducción o de empobrecimiento gnoseológico, es decir, como una suerte de “cárcel” cognoscitiva —“tumba”, llegará a decir Platón— que, al obligar a circunscribir el conocimiento, primero a los sentidos, y por ello a la opinión, obliga a éste a tener que seguir, para desplegarse, el tortuoso camino dialéctico del incesante contraste mutuo entre las opiniones particulares, al objeto de ir ascendiendo (sin dejar correlativamente de descender para recuperar una y otra vez los fenómenos), y siempre de un modo limitado por circunscrito corporalmente, a unos supuestos conocimientos ideales que, sin embargo, se supone que el alma humana tuvo, o bien que podría tener, sin necesidad de la dialéctica, en un presunto estado puro o desencarnado. Se trata por tanto de hacer ver que, sin perjuicio de la extraordinaria importancia que sin duda estimamos que tiene la dialéctica platónica como paradigma mismo inexcusable de toda filosofía posible, dicha dialéctica está sin embargo marcada en Platón, siquiera implícitamente, de un modo negativo —o acaso mejor, “privativo”— en cuanto que se la percibe como consecuencia obligada de un límite, rebajamiento o sujeción, a la que se ve forzada el alma debido a su condición
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(pasajeramente) encarnada, y a la que por tanto esa misma alma en estado desencarnado no quedaría sometida.
Y nos importa a su vez hacer ver la conexión interna entre dicha concepción del cuerpo como límite empobrecedor del conocimiento y el estatalismo abstracto platónico, esto es, la concepción abstracta del estado y de su relación con la sociedad. Pues el estado platónico, en efecto —tal y como sobre todo queda discutido y esbozado en La República— no deja de ser percibido como un modo de ordenación racional abstracta de unas necesidades de tipo económico-técnicas de un colectivo de cuerpos humanos concebidos a su vez en unos términos cuasi-zoológicos, es decir, haciéndose precisamente abstracción, y esta es la cuestión, de sus vínculos específicamente antropológicos de tipo comunitario. De este modo, el racionalismo idealista (subjetivo y objetivo) abstracto, en cuanto que desencarnado, de Platón resulta precisamente solidario de su concepción no menos abstracta del estado, esto es, abstraída de la comunidad, y por ello atenida sólo o primordialmente al momento económico-técnico de la vida social.
Por lo que respecta a Aristóteles, nuestra explicación adopta ahora otro detalle y otras determinaciones. Pues además de comenzar por apuntar al hecho de que Aristóteles todavía queda en alguna medida preso (sobre todo en su Política) de la concepción platónica del estado como forma de ordenación racional de necesidades primordialmente económico-técnicas de unos seres vivientes concebidos de un modo cuasi-zoológico, lo que ante todo nos interesa es hacer ver que si esto es así ello es debido sobre todo a su concepción, asimismo deudora de Platón, claramente intelectualista del conocimiento humano; una concepción ésta que donde se nos muestra más abierta y descarnadamente, y precisamente por contraste, es en su tratado Acerca del Alma, es decir, justamente allí donde su autor ha sentado previamente las bases de la concepción de la unidad sustancial hilemórfica entre el cuerpo de los organismos vivientes y su alma. De aquí que constituya una parte verdaderamente esencial de nuestro curso el análisis y el comentario, lo más detallados posibles dentro del contexto general, de este tratado aristotélico —que por lo demás tiene, y así se lo hacemos ver desde el principio a los estudiantes, una estructura argumental en cierto sentido muy semejante a la que luego tendrá el ensayo fundacional de la antropología filosófica de nuestros días, El puesto del hombre en el comos de Scheler.
Pues Aristóteles ha comenzado en efecto en este tratado por dibujar, de un modo que consideramos canónico, perenne, la unidad de funcionamiento entre el alma, como forma de organización funcional unificada de la actividad misma orgánica, y el cuerpo, como una forma de organización morfológica del cuerpo en cuanto que soporte estructural proporcionado de dicho tipo de actividad anímica. Y la cuestión es que, una vez que ha asentado semejante concepción, en el momento de tener que hablar, ya no del alma vegetativa, ni del alma sensorio-motora, que el hombre en cuanto que ser viviente también comparte con el resto de los organismos (animales y vegetales), sino precisamente del alma que el hombre posee en exclusiva o específicamente, es decir, del alma intelectiva —a partir, en efecto, del capítulo cuarto del libro tercero de su Tratado, y hasta el capítulo octavo inclusive—, justo en este momento su concepción de la unidad sustancial hilemórfica entre el cuerpo y el alma entra en crisis. El argumento aristotélico, expuesto de un modo muy comprimido pero preciso, viene a ser, como se sabe, justamente éste: si el intelecto es capaz de conocer “todas las cosas” y “según su naturaleza”, entonces, y como quiera que es “lo mismo la ciencia en acto que su objeto”,
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el intelecto no puede poseer naturaleza propia alguna, pues de tenerla “interferiría” con la naturaleza de las cosas que conoce, de suerte que debe obrar “separado” del cuerpo, “incorruptible” y “sin mezcla alguna” con él. Se comprende el enorme interés (polémico, desde luego) que para nosotros tiene esta argumentación aristotélica, y por tanto el hecho de que abundemos con todo cuidado en ella en nuestras clases, pues justamente aquí, a propósito del intelecto humano, ha quedado rota la concepción aristotélica de la unidad sustancial funcional entre el cuerpo y el alma de los seres vivos: se diría, en efecto, que mientras que, según el propio Aristóteles, los animales conocen sólo aquellos aspectos (sensoriales) de aquellas cosas que, merced al radio de acción motora de sus cuerpos, pueden llegar a afectar vitalmente a dichos cuerpos, el intelecto sin embargo, al poder conocer “todas las cosas” y “según ellas son” (y ya se ve que aquí ya esta en curso la idea de una “apertura a la totalidad de lo real”), parece que sólo puede hacer esto a costa de obrar desprendido de toda circunscripción vital corpórea, y por tanto liberado o desprendido del cuerpo.
Aristóteles sólo ha podido concebir, en efecto, la actividad cognoscitiva específicamente humana, en cuanto que conocimiento universal de lo real, como actuando necesariamente desprendida del cuerpo viviente humano mismo, y de este modo ha dejado asentado un constitutivo desequilibrio entre la condición carnal humana y la actividad cognoscitiva específicamente humana, que ciertamente repercutirá y se propagará, con diversas modulaciones, a lo largo de la historia de la cultura y de la filosofía occidentales. Y la cuestión es que se trata de un desequilibrio decisivo, crítico, debido a su profundo significado cultural práctico. Pues según nuestra concepción, en efecto, del motivo antropológico-filosófico y de su fundamental significado práctico, lo cierto es que aquellas sociedades que de algún modo hagan suyo en la teoría semejante desequilibrio, en sus diversas modulaciones, serán siempre sociedades en las que, a su vez con distintos grados, la vida comunitaria estará quedando de hecho eclipsada, es decir abstractamente reducida en términos económico-técnicos. Como ahora veremos, en efecto, este desequilibrio, tanto teorético como práctico-cultural efectivo, sólo pudo comenzar a quedar contenido y reconducido bajo el apogeo de la civilización cristiana —como veremos, merced sobre todo a las ideas teológicas de Encarnación y de Trinidad—, para pasar luego a reaparecer, cada vez más pujante, en la sociedad moderna, bajo las formas del racionalismo abstracto moderno (tanto en sus direcciones propiamente racionalistas, como empiristas, como luego en el seno del idealismo alemán), y precisamente al compás del creciente desbordamiento económico-técnico de la vida comunitaria que caracterizará al desarrollo de dicha sociedad. Y así se lo hacemos ver en este momento, por adelantando, a los estudiantes.
Se comprende entonces que nuestra consideración de estos extremos nos deba llevar por fuerza un buen número de clases. Si la consideración que hacemos de Platón puede ser solventada en un par de clases, nuestro análisis de Aristóteles y de todo lo que hemos apuntando que este análisis conlleva, sabemos por experiencia que no puede hacerse en menos de seis clases. Además, éste es el momento en el que incitamos al estudiante a que comience a leer el Acerca del Alma aristotélico, como lectura que deberá ir acompasando con las lecciones de los dos primeros apartados generales del curso. Más adelante le pediremos que lea El puesto del hombre en el cosmos, de Max Scheler, como lectura de acompañamiento de los cuatro apartados generales siguientes del resto del curso.
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Y éste es el momento en el que podemos entrar ya en la consideración de la “segunda fase” de nuestro recorrido histórico, la que hemos denominado como “la revolución cultural cristiana”. Nos consta, claro está, que una explicación que intente abarcar el mundo histórico-cultural cristiano, y además como queremos hacerlo, con la pretensión de una cierta visión comprensiva del mismo, y a la escala que impone el tamaño de nuestro curso y el momento del mismo en el que hemos de proceder a semejante explicación, resulta una tarea ciertamente espinosa, que sólo podrá ser en alguna medida solventada eligiendo muy cuidadosamente los criterios de la explicación.
Nuestra intención es desde luego hacer ver al estudiante esta “revolución” como una transformación sustancial en las formas de vida antropológica con respecto a la antigüedad clásica, en la que por primera vez se conjugan de un modo equilibrado las ideas de comunidad y universalidad, y a la vez dar con la clave filosófica (en este caso filosófico-teológica) que hace críticamente posible esta transformación, sin olvidar a su vez que se trata ciertamente de una transformación, que por tanto no hubiera sido posible sin los elementos histórico-culturales previos a partir de los cuales ella puede tener lugar.
De aquí que lo primero en lo que fijemos la atención (y éste es el primero de los criterios elegidos) sea en la concepción de dicha transformación como una singular refundición, enteramente novedosa, de estos tres elementos decisivos de las civilizaciones precedentes: la idea hebrea de pecado original, la idea griega de logos, y el contexto histórico-práctico del derecho romano (cuestión ésta que viene recogida en el punto 3. 1. de este segundo apartado general). Y se trata además de una refundición que sólo puede tener lugar, movilizada precisamente por ella, en el seno de la crisis histórica del imperio romano: una imperio éste que, fundamentalmente merced a su mentalidad eminentemente práctica, tanto en el ámbito de la cultura material como social, y muy especialmente gracias a su derecho, básicamente consuetudinario y por ello virtualmente universal, capaz de propagarse universalmente de un modo virtualmente ilimitado a través de los diversos pueblos que iba abarcando, había dejado ya sentadas las bases de una civilización universal virtualmente ilimitada, que es la que precisamente entra en crisis, en el momento de su mayor extensión geográfica conocida, bajo la forma de su inexorable descomposición o desmembramiento. Y será precisamente en la asunción y resolución radicales de esta crisis en lo que a nuestro juicio va a consistir la figura histórico-cultural del cristianismo, una resolución ésta que va a ser capaz, desde las “edades oscuras” hasta la culminación de la baja edad media, de mantener meta-políticamente coordinados, en una unidad cultural civilizatoria, y no obstante sus diferencias y continuos conflictos políticos mutuos (de los que el conflicto entre el papado y el imperio será la señal más significativa) a todos estos pueblos políticamente diversos y muchas veces mutuamente enfrentados.
Y si semejante coordinación cultural de orden meta-político va a ser posible, ello será debido a ciertas ideas teoréticas a la vez que eminentemente prácticas —ciertas ideas-fuerza, por tanto— muy determinadas. Se trata principalmente de las ideas que podemos agrupar en estos dos tipos (y éstos son los otros dos criterios que seguimos en nuestra explicación): En primer lugar, se trata de la constelación formada por las ideas teológico-dogmáticas de “Encarnación”, “Trinidad”, “Gracia”, “inmanencia” y “trascendencia”. Y en segundo lugar, y en virtud de dicha constelación, se trata del primado práctico de la voluntad siempre actuante en toda la filosofía y la teología cristianas.
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Por lo que respecta al primer grupo de ideas (cuya explicación acogemos bajo el epígrafe 3. 2. del segundo apartado general del programa), y expuesto de un modo muy esquemático, se trata de hacer ver lo siguiente. Que la idea aristotélica de Dios como “acto puro” ha sido sometida a una profunda reelaboración crítica: pues mientras que el acto puro aristotélico agota su entidad en el pensamiento de su propio acto de pensar, en una soledad absoluta respecto del mundo al que solamente mueve como causa final suya, el Dios cristiano, sin dejar de retener la nota ontológica del acto puro, ha sido concebido a su vez sin embargo bajo el formato comunitario por antonomasia, esto es, precisamente familiar, mediante las ideas de Trinidad y de Encarnación, pero además bajo un formato comunitario que incluye a su vez la universalidad. Pues la comunicación amorosa espiritual (o “neumática”) entre el Padre y el Hijo, que tiene lugar merced al Espíritu Santo, es una comunicación precisamente universal, que abarca sin duda a la figura del Verbo Encarnado, y que, por lo mismo, alcanza precisamente también a todos y cada uno de los individuos corpóreos que comparten precisamente la misma figura corpórea del Hijo, o sea a los hombres. Sólo de este modo la civilización cristiana pudo dotarse de un proyecto comunitario a la vez que universal virtualmente ilimitado, esto es, pudo concebir, por primera vez en la historia, la idea, eminentemente práctica, de una comunidad universal, esto es, la idea de una coordinación entre comunidades vinculadas a su vez por vínculos comunitarios de un modo virtualmente ilimitado —pudo por primera vez en la historia universal concebir y proponerse la idea misma de Historia Universal.
Y a su vez esto no de cualquier modo, sino en función de la vinculación de las mencionadas ideas de Trinidad y Encarnación con el complejo formado por las ideas de “Gracia”, “inmanencia” y “trascendencia”. Pues aquí la idea de trascendencia funciona como el postulado (práctico) de una realidad que, siendo concebida como trascendiendo toda inmanencia histórico-geográfica posible, sin embargo viene a cumplir dos sutiles funciones conjugadas respecto de la propia inmanencia. La primera es la de prevenirnos frente al espejismo de alcanzar un bien social humano (comunitario) definitivo o perfecto en este mundo, en la medida en que se diría, ciertamente según nuestra interpretación, que la teología cristiana ha sabido advertir que una vez puestas en marcha las sociedades históricas, las relaciones económico-técnicas tienden de suyo siempre a desbordar la vida comunitaria, de forma que no es posible ya una reabsorción comunitaria plena de los medios económicos técnicos imprescindibles de dicha vida comunitaria, como suponemos que ocurre en las sociedades etnológicas (prehistóricas). Y la segunda es precisamente la de instarnos, si no a la reabsorción plena, sí a la tarea de contener y reconducir, en cada caso en lo posible y lo más posible, la ordenación de los medios económico-técnicos de la vida comunitaria a la preservación y reproducción de esta vida comunitaria. Y aquí viene a jugar a su vez un papel decisivo la idea de Gracia, merced a la cual el cristianismo ha sometido, una vez más, a una profunda reformulación crítica la idea hebrea de pecado original. Pues mientras que el pecado original hebreo ha dejado al hombre moralmente devastado, sin esperanza de redención, al menos por su propios medios, la idea cristiana de pecado original supone que el hombre ha quedado sólo moralmente mellado, pero no devastado, de suerte que con el auxilio de la Gracia, merced a la redención que comporta el sacrifico del Verbo Encarnado, pero también en la media en que Aquélla concurra con la acción libre y voluntaria humana, el hombre puede con sentido emprender una y otra vez la tarea de rehacer lo más posible y en lo posible la vida comunitaria precisamente en este mundo. Según nuestra interpretación, en efecto, la idea (sin duda, mitológica) de pecado original
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—o de “caída”—, significativamente presente de diversos modos en las fases arcaicas de todas las civilizaciones clásicas, acusa o refleja el momento mismo del arranque de las sociedades históricas en las que, debido a la lógica inercial del mercado que comienza a vincular históricamente entre sí dichas sociedades, un mercado a su vez posibilitado por la condición excedentaria que debe estar ya actuando en estas sociedades, las relaciones mercantiles, siempre de suyo ya abstractas en cuanto que reguladas por el principio del valor de cambio de las mercancías, tienden siempre inercialmente a desbordar y a reducir en sus propios términos abstractos las relaciones comunitarias a las que antes, en las sociedades primitivas, se subordinaban plenamente. De aquí la profunda sabiduría antropológica contenida a nuestro juicio en la versión cristiana del pecado original, que a la vez que nos previene contra el espejismo de un “bien común” perfecto en este mundo, nos insta a restaurarlo y proseguirlo en lo posible y lo más posible en cada circunstancia histórica.
Y sólo cuando advertimos el profundo significado antropológico del precedente juego de ideas teológicas dogmáticas —que han ido aquilatándose desde las primeras polémicas de los apologistas hasta su cristalización en manos de los “Padres”—, es cuando podemos comprender que el hilo conductor de la filosofía y la teología cristianas resultantes de este proceso de aquilatamiento, y con ello de la propia subordinación realimentada de la primera a la segunda (de la “razón” a la “fe”), resida precisamente en el primado práctico de la voluntad, y todo lo que éste conlleva. Se diría, en efecto, que dicho hilo conductor puede cifrarse, como en su núcleo más radical, en el siguiente postulado, sin duda radicalmente práctico, pero que alberga a su vez la necesidad de movilizar la razón teorética: “Quiero, y quiero entender lo que quiero”, siendo esto que quiero la existencia de un Ser Supremo que dé absolutamente razón y sentido de mi acción moral (y por ello política: comunitaria universal) en este mundo. Éste es, en efecto, según nuestro análisis, el hilo conductor radicalmente práctico que, habiéndose comenzado a poner a punto ya en los primeros debates de los apologistas — por ejemplo, en la rectificación que Tertuliano introduce en el excesivo fideísmo de San Justino (“credo ut intelligan”)—, acaba cristalizando como el motivo de fondo mismo de la filosofía de San Agustín, y que por lo mismo hará posible el ulterior despliegue, ya más escolar o reglado, de toda la filosofía y teología escolásticas, cuyo conjunto puede ser en efecto panorámicamente contemplado como la búsqueda permanente del equilibrio entre las tendencias (sobre todo las dominicas) más escoradas al intelectualismo y las más escoradas (sobre todo las agustinas y franciscanas, y luego las jesuitas) al voluntarismo.
Y por lo mismo podemos entender que el hilo conductor que atraviesa toda la filosofía cristiana y su subordinación realimentada con la teología resida en el llamado (por Kant, como sabemos) “argumento ontológico”, pero sólo cuando lo entendemos, según nuestra reformulación, como argumento “ontológico-práctico”, esto es, como un argumento que gira inexcusablemente sobre el mencionado postulado práctico que dice: “Quiero y quiero entender lo que quiero”. En este sentido, el argumento ontológico- práctico sería sin duda el núcleo en ejercicio sobre el que pivota la filosofía entera de San Agustín, ya antes de que lo formulara explícitamente San Anselmo, y sin duda que las vías tomistas, de formato teorético aristotélico, sólo se entienden (como nos enseñara Kant) cuando advertimos que presuponen precisamente el argumento ontológico, pero en cuanto que argumento ontológico-práctico —razón por la cual nos sorprende a su vez que Kant no advirtiera que su crítica a dicho argumento debe
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detenerse precisamente ante Dios, o sea ante el Dios del argumento ontológico-práctico cristiano.
Así pues, la filosofía y la teología cristianas “viejas” (católicas) constituyeron, en resolución, y precisamente en virtud de su formato eminentemente práctico, que incorporaba —muy especialmente merced a la figura del Verbo Encarnado— una radical recuperación del lugar y de la dignidad del cuerpo humano, el eje diamantino sobre el que pudo organizarse por primera vez en la historia un proyecto de comunidad universal virtualmente ilimitado. De este modo, el lugar del cristianismo en la configuración del “motivo antropológico-filosófico” fue sin ninguna duda decisivo: el hombre necesita en efecto de la filosofía sencillamente porque “quiere, y quiere entender lo que quiere”, y la propia filosofía carecería a su vez y por ello de su poder expansivo en ausencia de dicho motivo práctico radical. En este sentido, me permito señalar que, poniendo en juego un círculo hermenéutico que sin duda comporta un intencionado anacronismo, nos complace extendernos un ápice en clase en la consideración de la filosofía de San Agustín como la primera realización plena en ejercicio de una filosofía de la “razón vital”, o sea de una filosofía que toma su fuerza expansiva racional precisamente de las demandas vitales inagotables de la voluntad humana.
No nos es posible en el contexto de estas páginas extendernos ni una línea más, ni mencionar siquiera algunas de las demás referencias que mencionamos y comentamos en clase. Basten entonces las líneas precedentes, sumamente comprimidas sin duda, para que el lector de estas páginas pueda hacerse una idea de lo que nos proponemos en clase al realizar la explicación de la morfología y el sentido de la cultura cristiana en su período de apogeo histórico. Por experiencia sabemos que una explicación suficientemente orientadora de esta compleja y honda cuestión, siempre en el contexto de nuestro curso, requiere al menos de cuatro clases.
Por lo demás, señalaré que al empezar la explicación de este apartado menciono a los estudiantes el libro de Étienne Gilson Introducción a la Filosofía Cristiana, que constituye un excelente compendio de toda su extraordinaria obra de historia y exégesis de la filosofía cristiana; y lo menciono no ya para que lo lean, sino sólo para sepan de su existencia y puedan ir, si quieren, comenzando a consultar alguno de sus pasajes (sobre todo el capítulo primero, titulado “Filosofar en la fe”) al hilo de mis explicaciones y comentarios de dichos pasajes. Y asimismo les señaló la existencia de otra pequeña obra, ciertamente muy diferente pero asimismo muy relevante en relación con mis explicaciones. Me refiero al breve ensayo de la profesora de Antropología filosófica de la Universidad de Oviedo Da Elena Ronzón titulado Sobre la constitución de la idea moderna de hombre en el siglo XVI: El “conflicto de las Facultades”. En este trabajo, además de ofrecerse una exposición muy clara y bien ordenada de las diversas referencias, relativamente dispersas, que Gustavo Bueno ha ido haciendo a lo largo de su obra sobre cuestiones de antropología filosófica, se incide muy especialmente en ciertas consideraciones esenciales sobre la idea de “Verbo encarnado” y sobre el significado antropológico que esta idea tiene por lo que respecta a la recuperación del cuerpo humano y de su dignidad, y en la tradición precisamente de los filósofos y teólogos hispanos del siglo XVI, que encaja de un modo muy significativo con el sentido general de nuestra explicación de mundo cristiano. Dada la brevedad, y a la vez la riqueza de significado de este trabajo, nos permitimos aconsejar al estudiante que lo lea entero como un acompañamiento muy relevante de nuestras explicaciones. Y por
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último, también le aconsejamos la lectura de la presentación del cristianismo que hace Ludovico Geymonat en su Historia de la filosofía y de la ciencia, en el capítulo 12 de su Primera Parte, debido a la lucidez con la que este autor hace depender la “originalidad del cristianismo” del lugar que en su filosofía y teología ocupa la “voluntad”.
Terminada nuestra explicación del cristianismo, entramos entonces en la consideración de la “tercera fase” de nuestro recorrido histórico, “el contexto histórico moderno”, recogida en el punto 4 de nuestro segundo apartado general. Una vez más, y dado el volumen y la complejidad de las cuestiones que en este apartado se pretenden abarcar —que incluyen, por ejemplo, la consideración de las filosofías “racionalistas” y “empiristas” y el idealismo apriorista trascendental kantiano— , se trata de escoger los criterios que, acordes con nuestra idea del “motivo antropológico-filosófico”, sean capaces de hacer viable nuestra explicación. Y aquí el criterio nuclear que adoptamos es éste: el de la consideración de la “modernidad” como el despliegue, realizado a partir de la vieja civilización medieval cristiana, de un nuevo tipo de sociedad en la que las relaciones económico-técnicas abstractas tienden cada vez más a predominar e imponerse, y por ello a reducir en sus propios términos abstractos, a la plataforma social de vida comunitaria universal levantada, mantenida y legada por la vieja civilización; y ello teniendo lugar ya a una nueva escala incomparable con respecto a cualquier otra posible sociedad humana pretérita debido en efecto al volumen (sobre todo de entrada mercantil) que irán alcanzado las operaciones y relaciones económico-técnicas, y asimismo a la extensión geográfica efectivamente planetaria que llegará a tener dicha sociedad.
Y se trata de hacer ver (como queda recogido en el punto 4. 1. de nuestro segundo apartado general) de qué modo en el seno de semejante proceso va conformándose un nuevo de tipo de individuo cada vez más económico-abstracto a la par que un nuevo tipo de estado, el estado moderno, mutuamente enlazados y congruentes entre sí. Por un lado, en efecto, va configurándose un individuo cada vez más vinculado a otros individuos por meras relaciones económicas abstractas, y en esta medida cada vez más desarraigado de su vida comunitaria, dando lugar de este modo a un tipo de sociedad cada vez más parecida a una masa o agregado impersonal de relaciones económico-abstractas que comportan por ello una nueva forma de creciente “soledad espiritual” y, por lo mismo, de “hacinamiento moral”. Y por otro lado, y en plena congruencia con ello, va adoptando su nueva configuración el estado moderno (ya desde los primeros estados absolutos del antiguo régimen, de los cuales los ulteriores estados resultantes de las revoluciones modernas no constituyen, a nuestro juicio, sino formas de perfeccionamiento selectivo), un estado cada vez más meramente ocupado en la planificación totalitaria de la vida social no política que va experimentando la disolución de su textura comunitaria —lo que vendrá a llamarse en efecto “sociedad civil”. Pues el totalitarismo no es a nuestro juicio más que el proyecto, que sólo puede llegar a incubar un estado moderno, de envolver y abarcar mediante la acción política, intencionalmente en su totalidad e integridad, a la vida social no política (“civil”) de una sociedad que a su vez ha ido quedando previamente “preparada” para semejante operación en la medida en que han comenzado a disolverse las que podrían actuar como resistencias comunitarias meta-políticas a la misma debido a su progresiva reducción económico abstracta. Y en congruencia con esto, a su vez, el derecho y su concepto comenzarán a adoptar figuras cada vez más meramente contractualistas en la medida en que vaya disolviéndose o tornándose cada vez más inoperante el tradicional derecho
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consuetudinario. De esta suerte, una mentalidad colectiva de comerciantes, abogados y funcionarios irá extendiéndose cada vez más por toda la sociedad como sustituto de la vieja vida comunitaria y consuetudinaria, y del propio estado como forma de ordenación y coordinación de una vida social comunitaria que antes era entendida como algo que siempre antecede, sustenta y trasciende una acción política que sólo tiene sentido en función de dicha vida comunitaria.
Y éste es el contexto histórico-cultural de fondo a partir del que podremos comprender las transformaciones que experimenta la filosofía moderna y el sentido de dichas transformaciones: no sólo desde luego la aparición y el despliegue de una filosofía político-jurídica (práctica) de factura típicamente contractualista abstracta a través de sus diversas variaciones (trátese de Hobbes o de Rousseau, por ejemplo), sino asimismo esa forma de racionalismo abstracto en cuanto que teorético (gnoseológico, y en su caso asimismo ontológico) en la que consisten tanto la tradición “racionalista continental” como la “empirista británica”, como luego ulteriormente el idealismo apriorista trascendental kantiano. Pues la clave —gnoseológica, teorética— de todas estas corrientes reside en su común concepción “idealista subjetiva representacional” del conocimiento, con el consiguiente “eclipse de la figura del cuerpo humano” que dicha concepción comporta (como reza el punto 4. 2. de nuestro segundo apartado general). Una concepción ésta, en efecto, que comienza por encapsular el conocimiento en la inmanencia mental de sus presuntas representaciones; que por tanto interpone, por así decirlo, entre el conocimiento y las cosas conocidas la pantalla de las “ideas” (para empezar, tanto en Descartes como en Locke) como presuntas representaciones mentales inmanentes encapsuladas de una presunta realidad exterior no menos supuestamente representada por ellas, despojando de este modo al cuerpo humano, que pasaría a formar parte como un elemento mostrenco más de las cosas naturales meramente representadas, de toda eficacia o agencialidad formal cognoscitiva. Se comprende entonces que semejante idealismo subjetivo representacional acabe inexorablemente atorado, en sus diversas variaciones, en un laberinto de aporías insolubles.
Muy rápidamente expuesto: la tradición “racionalista” se verá llevada, a la hora de dar razón del problema (gnoseológico y ontológico) de la “comunicación” entre las dos “sustancias” en las que Descartes ha dejado radicalmente escindido el mundo, a tener que apelar a una idea de Dios que precisamente no contiene, por su condición racionalista abstracta, más que la mera reiteración nominal, enteramente vacía y por ello gratuita, de una presunta correspondencia entre unas sustancias que, tal y como han sido previamente concebidas, no hay manera precisamente racional de poner en correspondencia. El Dios del racionalismo moderno resulta de este modo ser no sólo una idea extraña al Dios de la tradición filosófico-teológica cristiana — como dijera el novelista español Valera, el “Dios de los filósofos, al que ni María Santísima conoce con ser su madre”—, sino además una idea cuyo trasfondo es, por paradoja, enteramente fideísta, voluntarista e irracionalista.
Y por lo que respecta a la tradición empirista, es el encapsulamiento de partida de los presuntos datos empíricos en el interior de su presunta inmanencia mental representacional el que acabará llevando, como es sabido, a tener que entender la sustancia, y luego la causalidad, y a la postre el propio sujeto cognoscente, como meros supuestos insusceptibles de encontrar fundamento empírico en los presuntos datos empíricos representacionales. Pero es dicha concepción de la sustancia, la causalidad y el propio sujeto cognoscente como su-puestos, la que es ella misma un supuesto
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resultante del dualismo representacional inmanentista del que se parte, el cual acabará reduciéndose al absurdo a sí mismo en el sensismo o fenomenismo “neutral” humeano.
Y por lo que se refiere al apriorismo trascendental kantiano, éste no deja de ser, según nuestro análisis, una continuación (gnoseológica) del ocasionalismo ontológico racionalista que consiste en concebir un material sensible, pensado de suyo como informe y pasivo, que se prestaría a ser conformado por una no menos presunta actividad cognoscitiva a priori entendida como pura en cuanto que carente de toda mezcla posible con la experiencia, concepción ésta que, dados los términos mismos en los que ha sido planteada, no puede consistir más que en un mero postulado que resulta de suyo inevitablemente vacío por ininteligible.
No podemos, claro está, extendernos ni una línea más en estas páginas en los precedentes análisis. Sírvanos lo dicho, pues, para que se entienda cuál es el sentido último que queremos transmitir al estudiante mediante los mismos: el de hacer ver que este eclipse de la figura del cuerpo humano que comporta constitutivamente el idealismo subjetivo representacional moderno en sus diversas variantes no es gratuito o casual, sino que está internamente ligado al efectivo eclipse que la corporalidad humana está sufriendo en una sociedad en donde, por efecto de la mencionada abstracción económica, y por ello jurídica y política, de la vida comunitaria, son los asideros comunitarios mismos de la actividad humana corpórea los que están siendo disueltos, de suerte que es el propio cuerpo humano el que está quedando “flotante” respecto de dichos asideros, convertido cada vez más en un mero punto abstracto individual de apoyo de dicha nueva forma de vida social económico-abstracta, jurídico-contractual y político-totalitaria. De este modo, el motivo antropológico-filosófico, esto es, las razones prácticas por las que se filosofa, tenderá a quedar inevitablemente eclipsado en la filosofía moderna junto con el eclipse del cuerpo humano.
Por lo que respecta a las menciones y consejos bibliográficos, me parece oportuno señalar ahora que a nosotros nos parecen muy útiles, y mucho más en los primeros cursos de licenciatura —por lo demás, siempre—, los buenos manuales, también los elementales o de complejidad media, con tal de que sean efectivamente buenos, y éstos son a nuestro juicio aquellos que han sido redactados siguiendo algún criterio o grupo de criterios que son capaces de organizar su material de un modo consistente a lo largo de toda la obra. En este sentido, ya antes de empezar el segundo apartado general del curso suelo dedicar prácticamente una clase entera a hacer algunos comentarios e indicaciones acerca de ciertos manuales a cuya familiaridad con ellos animo al estudiante. Y éstos son los siguientes. Tres de ellos son de autores españoles y uno de un autor extranjero. De entre los primeros, el primero que comento es la ya clásica Historia de la Filosofía de Julián Marías, que además de su notable sobriedad expositiva tiene a mi juicio la virtud de estar redactada toda ella desde un determinada interpretación coherente de la filosofía de la razón vital de Ortega. Su exposición del cristianismo, y sobre todo de las filosofías de la vida y del clima filosófico y cultural en el que éstas se gestan, nos parecen especialmente interesantes para el alumno y ciertamente significativas respecto de nuestras explicaciones. El segundo que destaco es la no menos clásica, ya, Historia de la Filosofía de Navarro Cordón y Tomás Calvo, un manual éste que de alguna manera nos parece que vino a tomar el relevo del de Marías, y que, sin dejar de estar formalmente diseñado para los estudios secundarios de filosofía, puede seguir siendo de notable utilidad en los estudios universitarios, sobre todo, a nuestro juicio, por la claridad, el orden y el rigor con la que se expone la historia
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de la filosofía, acaso sobre todo la moderna y contemporánea. Y el tercero de estos manuales, que es el más sencillo y elemental, no por eso deja a nuestro juicio de ser un trabajo extraordinariamente bien hecho, por la precisa coherencia con la que se hacen valer los criterios desde los que está escrito y por las síntesis panorámicas, breves a la vez que muy consistentes, con las que se abordan las grandes etapas de la historia de la filosofía. Me refiero al manual de Rafael Gambra Historia sencilla de la Filosofía, cuyos capítulos dedicados a la filosofía moderna precisamente aconsejo leer a los estudiantes para acompañar nuestras explicaciones a este respecto. Y también les hago alusión al manual ya citado de Ludovico Geymonat Historia de la filosofía y de la ciencia, en el que, además de los indiscutiblemente valiosos capítulos dedicados al desarrollo histórico de las ciencias, puede uno encontrarse con presentaciones muy agudas sobre cuestiones tales como el cristianismo, la filosofía romántica, el positivismo o la propia filosofía historicista de Dilthey. Por supuesto, también hago mención de otros manuales de mayor envergadura, como los clásicos de Reale y Copleston, aun cuando más que con la pretensión de que comiencen a consultarlos, sólo para sepan de su existencia y puedan ir familiarizándose con ellos a lo largo de la carrera. En general, una y otra vez suelo abundar ante los estudiantes en la importancia que tiene el que no pierdan nunca de vista la perspectiva histórica en sus estudios de filosofía, aunque sólo fuese para no perder de vista las modulaciones del motivo antropológico-filosófico en el curso de dicha historia.
Y por lo que respecta al tiempo empleado en la consideración de este momento histórico, sabemos que necesitamos al menos contar con cuatro clases.
Pues bien: en continuidad con nuestra explicación del “contexto histórico moderno” pasamos a explicar el que denomino el “contexto histórico de la sociedad de nuestro tiempo”, como queda recogido en el punto 5 de nuestro segundo apartado general. Aquí nuestro criterio histórico-cultural es el de la eclosión de la sociedad industrial, pues suponemos en efecto que es esta sociedad la que dibuja inexcusablemente el horizonte de lo que podemos caracterizar como la “sociedad y la cultura de nuestro tiempo”, y por ello de todas las por lo demás muy diversas filosofías que dentro de este horizonte se han dado. La sociedad industrial constituye a nuestro juicio, en efecto, a la vez que la cristalización de la modernidad, el pórtico de un nuevo tipo de sociedad que caracterizamos como “económico-tecnológica optimizada” (como reza el epígrafe 5. 1. del segundo apartado general de nuestro programa). Pues la nueva forma industrial de producción va a introducir ciertamente una transformación tal en la vida social, tanto en las formas sociales de organización del trabajo como en las del uso de sus productos, que inevitablemente va a comportar un nuevo tipo de abstracción reductora económico-técnica de dicha vida social que resultará ya incomparable con cualquier otra situación histórica pretérita. Las operaciones mismas técnicas del trabajo industrial, ya “tecno-lógicas” en cuanto que resultantes de la incorporación de los contenidos de los campos de las ciencias físicas a las técnicas de la producción, dadas en los nuevos “paisajes” o morfologías culturales que ellas inevitablemente generan y requieren (de entrada, la fábrica, frente al antiguo taller), conllevarán un creciente automatismo social en dichas operaciones que tenderá inevitablemente a resquebrajar los lazos sociales comunitarios que todavía antes vinculaban entre sí a los antiguos artesanos o menestrales. Y por lo que respecta al uso social de los productos de semejante forma de trabajo, la cuestión es que, debido a su propia morfología cultural, ya tecnológica, y asimismo al volumen creciente y ya incomparable de dichos productos, su uso social irá quedando inexorablemente reducido bajo la forma,
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asimismo dotada de un creciente automatismo social, de un creciente consumo individual de masas. Pues de lo que va a tratarse ahora ciertamente es de llegar a hacer valer, a la postre frente a cualquier otra consideración, la siguiente lógica puramente económico-técnica: la de cada vez más (meramente) producir para (meramente) consumir lo más posible, lo más variado posible y lo más deprisa posible. Si a esto añadimos la inexcusable presencia de las finanzas como condición funcional interna necesaria de la reproducción ampliada y crecientemente acelerada de la lógica de realimentación entre la producción y el consumo, podremos entonces comprender el factor de multiplicación exponencial ilimitada de la reducción económica abstracta de la vida que tiene lugar en este nuevo tipo de sociedad.
Pues bien: se trata entonces de hacer ver al estudiante que éste es el contexto histórico-cultural dentro del cual cobran su sentido histórico y por ello antropológico- filosófico las filosofías por él generadas. Y por esta razón comenzamos ante todo por destacar los dos grandes proyectos filosóficos, que, dotados en principio de una voluntad eminentemente práctica y crítica, pretendieron hacerse críticamente cargo, y de un modo que en principio se quería radical, del estado histórico al que la humanidad habría llegado con el comienzo de la sociedad industrial de su tiempo mediante una teoría global de la historia que auto-comprendiese dicho estado como el “penúltimo” paso necesario en la emancipación humana definitiva de sus servidumbres, pero que acabaron sin embargo, según nuestro análisis, enteramente envueltos y anegados por la lógica máximamente abstracta de la sociedad misma que pretendían radicalmente criticar, y ello debido al formato (frente a las apariencias) estrictamente idealista absoluto de su proyecto de universalidad emancipadora. Nos estamos refiriendo, claro está, como figura en el punto 5. 2. del segundo apartado general del programa, al positivismo y al marxismo, los cuales, en efecto, y no obstante sus importantes diferencias en otros respectos que también se han de precisar, reprodujeron, a raíz del comienzo de la sociedad industrial, la concepción idealista absoluta de la universalidad que ya estaba presente en la ontología hegeliana.
Por lo que toca al marxismo: se trata de hacer ver que su crítica histórico-global de la estructura socioeconómica de la sociedad de clases capitalista, acaba sin embargo enteramente envuelta por la misma perspectiva económica abstracta de la sociedad que pretende criticar, como se pone internamente de manifiesto en su ideal comunista de un final total necesario de la historia consistente en una sociedad que fuese económicamente perfecta en cuanto que puramente económica. Y ello es debido precisamente a su formato ontológico-dialéctico estrictamente hegeliano, y por tanto a la concepción estrictamente idealista absoluta que anida en dicho formato, que es la que —obsérvese— justamente lleva a límite y se corresponde, por su nervadura absolutamente intelectualista o teoreticista, con una sociedad puramente económica abstracta. El marxismo nos ha dejado sin duda ciertos elementos imprescindibles para seguir haciendo filosofía a la altura de nuestro tiempo, a la vez que todos ellos los ha anegado por su mirada económico-abstracta, a la postre enteramente reconciliada con la sociedad que pretendía criticar. Nos ha dejado, ciertamente, en cuanto que de entrada ha querido ser una filosofía de la praxis, un planteamiento inicial que podría ponerse en sintonía con el caldo cultural de cultivo dentro del que se han forjado, como luego veremos, las filosofías de la vida. Nos ha dejado asimismo su incidencia en los factores económicos y productivos como elementos ciertamente imprescindibles para acercarse a la comprensión de la morfología y el decurso de las sociedades humanas, y nos ha legado asimismo una cierta actitud metodológica de análisis histórico-concretos y
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totalizadores sin los cuales ninguna filosofía de la historia es posible. Pero todas estas aportaciones han quedado envueltas y anegadas por su formato hegeliano idealista absoluto, internamente asociado, por su nervadura puramente intelectualista, a su mirada puramente económica, el cual formato es el que obliga a ver la historia (en este caso, económico-técnica) como un despliegue real lógicamente necesario con un comienzo y un final total definitivo absolutamente determinados por semejante tipo de despliegue. En particular, cuando el marxismo incide en la determinación económica y técnica de la sociedad y de su historia, con la pretensión de predecir el final total de la misma pensado a su vez como una sociedad económicamente perfecta en cuanto meramente económica, está quedando cegado para comprender que semejante “determinación” no está siendo de hecho sino una forma de destrucción de un tipo de vida (la comunitaria) que sus categorías puramente económicas de formato idealista absoluto no pueden en modo alguno registrar positivamente. El marxismo lleva ciertamente mucha razón en lo que critica o niega, pero es incapaz de comprender en positivo aquello que está quedando negado por su crítica, que es en lo que precisamente reside, a nuestro juicio, la sustancia de la vida antropológica.
Y algo en cierta manera semejante, a su modo, le va a ocurrir a la filosofía positivista de Comte, la cual se encuentra por lo demás atravesada por un profundo dramatismo interno del que desde luego carece el marxismo, y que hace de esta filosofía (frente a las apariencias) una de las más significativas y dignas de interés de la historia entera del pensamiento. Pues Comte parte de una conciencia muy aguda y lúcida del inmenso estado de crisis de la sociedad industrial de su época en la medida en que es capaz de conceptuar dicha crisis, siguiendo en esto a su maestro Saint-Simon, como descomposición de la precedente sociedad “orgánica” medieval —lo que equivale a decir tanto como sociedad “comunitaria”—, y lo que pretende es dotarse, de nuevo, de una concepción global de la historia capaz de situar dicha crisis como un estadio necesario que pueda desembocar necesariamente en una nueva sociedad definitiva que recuperase el tipo de “apoyo mutuo” humano propio de las sociedades pretéritas “orgánicas”. En este sentido, Comte tiene de entrada, y frente a Marx, una concepción no económica, sino precisamente “orgánica” (o comunitaria) de la sociedad que es preciso valorar y recuperar, y por ello no le duelen prendas en reconocer abiertamente que dicho tipo de sociedad fue la sociedad medieval históricamente constituida por el catolicismo, y en cuanto que dotada de una concepción “teológica” del mundo. Justamente esa sociedad que comenzó a entrar en crisis, asimismo según Comte, con la sociedad moderna, en la medida en que comenzaron a prevalecer los intereses “económicos”, y la mentalidad de los “abogados” —como asimismo Comte señala—, sobre los lazos “orgánicos”, que es la sociedad a su vez dotada de una concepción “metafísica” del mundo, o sea justamente la concepción de las filosofías “racionalistas” que antes hemos considerado. No deja de ser entonces siquiera problemático que Comte acabe confiando en que sea el “espíritu positivo”, que es el que subyace a las ciencias positivas cuyo desarrollo y aplicación en la producción ha llevado a la sociedad industrial causante de la inmensa crisis del presente, aquél cuya aplicación teorética y práctica a la sociedad pueda solventar definitivamente su actual crisis y así recuperar, en los tiempos presentes, el tipo de sociedad orgánica que en ningún momento ha dejado de anhelar. Y no deja de ser en efecto problemático precisamente cuando tenemos en cuenta que Comte no ha dejado de reconocer que es la mentalidad “teológica”, y en cuanto que producto de la imaginación humana, la que ha contribuido decisivamente a conformar la sociedad orgánica que anhela, mientras que el espíritu positivo se caracteriza por la supresión de todo factor imaginativo en su estricta atenencia a lo dado
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o puesto por las cosas. Pues bien podría decirse, en efecto, que una mirada genuinamente positiva dirigida a la sociedad humana nos obliga a constatar que, al menos hasta el presente, ésta sólo ha funcionado orgánicamente trabada justo allí donde ha imperado precisamente la imaginación teológica. Y en semejante contradicción reside a nuestro juicio el profundo dramatismo interno que atraviesa la obra entera de Comte, y que hace de ella, como decíamos, una filosofía extraordinariamente significativa —la obra del propio Comte, desde luego, no ciertas secuelas positivistas suyas.
Pero podemos acabar a la postre comprendiendo la pretensión comtiana de una definitiva resolución positivista de la historia de la humanidad, cuando advertimos, una vez más, que su obra entera no ha dejado de estar asimismo presa de un formato enteramente idealista absoluto, tanto como la de Hegel o Marx, aun cuando dotado de otro recorrido; ese formato que obliga en efecto a pensar las etapas de la historia de la humanidad como etapas internas necesarias de un proceso dotado de un final total no menos necesario y definitivo. Esa concepción, en efecto, que gira toda ella a la postre sobre una inmensa y vacía tautología —enteramente característica por lo demás del idealismo real absoluto alemán—, según la cual podría decirse que el pasado es irrevocable en la medida en que el futuro es ineludible tanto como que el futuro es ineludible en la medida en que el pasado es irrevocable. Y es esta concepción idealista absoluta la que, una vez más debido a su nervadura absolutamente intelectualista o teoreticista con pretendido alcance real, precisamente mejor se aviene, y frente a las apariencias, para acoger la idea de una concepción asimismo absolutamente positivista del final de la humanidad: pues lo “meramente puesto”, en efecto, resulta ser la vía idónea para acabar absolutamente prevaleciendo desde una concepción idealista absoluta de la realidad.
Así pues, la cuestión es que tanto en Comte como en Marx el formato idealista absoluto que a la postre se impone en sus filosofías comporta, debido como digo a su nervadura enteramente intelectualista o teoreticista, junto con una concepción a la postre gratuita por absoluta de la historia, una consumación del eclipse de la figura del cuerpo humano y por ello a fin de cuentas del motivo antropológico-filosófico que sin embargo en ambas filosofías estaba inicialmente presente por lo que de proyectos eminentemente prácticos y críticos de entrada querían tener.
Y es la conciencia de los efectos de dicho formato sobre estas filosofías la que nos puede permitir entender el sentido de fondo de las filosofías de la vida que precisamente se levantan, entrada ya la segunda mitad del siglo XIX, tanto frente al idealismo como frente al positivismo, con la voluntad de recuperar aquello que estas dos grandes corrientes filosóficas habían acabado dejando reprimido o soterrado en la penumbra de nuestra cultura. Pues entendemos a las filosofías de la vida, en efecto — como queda recogido en el punto 5. 3. del apartado segundo general del programa—, ante todo como unas filosofías de resistencia, o como una forma de respuesta defensiva frente a los efectos mismos de “absolutización” metafísica que sobre el ciclo del idealismo alemán (incluyendo al marxismo) y sobre el propio positivismo ha acabado teniendo la sociedad moderna primero, y luego ya la sociedad industrial.
De aquí, en efecto, la importancia decisiva que para nosotros tienen estas filosofías. Varios son los criterios que nos pueden permitir entender el formato y el sentido (antropológico) de las mismas, y a la vez distinguir cuidadosamente dentro de
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ellas entre dos grandes variaciones suyas que ciertamente no deben confundirse. Para empezar, es preciso reconocer el trasfondo romántico de estas filosofías, en la medida en que, en efecto, la primera reacción crítica romántica ya generada frente a la propia filosofía kantiana desde finales del siglo XVIII había incidido fundamentalmente en los tres factores siguientes. Primero, en una recuperación de la historicidad real, fáctica, de los pueblos, no susceptible de quedar englobada o reducida por ninguna clase de totalización intelectual previa y a la vez presuntamente definitiva de la historia. Segundo, y por ello, una incidencia en las historias fácticas particulares y plurales de cada pueblo asimismo insusceptibles de quedar englobadas por ninguna clase de totalización intelectual previa y a su vez presuntamente definitiva. Y tercero, y en consecuencia, una recuperación de la corporalidad humana como soporte efectivo de estas historias reales particulares y múltiples. A su vez, y esto es no menos decisivo, la recuperación de la corporalidad humana traía consigo una concepción vital, o sea funcionalmente ensamblada —y no desmembrada, como hubiera ocurrido en la filosofía kantiana—, de las tres facultades humanas, la cognoscitiva, la sentimental y la volitiva —sobre las que giran cada una de las tres críticas kantianas, en efecto—, de forma que en ningún caso las facultades no teoréticas o prácticas, o sea las sentimentales y volitivas, pudiesen quedar ni reabsorbidas ni ensombrecidas por la facultad teorética o intelectiva.
Pero no es menos cierto, a su vez, que el idealismo real postkantiano precisamente se despliega contando ya con esta primera reacción romántica, a la que a su vez viene a reabsorber y cancelar, en una dirección enteramente intelectualista o logicista, como ocurre muy especialmente en el idealismo real absoluto hegeliano. En este sentido es muy cierto que tanto en la obra de Marx, como aún más intensamente en la de Comte, nos es dado detectar, debido a su común formato idealista absoluto, un cierto pulso o latido romántico, que en todo caso queda a fin de cuentas reabsorbido y cancelado en la lógica última de dicho formato. De aquí que las filosofías de la vida propiamente dichas, que se originan una vez que ya ha tenido lugar el ciclo completo del “idealismo alemán” y que el positivismo comtiano ya se ha hecho presente, puedan ser en efecto consideradas como una segunda reacción de estirpe romántica que, al contar esta vez ya con el idealismo y el positivismo a sus espaldas, lo que busca es liberar a la filosofía y a la propia cultura en general de la férula “metafísica”, esto es, totalizadora apriorista y a la vez pretendidamente definitiva, que inevitablemente comporta el idealismo absoluto que se pretende real.
Y es esta aspiración la que nos permite entender a su vez las dos grandes variaciones que cabe detectar dentro de estas filosofías de la vida: la que, no obstante su voluntad de atenencia a la facticidad, y por ello a la diversidad y pluralidad, de la historia y la vida, no quiere en todo caso prescindir del sentido de la racionalidad, y por tanto de una cierta idea de universalidad, que en todo caso ya no será nunca ni apriorista ni definitiva, sino siempre inmanentemente crítica y autocrítica, y aquellas otras corrientes que entran ya en un deriva claramente irracional.
El paradigma eminente de la primera perspectiva es el constituido a nuestro juicio por la obra, asombrosamente fecunda, de Wilhem Dilthey. No nos es posible en los límites de estas páginas encarecer, tanto como quisiéramos y como por lo demás hacemos en clase, la riqueza de matices, sutileza y complejidad, así como el alcance inagotable de la obra de Dilthey —de cuya filosofía nos parece que no hay filosofía ulterior, salvo las más groseramente idealistas o positivistas, que no haya tomado las
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mejores porciones de sí misma. Por ello me he de limitar aquí a mencionar muy sucintamente los puntos que sigo en mi explicación en clase de Dilthey. Se trata en primer lugar de advertir que mediante la idea de “vivencia” Dilthey ha podido comenzar a aquilatar con toda precisión y sutileza la idea de “vida”, esto es, la idea de un ensamblaje funcional unitario entre las tres facultades humanas que nos asegure una visión “plena”, y por tanto no mutilada ni escorada en ninguna dirección, del sentido mismo efectivo del estar viviendo, y que muy en particular no reabsorba en ninguna presunta unidad intelectualista concebida de antemano y por lo mismo de un modo pretendidamente definitivo dicha plenitud del vivir. En segundo lugar, se trata de hacer ver las tres inflexiones consecutivas y sucesivamente engarzadas que a lo largo de su obra ha ido experimentando esta idea de vivencia: en primer lugar su modulación “psicológica”, que nos permite dar con la idea de una psicología “comprensiva”, o “analítico-descriptiva”, no ya “causal-explicativa”, entendida como la actividad misma de hacerse comprensible el sentido de las vivencias en su propio transcurso. En segundo lugar, su modulación “hermenéutica”, que nos permite la comprensión de las vivencias de los otros y de las obras culturales objetivas que, en cuanto que productos asimismo de vivencias, tornan “transparente” su sentido a quien se disponga a conocerlas. Y en tercer lugar, la textura internamente histórica que inexorablemente adoptan dichas obras objetivas y con ellas las vivencias. Una historicidad ésta que ha sido en efecto entendida, con una sutileza admirable, en un sentido radicalmente fáctico y plural, cancelando por tanto toda totalización metafísica o absolutizadora o definitiva de la historia (demostrando con ello Dilthey ser mucho mejor discípulo del “espíritu positivo” de Comte que lo fue Comte mismo en su concepción de la historia), sin perder por ello de vista el sentido de una cierta sistematicidad posible y por tanto de una cierta tensión universal, siempre entendidas éstas como inmanentes a la historia y por tanto siempre haciéndose y rehaciéndose incesantemente. Una visión ésta de la historia que a su vez ha sabido culminar en una sutil metafilosofía, es decir, en una concepción de la condición internamente histórica y vital de las propias “concepciones del mundo”, en cuanto que éstas son construcciones totalizadoras que responden internamente a razones prácticas, vitales e históricas, o sea a la necesidad inexorable de proseguir el curso de los propios “mundos históricos” en los que se gestan. Y por ello Dilthey ha sabido advertir que dichas “concepciones del mundo” no pueden dejar ciertamente de girar en torno a las tres ideas de la razón pura kantiana (la concepción del mundo “naturalista”, la “idealista-objetiva” y la de la “libertad de la voluntad”), mas de tal suerte que en ninguna de ellas, en cuanto se las considere desprendidas de su relación mutua con las demás, puede encontrarse ninguna verdad definitiva, puesto que en todo caso esta verdad reside en su polémica histórica mutua incesante.
Muy diferente es sin embargo el caso de las filosofías de la vida que, en su reacción frente al idealismo y el positivismo, tomaron una deriva marcadamente irracionalista, como es paradigmáticamente el caso de las obras de Schopenhauer, Nietzsche y Freud, de las cuales nos importa hacer siquiera mención en clase (como queda recogido en el punto 5. 3. 1.) aunque sólo fuera para destacar su contraste con la sutil y equilibrada textura de la filosofía de la vida y de la historia diltheyana. Lo que estos vitalismos irracionalistas han hecho no es más que llevar a cabo una mera reversión negativa abstracta de lo que de suyo ya era un vaciado abstracto de la vitalidad corpórea tanto en el idealismo apriorista puro kantiano como en el idealismo real absoluto postkantiano, de suerte que dichas filosofías se limitan a reproducir, sólo que en un sentido inverso, el desequilibrio constitutivo entre la vida y la razón que caracteriza al idealismo alemán y que ya quedó paradigmáticamente asentado en la
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filosofía platónica. Acostumbramos, en efecto, a hacer ver al estudiante que así como en Platón el cuerpo era la “cárcel” del alma, en estas filosofías irracionalistas ahora será el alma la “cárcel” del cuerpo, con lo cual estas filosofías se han limitado, como decíamos, a revertir, y por lo mismo a reproducir en un sentido inverso, el constitutivo desequilibrio entre la vida y la razón que es característico de todo racionalismo idealista (subjetivo y objetivo).
Pues bien, nuestra consideración de las filosofías de la vida no irracionalistas — así pues, de las filosofías de la “razón vital”, de modo que aquí es ya inexcusable una referencia a Ortega— tiene como consecuencia principal, en el contexto de nuestro curso, llamar la atención sobre este hecho filosófico-cultural que consideramos decisivo, a saber: el hecho de que la antropología filosófica que cristaliza, y sobre todo como movimiento filosófico, a partir de la tercera década del siglo XX tiene su caldo de cultivo inexcusable precisamente en estas filosofías de la vida, y ello en la medida en que estas filosofías han venido precisamente a consistir en una respuesta genuinamente “humanista”, en el sentido más fuerte y denso de la palabra, al estado de deformación y mutilación filosóficas e histórico-culturales frente al que respondían. “Humanista”, en efecto, en cuanto que filosofías efectivamente orientadas a una concepción “plena”, o sea no deformada ni mutilada en ninguna dirección, de la “experiencia humana”, y por lo mismo de la propia “experiencia filosófica” como quehacer inexcusablemente humano, y humano eminentemente práctico, o sea histórico y vital. Si, como dijimos, el “movimiento” de la “antropología filosófica” de nuestros días consiste fundamentalmente en una toma de conciencia de la condición inexcusablemente humana, y humana práctica, de la propia filosofía, dicha conciencia encuentra sus raíces más inmediatas en las filosofías de la vida que han alzado su rebeldía frente al idealismo, el positivismo y el estado actual de la cultura de nuestro tiempo, en cuanto que estado justamente “deshumanizado”, o sea deformado y mutilado, y muy precisa y decisivamente por la cultura del idealismo absoluto y el positivismo.
De aquí, por tanto, que podamos terminar nuestro recorrido histórico relativo a la presencia del “motivo antropológico-filosófico” en la historia de la filosofía con el momento mismo en que ésta acabó tomando conciencia de dicho motivo en las contemporáneas filosofías de la vida, haciendo así posible el actual movimiento de la “antropología filosófica” —cuestión ésta que queda recogida en el punto 5. 4. del apartado en que nos estamos moviendo.
Por lo que respecta a los tiempos de exposición, sabemos por experiencia que nuestra exposición y discusión del “contexto histórico de la sociedad de nuestro tiempo” no es posible en menos de cuatro clases. Y por lo que se refiere a las indicaciones y comentarios bibliográficos, suelo animar a los estudiantes a que lean, como acompañamiento de nuestras clases, las exposiciones que de las obras de Dilthey y de Comte se hacen en los mencionados manuales históricos de Marías y de Geymonat, y la exposición que éste último hace de Marx. Y por si algún estudiante se decidiera a ello, les indico como una posible primera lectura de los textos de los propios Comte, Marx y Dilthey, los siguientes. De Comte, los tres primeros capítulos de cada una de las tres partes de su Discurso sobre el espíritu positivo, pues me parece que la lectura de estos capítulos puede constituir una aceptable introducción al sentido general de su filosofía. De Marx, les aconsejo la lectura de las Tesis sobre Feuerbach y del Manifiesto Comunista, como una buena muestra, respectivamente, de entender el inicial planteamiento marxista de la filosofía como filosofía de la praxis, y de su concepción
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global y determinista económica de la historia. Y puestos a elegir entre la abigarrada y compleja obra de Dilthey, y una vez que les he hecho ver que, de acuerdo con su propio espíritu de concreción histórica, todo texto de Dilthey remite inevitablemente a los demás, y que lo que deben por tanto hacer es irse acostumbrando a no dejar ya de leer nunca a Dilthey, les animo de momento a leer su ensayo de 1890 Acerca del origen y legitimidad de nuestra creencia en la realidad del mundo exterior (recogido como se sabe en el Volumen VI de la traducción española de Ímaz de sus Obras en Fondo de Cultura Económica), como una buena muestra de la actitud gnoseológica de fondo, no especulativa, sino vitalmente incardinada, de este autor.
Pues bien, una vez esbozado este recorrido, y antes de entrar en la Parte Segunda de nuestro curso, nos parece oportuno hacer una breve reflexión, que sirva como adelanto del sentido del resto del curso, sobre los que consideramos que son los principales contenidos temáticos de la tarea de una antropología filosófica que quiera hacerse “a la altura de nuestro tiempo”. Se trata en efecto de hacer ver que lo que vamos a hacer en el resto del curso es volver a tomar las ideas que ya hemos venido usando o ejerciendo en nuestra presentación del curso y en nuestro inicial recorrido histórico, pero ahora ya como contenidos temáticos explícitos sobre los que debe reflexionar sistemáticamente al día de hoy la antropología filosófica. Y estos puntos, todos ellos intrínsecamente problemáticos a la vez que entretejidos entre sí, son precisamente éstos: el problema de la antropogénesis, el de la formación de las sociedades primitivas y las históricas, y el de la Historia Universal —como queda recogido en el último punto, el 6, de este segundo apartado general el que todavía estamos.
Por lo que respecta al primero, se trata de comenzar por reconocer que si estamos hablando de “vida” al hablar de “vida humana”, no conocemos positivamente otra vida más que la vida orgánica. Ello quiere decir que toda antropología filosófica debe comenzar inexcusablemente por desarrollar alguna filosofía natural del organismo viviente, sin duda cotejada con los conocimientos biológicos positivos actuales disponibles, como obligado preámbulo suyo. Y que por lo mismo debe plantearse, acto seguido, el no menos inexcusable, y ciertamente intrincado, problema de la antropogénesis, es decir, el problema de la formación de unas entidades orgánicas vivientes que, sin perjuicio de su continuidad evolucionista con el resto de los seres vivientes, se nos muestren a su vez capaces, en algún sentido que quepa precisar, de esa apertura totalizadora al mundo que no ha dejado nunca de ser reconocida (de un modo ejercido o expreso) en toda consideración filosófica de la condición humana. Y por lo mismo esta última cuestión es a su vez indisociable de la consideración del tipo de sociedades, ya específicamente humanas, en cuya morfología y funcionamiento quepa reconocer, siquiera virtualmente contenida (como veremos), esa forma de apertura totalizadora, y esto es lo que abordamos al analizar la formación, estructura y función de las sociedades primitivas (etnológicas), en cuya organización específicamente comunitaria encontraremos, sin perjuicio de su condición cerrada, cíclica y aislada, esa universalidad potencial que es la que precisamente va a ponerse ya abiertamente en juego con la formación y el devenir de las sociedades históricas. Es preciso por tanto abordar inmediatamente después la formación y el decurso de estas sociedades, al objeto de calibrar de qué modo el problema de la Historia Universal —que nos parece en efecto el problema más “elevado” de la antropología filosófica, y por lo mismo de la propia filosofía, en cuanto que en él se juega la muy problemática condición universal humana misma—, no ha podido dejar de formarse, él mismo, justamente como problema y en cuanto que proyecto —como proyecto problemático—, como resultado
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de una determinada “altura histórica de los tiempos”, la que tendrá lugar en el seno del enfrentamiento mutuo entre determinadas civilizaciones históricas.
Si somos capaces de esbozar ante el estudiante esta intrincada red argumental de problemas habremos conseguido que éste alcance, a esta altura del curso, una nueva visión global retrospectiva sobre lo visto hasta el momento y que a la vez se abra ante él una cierta expectativa sobre el sentido de todo lo que aún falta por explicar y discutir. Sabemos que semejante esbozo puede lograrse en un par de clases.
3. 2. Segunda Parte (correspondiente a la asignatura de Antropología filosófica II)
Y de este modo estaremos ya en condiciones, en efecto, de entrar en la Segunda Parte de nuestro curso, que por lo dicho debe comenzar por el “preámbulo biopsicológico” obligado de toda antropología filosófica que quiera realizarse a la altura de nuestro tiempo (como reza el tercer apartado general de nuestro programa). Y éste es el momento justamente de comenzar recordando que la obra fundacional de la antropología filosófica académica de nuestros días, el breve ensayo de Max Scheler El puesto del hombre en el cosmos, comienza asimismo con una primera parte consistente en un ensayo de filosofía natural biológica como condición previa para pasar luego a plantear la especificidad de la condición humana, de suerte que la estructura argumental de dicha obra viene en buena medida a coincidir con la del viejo tratado aristotélico Acerca del Alma. Pero también es el momento de llamar la atención sobre la diferencia radical entre la posición que nosotros vamos a sostener acerca de la relación entre el cuerpo y el alma del hombre y la concepción del fundador de la antropología filosófica: Pues mientras que para éste el espíritu humano –capaz precisamente de esa apertura cognoscitiva y estimativa al mundo que lo dota de su singular puesto en el mismo— debe ser entendido como “lo más radicalmente diferente” y “aun opuesto” a “toda vida en general”, “incluida la propia vida del hombre”, para nosotros de lo que se trata es precisamente de recuperar la unidad substancial hilemórfica aristotélica entre el cuerpo y el alma justamente allí donde dicha unidad entró en crisis en el pensamiento aristotélico, o sea a propósito del cuerpo y del intelecto humanos.
Así pues, es éste el momento de insistir en la singular paradoja que a nuestro juicio comporta la concepción del hombre del fundador de la antropología filosófica, puesto que ésta, como ya hemos visto en clases anteriores, sólo cobra su sentido cuando se la percibe como un vástago de las filosofías de vida contemporáneas orientado a recuperar de un modo auto-consciente una visión “plena” del hombre que supere sobre todo las mutilaciones idealistas y positivistas, lo que sin duda conlleva la consideración y recuperación de la corporalidad humana, cosa ésta que sin duda está a la postre detrás del obligado preámbulo bio(psico)lógico con el que Scheler no puede dejar de dar comienzo a su ensayo —además de en su voluntad de tener en cuenta tanto la dimensión cognoscitiva como la estimativa del espíritu y la personalidad humana. Con todo, y debido a nuestro juicio a la influencia que todavía en el pensamiento de Scheler estaba ejerciendo la fuerte impronta idealista de la primera fenomenología (pura y trascendental) husserliana, así como, por cierto, a la visión “maniquea” de fondo que estimamos que actúa en la concepción antropológica scheleriana, nuestro autor entenderá, como decíamos, al espíritu humano como lo más diferente y aun opuesto a toda vida, incluida la propia vida humana, lo cual precisamente le llevará, a la hora de tener que dar cuenta de la actividad efectiva de dicho espíritu, que el propio Scheler
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tendrá que reconocer que no puede dejar de ocurrir al margen del cuerpo, a tener que idear una muy peculiar concepción de la relación entre la acción del espíritu y la impulsividad humana somática que incurre en la paradoja, dada la radical diferencia última de sentido entre la que quiere ser su concepción del hombre y la de Freud, de poseer una factura enteramente semejante a la freudiana. Pues también para Scheler, en efecto, el espíritu sólo puede obrar cuando somete a la impulsividad humana a una operación de “represión” y “sustitución sublimadora”, aun cuando esto, a diferencia de Freud, no suponga para Scheler ninguna clase de autoengaño respecto de la “naturaleza esencial” humana, que seguirá residiendo en su espíritu, ni respecto a lo que el espíritu del hombre verdaderamente conoce y estima.
Así pues, y aunque sólo fuera por el contraste entre nuestra concepción y la de Scheler, pero ante todo porque, con independencia de nuestra propia concepción, la mencionada obra de Scheler constituye sin duda el clásico indiscutible de la actual antropología filosófica, con la que siempre y en todo caso será preciso cotejar y medir la propia concepción que uno pueda tener, hacemos ver al estudiante que es imprescindible que acompañe el conjunto de nuestras explicaciones en esta segunda parte del curso con la lectura, lo más detenida y atenta que pueda, de la mencionada obra de Scheler El puesto del hombre en el cosmos. No dejamos ciertamente de advertir al estudiante que se trata de una obra técnicamente difícil, sobre todo para el nivel del primer curso de los estudios universitarios de filosofía, cuya metodología filosófica (fenomenológica) y abigarrada riqueza de contenidos sólo podrá ir poco a poco asimilando en sucesivas relecturas a lo largo de la carrera, y desde luego más adelante, pero asimismo le animamos a intentar ya una primera lectura, primero porque esta obra constituye, como decimos, el texto más clásico —o canónico— de la contemporánea antropología filosófica, pero también porque lo que resta de nuestro curso va a consistir en muy buena medida en un sistemático afrontamiento polémico de dicha obra, que por lo demás podrá facilitar en alguna medida al estudiante su lectura. De este modo, éstas son las dos obras clásicas que aconsejamos encarecidamente leer al estudiante como acompañamiento básico de nuestro curso: el Acerca del ama aristotélico, para la primera parte del curso, pero también, como ahora veremos, para el primer tema de la segunda parte, y El puesto del hombre en el cosmos, para el conjunto de esta segunda parte.
Pues bien: hechas estas observaciones preliminares, podemos entrar ya en la presentación y discusión de nuestra filosofía natural biológica. Y en este sentido es preciso comenzar por señalar que nuestra pretensión es la de recuperar, al día de hoy, el formato y el sentido básicos de la propia biología aristotélica, y hacerlo precisamente de tal modo que dicha recuperación nos prepare para poder sostener, frente al propio Aristóteles, la unidad de funcionamiento entre el cuerpo y el alma específicamente humanos como la tarea más nuclear de la antropología filosófica de nuestros días — cosa ésta que comenzaremos a plantear en el primer punto de este tercer apartado general del curso. Por lo demás, es preciso asimismo señalar que nuestra recuperación actual de la biología aristotélica, lejos de estar hecha al margen de los conocimientos biológicos positivos actuales disponibles, sólo puede ser realizada mediante un cotejo escrupuloso con dichos conocimientos, un cotejo éste que a nuestro juicio la biología aristotélica resulta que no sólo agradece, sino que hace precisamente muy posible: pues de lo que se trata en efecto es de establecer un círculo hermenéutico sistemático entre los contenidos y problemas biológicos actuales y la propia biología aristotélica que nos permita reinterpretar dicha biología a la luz de estos contenidos y problemas a la vez
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que elucidar éstos desde el marco ofrecido por ella. Si somos capaces de hacer esto, habremos ciertamente llevado a cabo una genuina actualización del pensamiento biológico aristotélico desde el contexto de la biología positiva contemporánea. Se comprende, entonces, que nuestra exposición en este apartado del curso requiera, junto con la consideración de cuantos conceptos y problemas biológicos actuales sean precisos, de una segunda relectura, ahora ya más detenida, de muchos pasajes del Acerca del alma aristotélico.
Así pues, y expuesto aquí de un modo extremadamente abreviado, lo que hacemos en este momento del curso es esto. Se trata de tomar como hilo conductor de nuestra construcción el concepto contemporáneo de “función” biológica y de interpretar este concepto desde la idea aristotélica de la unidad sustancial hilemórfica entre el cuerpo y el alma, tanto como de reinterpretar dicha unidad desde el mencionado concepto. De este modo, se nos hace visible que la clave de dicha unidad reside en la “unidad de funcionamiento” entre un determinado modo de “organización funcional” de la acción del organismo viviente, acción ésta en la que consiste su “alma”, y un determinado modo de “organización estructural” o “morfológica” capaz de sostener dicho modo de funcionamiento, estructura ésta en la que consiste en efecto su “cuerpo”, en cuanto que efectiva “estructura disposicional” de soporte de aquel modo de funcionamiento. Y esto bien entendido, a su vez, en el sentido de que dicho modo funcional de organización consiste en una “unidad totalizadora” del funcionamiento de una pluralidad heterogénea de partes morfológicas —de partes-órganos funcionales suyos, en efecto— que de este modo actúan siempre funcionalmente “concertadas” respecto de un logro común. De este modo, la morfología o estructura de todo cuerpo viviente, así como de todas y cada una de sus partes que puedan seguir siendo consideradas como “partes formales” vivientes suyas, se nos mostrará siempre como una “con-formación” orgánica, esto es, como una estructura siempre “compuesta” y “heterogénea” de partes-órganos capaces de soportar unos actos vivientes funcionalmente concertados suyos, aquellos que en efecto Aristóteles concibió como “actos segundos”, puestos a su vez todos ellos funcionalmente al servicio de esa unidad totalizadora de funcionamiento en la que consiste el “alma” en cuanto que “entelequia” o “acto primero” del cuerpo viviente efectivamente capaz de vivir o de estar animado, o sea de tener alma.
Y es esta idea nuclear la que hemos de perseguir, tanto histórica como sistemáticamente, a través de las principales aportaciones biológicas positivas contemporáneas acerca del concepto de “función” biológica: así pues, tanto en el ámbito de los organismos meramente fisiológicos —los vegetales, que se corresponden con los organismos exclusivamente dotados del alma vegetativa aristotélica, y los zoológicos no conductuales—, como en el ámbito de los organismos zoológicos ya conductuales, o “psicológicos” en el sentido moderno de la expresión, que son justamente aquellos dotados, además de funcionamiento o alma vegetativos, de actividad o alma sensorial y motora. Y esto es lo que comenzamos a hacer a partir del segundo punto del tercer apartado general del programa.
Por lo que respecta a los primeros, sin duda los más elementales, se trata de advertir que aun cuando su funcionamiento tenga lugar exclusivamente dentro de las “relaciones por contigüidad espacial”, y por tanto de un modo exclusivamente “fisicalista”, en todo caso dicho modo de funcionamiento supone ya una cierta forma de (re)organización o (re)ordenación funcional concertada de dichas relaciones
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fisicalistas en virtud de la cual podemos en efecto reconocer que dichos organismos son ya efectivos organismos vivientes, o sea que están “animados”, o que poseen “alma”, o que actúan anímicamente. Lo cual quiere decir a su vez algo tan importante como que estos organismos no son entidades pasivas o mostrencas, que se limitasen a “responder” de un modo meramente pasivo al medio, sino que, en el curso de su adaptación al mismo —por tanto en la tarea de preservar relativamente “constante” el funcionamiento de su “medio interno”, o sea de asegurar la reiteración de sus propias condiciones de funcionamiento—, actúan ya siempre sobre dicho medio, modificándolo, de un modo en algún grado “tentativo” y “novedoso” o “diferencial” o “variante”, y sólo de este modo se adaptan. Así pues, los seres vivientes “construyen” activamente siempre su propia adaptación al medio, lo que quiere decir que está siempre en la raíz misma de la vida la “pujanza” frente al medio —o sea la variación siempre activa, y por ello tentativa y novedosa del mismo. Y por ello, y por mucho que esto pueda acaso escandalizar tanto a los filósofos idealistas especulativos como a los positivistas, todo organismo viviente, aun el más elemental —ya unicelular: un protozoario, por ejemplo— es un efectivo “sujeto”, aun cuando aún no sea un sujeto “subjetivo” (o sea dotado de vida experiencial). Pues si “sujeto” es, en efecto, por tomar esta referencia fictheana clásica, “quien” es capaz de poner “frente a sí” al ob-jeto, resulta que es el organismo viviente, y que sepamos sólo el organismo viviente, el que, mediante su acción modificadora del medio, “pone” “frente” a su acción el medio circundante al que dicha acción alcanza, y de este modo lo “ob-jetiva”. Y esto como digo ya incluso en el caso de organismos más elementales o meramente fisiológicos, por tanto aun no subjetivos, o sensorio-motores o experienciales. De esta suerte, todo organismo viviente, aun el más elemental, consiste —en efecto “consiste”, puesto que en esto consiste su “alma”— en una apertura activa “a” su medio circundante que tiene lugar como apertura “de” ese medio circundante mediante su acción.
Y por lo que respecta a los organismos ya dotados, además de actividad fisiológica, de actividad propiamente conductual, esto es, de actividad experiencial y motora, o sea los seres vivos sensorio-motores aristotélicos, aquí de lo que se trata es, en primer lugar, y como condición principal, de comprender el origen trófico de dicho tipo de actividad anímica específicamente sensorial y motora, pues sólo de este modo podremos, a su vez, comprender de qué modo en estos organismos la actividad motora y la cognoscitiva se encuentran indisociablemente acompasadas, a la vez que hacernos con alguna idea precisa, no especulativa ni gratuita, de qué puede ser eso del “conocimiento” precisamente como función radical e intrínsecamente biológica (y junto con el conocimiento, las demás facultades anímicas que a él van indisociablemente ligadas: el apetito, la voluntad, la imaginación y la memoria, asimismo como funciones intrínsecamente biológicas).
Pues bien: por lo que respecta a la concepción biogenética trófica del conocimiento (que tratamos en el punto 2. 2. del tercer apartado general del programa), lo primero que es menester señalar es que ya fue el propio Aristóteles el que nos dejó dibujado en su tratado Acerca del alma un mapa conceptual de dicha concepción de una precisión asombrosa, al seguir el siguiente argumento que aquí esquematizamos al máximo: los organismos sensorio-motores, en efecto, a diferencia de las plantas o seres “vivientes estacionarios”, como los llama Aristóteles, son aquellos cuyas fuentes de alimentación se encuentran a distancia de sus cuerpos, por lo que necesitan del desplazamiento motor para alcanzarlos y apoderarse de ellos, razón por la cual a su vez necesitan del conocimiento sensorial de estos alrededores remotos para poder de este
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modo orientar cognoscitivamente sus movimientos y poder llevarlos exitosamente a cabo. Aristóteles ha deducido de este modo impecablemente —con una argumentación biológica funcional impecable— el movimiento de la alimentación, y a su vez el conocimiento del movimiento. Y lo ha hecho, en efecto, de un modo que nuestros conocimientos actuales sobre las diferencias entre la morfología y las funciones tróficas de los organismos autótrofos (o vegetales) y heterótrofos (o animales), y sobre las consecuencias de dichas diferencias por lo que respecta a la comprensión del conocimiento y el movimiento como funciones biológicas, no hacen sino confirmar rigurosamente —añadiendo, si se quiere, “decimales” a la “cifra” que dejó definitivamente asentada el estagirita, pero en todo caso sin alterar dicha “cifra”. Por esta razón nosotros dedicamos una buena porción de tiempo de nuestras clases a explicitar las posibilidades de poner en juego una circularidad hermenéutica entre la moderna teoría del origen trófico del conocimiento desarrollada en la segunda década del pasado siglo por el biólogo y filósofo español Ramón Turró y la concepción que al respecto ya tuvo en su momento Aristóteles.
Pues bien: lo primero que se sigue de esta concepción biogenética trófica del conocimiento es que el conocimiento y el movimiento actúan, como decíamos, de un modo indisociablemente acompasado, es decir, que el animal no sólo se mueve según conoce, sino que, y aún más radicalmente, sólo conoce según se mueve, puesto que precisamente conoce porque se mueve. Y es la comprensión atinada de esta realidad funcional biológica la que a su vez nos permite deducir, como decíamos, a partir del conocimiento y el movimiento, el deseo y la voluntad, por un lado, y la memoria y la imaginación, por otro, como funciones biológicas asimismo necesarias. Expuesto, de nuevo, de un modo muy comprimido el argumento aristotélico: El animal debe apetecer o desear —con apetito de “búsqueda” o de “evitación”, como nos dice Aristóteles— aquello que estando conocido en cuanto que distante puede llegar a afectar vitalmente por contacto a su propio cuerpo, y por ello el movimiento habrá de quedar a su vez movilizado volitivamente en función de dicho apetito. Por otro lado, dado que el conocimiento y el movimiento se dan entre medias de los alrededores distantes al cuerpo, lo que supone ya una diversidad de rutas motoras de acción algunas de las cuales pueden resultar exitosas y otras no, es preciso que el recuerdo venga a fijar selectivamente en cada caso aquellas rutas pretéritas que resultaron exitosas, a la vez que la combinación productiva de recuerdos, o sea la imaginación, venga a adelantarse novedosamente en cada nueva ocasión a la acción en el curso mismo de la acción. Así pues, una vez más ocupamos una buena porción del tiempo de nuestra explicación a cotejar estas ideas básicas aristotélicas con buena parte de cuanto la moderna psicología experimental ha podido conocer acerca de la “motivación”, la “conducta propositiva”, la “memoria” y el “aprendizaje”, y la “imaginación”, al objeto de volver a comprobar cómo estos nuevos hallazgos no han hecho otra cosa más que arrojar nuevos decimales, y muchas veces de un modo confuso, sobre la cifra que dejo límpidamente establecida al respecto el estagirita.
Y asimismo nos importa traer a colación en nuestras clases (como queda recogido dentro del punto 2. 2. del tercer apartado general del programa) un hallazgo experimental psicofísico contemporáneo extraordinariamente significativo, cuando se lo sabe apreciar, como es el de las “constancias perceptivas”, que puede hacerse corresponder y ponerse en confluencia con la concepción biogenética trófica del conocimiento (aristotélica y moderna), permitiéndonos de este modo acabar de aquilatar nuestra concepción del conocimiento (y con él del apetito, la voluntad, el recuerdo y la
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imaginación) como inexcusables funciones biológicas. Pues lo que dicho hallazgo vino a descubrir, en efecto, expuesto una vez más muy brevemente, es que las propiedades subjetivas percibidas de un objeto que se encuentra físicamente distante respecto del cuerpo del observador correlacionan ampliamente (aun cuando no absolutamente) con las propiedades físicas de dicho objeto medidas por el experimentador, abstracción hecha por tanto (aunque tampoco absolutamente) de dicha distancia física y de la correlativa variabilidad de estimulación física proximal que incide por contacto con el órgano sensorial receptor del observador. Quiere esto decir, entonces, que la percepción sólo tiene en efecto sentido funcional biológico cuando lo es de los objetos distantes o remotos respecto del cuerpo del observador, y precisamente en la medida en que se mantienen remotos.
Lo cual es lo que nos permite por fin aquilatar conceptualmente cuál pueda ser la textura de la vida cognoscitiva y de los propios movimientos que tienen lugar en el seno de dicha textura cognoscitiva. Dicha textura debe ser entendida, en efecto, según proponemos, mediante la idea de “co-presencia a distancia” entre lo que permanece físicamente distante. “Co-presencia a distancia”, en efecto, entre los diversos estratos medioambientales físicamente distantes entre los que se despliegan los movimientos orgánicos, a su vez co-presentes a dichos movimientos en cuanto que en éstos cabe asimismo reconocer diversas “co-presencias a distancia” mutuas entre diversas partes suyas asimismo físicamente distantes. Y en semejantes co-presencias a distancia mutuas de los movimientos orgánicos, en cuanto que dadas siempre entre medias de las co- presencias a distancia ambientales respecto de dichas co-presencias orgánicas motoras, es en lo que estrictamente consiste, ni más ni menos, todo efectivo sujeto orgánico (ya subjetivo), bien entendido desde luego a su vez que es por medio de semejante tipo de actividad como se van integrando las propiedades apetitivas y volitivas, e imaginativas y memorísticas, que actuando siempre en el curso de la acción orgánica motora resultan funcionalmente imprescindibles para el decurso de la misma.
Y sólo de este modo podemos en efecto entender con algún rigor la idea de “sujeto subjetivo” (siempre orgánico) en cuanto que “cuerpo vivenciado o vivido” “en acción”, puesto que lo que justamente pretende la idea de “co-presencia a distancia” es conceptuar la textura de semejante “vivencia” de un modo ya desprendido o liberado de todo residuo dualista mentalista representacional, desprendimiento éste que, nos permitimos decir, ciertamente ha resultado siempre un hueso muy duro de roer en toda la historia de la filosofía, puesto que insidiosos residuos de dicho dualismo representacional los seguimos encontrando siempre, obstruyendo de este modo su trayectoria filosófica, en los más sutiles filósofos de la vida, como el propio Dilthey y Ortega.
A su vez, la idea misma de co-presencia a distancia nos conduce a (re)plantear la compleja y decisiva cuestión de la relación entre la conducta, dada siempre a la escala de dichas texturas co-presentes, y el funcionamiento neurofisiológico involucrado por la conducta, dado siempre a la escala de las relaciones (fisicalistas) por contacto, o sea por “contigüidad espacial” (cuestión que tratamos en el punto 2. 3. del tercer apartado general en el que nos estamos moviendo). La cuestión es que las relaciones funcionales neurofisiológicas, dadas siempre a la escala de la contigüidad espacial (a muy diversos niveles), deben ser consideradas, claro está, como funcionando siempre de un modo ininterrumpido —tan ininterrumpido como la propia conducta co-presente—, y además como soporte funcional imprescindible de la propia conducta; mas de tal modo que,
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obsérvese, dicho funcionamiento fisiológico debe ser a su vez considerado como funcionalmente integrado y subordinado al funcionamiento conductual que, requiriéndolo de un modo imprescindible como su soporte fisiológico, a su vez no se reduce formalmente a él en modo alguno. Quiere ello decir, entonces, y frente a las apariencias (frente a las apariencias “fisicalistas” que han dominado y dominan el clima intelectual de la biología y la psicología contemporáneas), que no es la actividad neurofisiológica la que controla o guía funcionalmente la actividad conductual, sino que es más bien ésta la que, a modo de “punta de lanza” de la actividad adaptativa orgánica en su conjunto, siempre “controla” o “guía” o “tira” (claro está que inconscientemente) de la actividad neurofisiológica que por lo demás necesita. O en otras palabras —muy breves y comprimidas—: que no nos comportamos según funciona el cerebro, sino que es el cerebro mismo el que funciona según nos comportamos.
Y de este modo, semejante concepción del sujeto orgánico subjetivo y de la integridad e integración funcional entre su funcionamiento fisiológico y su funcionamiento conductual, nos permite identificar la conducta de los organismos animales subjetivos, o sea de los organismos sensorio-motores aristotélicos, precisamente con el “alma” aristotélica en cuanto que “entelequia” o “acto primero” al que se subordinan funcionalmente sus “actos segundos”, que a su vez podemos ahora identificar con los funcionamientos fisiológicos. Llegamos de este modo a proponer un riguroso “conductismo ontológico”, liberado de todo dualismo representacional, que difícilmente entenderán desde luego los diversos “conductismos” y “cognitivismos” vigentes que no dejan de seguir presos todos ellos de diversos modos de dicho dualismo representacional.
Y dos son las consecuencias decisivas que podemos extraer de la precedente concepción de la vida orgánica, tanto respecto de la biología en general como, y por ello mismo, respecto de la propia antropología. La primera es que todo organismo viviente, ya los más elementales o no conductuales, y por supuesto a una nueva escala los organismos conductuales, constituyen o consisten sin duda en centros corpóreos activos de apertura a sus mundos-entorno circundantes en cuanto que esta apertura tiene lugar como apertura de dichos entornos mediante su acción. Y ello ocurre también así en el caso de los organismos conductuales o cognoscentes: pues también en este caso dicha apertura, ya cognoscitiva, al mundo-entorno tiene lugar gracias a la apertura de dicho medio entorno llevada a cabo por su actividad motora —que podemos considerar como “operatoria” dada la textura cognoscitiva en cuyo seno tiene lugar. La apertura cognoscitiva al mundo tiene lugar siempre, en efecto, gracias a la apertura operatoria del mismo, puesto que, como decíamos, al margen del movimiento (operatorio) carece por completo de sentido funcional orgánico el conocimiento. Y esta nota decisiva deberá seguirse haciendo valer también en el caso humano, cuando hablemos, en este contexto, como veremos, de apertura (humana) al “Mundo”: una apertura ésta al “Mundo”, en efecto —así, a secas y con mayúsculas—, que puede que en algún sentido sea ya irreductible a las “aperturas a sus mundos-entorno” del resto de cada uno de los grupos biológicos, pero cuyo concepto deberá ser en todo caso cuidadosamente precisado, y que asimismo no podrá dejar de seguir requiriendo de la idea de apertura corpórea operatoria de dicho Mundo.
Y la segunda consecuencia es la relativa al ensamblaje funcional indestructible entre las facultades cognoscitivas y las apetitivas y volitivas actuantes en dicha apertura. Los organismos sólo pueden apetecer y querer sin duda lo que conocen; pero a su vez
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conocen en la medida en que se mueven, y se mueven para alcanzar lo que apetecen y quieren (que a su vez no debe reducirse a lo que fisiológicamente “necesitan”, sin perjuicio de que el apetito sea la expresión subjetiva de dicha necesidad). Quiere ello decir que todo conocimiento está por tanto funcionalmente orientado a la consecución de logros prácticos apetecidos y queridos, y que al margen de dichos logros prácticos el conocimiento carece de todo sentido funcional vital. Y este ensamblaje funcional vital deberá seguirse asimismo manteniendo en el caso humano, aun cuando aquí puede que, de nuevo, a una escala ya irreductible a la de cualesquiera otros grupos de organismos zoológicos. De hecho, si las filosofías de la vida contemporáneas han podido hacer valer la idea de un ensamblaje vital entre las “tres facultades” (que también son, como estamos viendo, facultades zoológicas, aun cuando puede que a escalas inconmensurables), y de este modo oponerse tanto al desmembramiento (kantiano) de dichas facultades, como a la reabsorción intelectualista de las facultades prácticas propia del idealismo absoluto, ello sólo ha podido ser así en la medida en que estas filosofías se estaban también alimentando, entre otras fuentes, de las aportaciones de la biología positiva de su momento. No nos es posible en estas páginas ni mencionar siquiera las referencias que damos y que comentamos en clase a este respecto.
Por fin, una cuestión de inexcusable importancia es la consideración de las teorías evolucionistas contemporáneas desde nuestra filosofía biológica, y muy en particular desde nuestro proyecto de recuperación actual de la biología aristotélica (como queda recogido en el punto 2. 4. del tercer apartado general en el que nos movemos). Ciertamente, Aristóteles no pudo tener en su momento a la vista la idea de evolucionismo en un sentido moderno, esto es, la idea de una formación por transformación de las morfologías orgánicas acontecida en el transcurso de las generaciones y de modo que dicha transformación pueda incluir el cambio de especie biológica (linneana). Con todo, cuando reparamos en que la idea darvinista de “selección natural”, en todo caso imprescindible, debe ser sin embargo precisada y desarrollada, al objeto de superar sus virtuales ambigüedades e insuficiencias —las que se derivan ciertamente de la posibilidad de interpretar de un modo meramente circular (o tautológico) la relación entre “eficacia adaptativa” y “eficacia reproductora”—, en los términos de la teoría de la “selección orgánica”, que precisamente incide en la acción orgánica adaptativa novedosa como criterio de selección de las variantes hereditarias darvinistas aleatorias, entonces es cuando, una vez más, nos es dado apreciar que las ideas biológicas aristotélicas no sólo se avienen, sino que agradecen una reformulación suya actual en términos de la mencionada teoría evolucionista de la selección orgánica. Pues lo que esta teoría sostiene, como se sabe, es que en la medida en que las adaptaciones novedosas se perpetúen a través de las generaciones por cualesquiera medios adquiridos ya distintos de los medios hereditarios (una vez que ya sabemos, desde Weismann, y frente a Lamarck, de la inviabilidad de dicha transmisión hereditaria), dichas innovaciones funcionarán como criterio de selección de las variantes aleatorias darvinistas que eventualmente se produzcan, de modo que se acabarán precisamente seleccionado aquellas variaciones que refuercen o coadyuven a la persistencia y eficacia habitual de dichas innovaciones adaptativas. Así pues, esta teoría, respetando la estructura de la herencia darvinista, incide sin embargo en la acción orgánica adaptativa novedosa como criterio de selección de las variaciones hereditarias aleatorias darvinistas, y de este modo puede concebir dicha acción novedosa como “guía” o “motor” o “marcapasos” de la evolución, o sea de la propia formación por transformación de las morfologías orgánicas. Pues bien: desde el momento en que Aristóteles, aun cuando no haya tenido expresamente a la vista la idea de adaptación
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orgánica novedosa, ha comprendido perfectamente sin embargo la estructura compuesta y heterogénea del cuerpo del organismo, que resulta que es la que sabemos hoy que hace precisamente posible dichas adaptaciones novedosas, no hay ciertamente nada en su concepción que se oponga a la teoría de la evolución entendida desde la idea de “selección orgánica”, sino que más bien es dicha concepción la que agradece su reformulación en los términos de semejante concepción evolucionista.
Más aún, en la medida en que Aristóteles ha tenido la intuición genial de entender la estructura disposicional del cuerpo viviente (de la “materia” corpórea en cuanto que “potencia”) a partir o en función de su modo específico de actuación (o sea de su “alma” como “causa formal y final”), Aristóteles ya ha concebido la morfología orgánica en función de sus acciones o funciones, idea ésta que en modo alguno se opone, sino que más bien dispone a concebir la propia formación de dichas morfologías en virtud o en función de sus propias acciones. Pero esto es justamente lo que hace la idea de selección orgánica: entender la formación de las formas orgánicas en función de sus funciones, si bien dando, desde luego, a su vez, con la clave evolucionista de dicha formación. Dicha clave evolucionista se nos ha de mostrar por tanto como la forma más adecuada y efectiva de acoger y actualizar al día de hoy la sutil idea aristotélica de la “unidad de funcionamiento” entre la “materia” y la “forma” de los seres vivos.
Pues bien: Dos son las consecuencias generales que se desprenden de nuestra filosofía biológica, una respecto del estatuto gnoseológico de la propia biología positiva moderna, y la otra respecto del alcance ontológico de dicho saber, y son estas consecuencias las que precisamente nos preparan el terreno para poder llevar a cabo la que como hemos visto constituye a nuestro juicio la tarea más primordial de la antropología filosófica de nuestros días, que es la de poder seguir sosteniendo la idea aristotélica de la unidad de funcionamiento entre el cuerpo y el alma, pero ahora ya a propósito del cuerpo y el alma específicamente humanos. Ambas consecuencias son tratadas en el cuarto y último punto de este tercer apartado general del programa.
Por lo que respecta al estatuto gnoseológico de la biología positiva, la cuestión es que, a la vista de nuestros análisis es preciso concluir, y una vez más frente a las apariencias, que la biología no es en modo alguno un saber fisicalista, esto es, un saber que pudiera formalmente resolver sus explicaciones mediante relaciones fisicalistas de contigüidad espacial. Pues incluso, como hemos visto, en el caso de los más elementales organismos no conductuales, sus formas específicamente vivientes de reordenación funcional de los nexos fisicalistas a través de los que indudablemente han de tener lugar dichas formas de ordenación funcional comportan ya un modo de actuación formalmente concertado, y por ello tentativo y variante, y por tanto formalmente teleológico o finalista (aun cuando aún no subjetivo) a cuya escala formalmente teleológico-funcional quedan ya refundidos dichos nexos fisicalistas. Y no digamos ya en el caso de los organismos conductuales, en los que sus modos ya formalmente subjetivos (cognoscitivos, apetitivos y volitivos) de acción, en virtud de su textura formalmente co-presente, que resulta enteramente irreductible a los nexos fisicalistas que caracterizan las funciones fisiológicas funcionalmente integradas y subordinadas a dichos modos conductuales de acción, consisten por tanto ya formalmente en formas de acción dotadas de una finalidad expresamente subjetiva, lo que hace radicalmente imposible toda pretendida explicación reductiva formalmente fisicalista de dichas formas de acción. No podemos aquí extendernos en la consideración de una característica gnoseológica decisiva en la que sin embargo sí abundamos en clase: se
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trata en efecto de advertir que, debido a la condición formalmente teleológica de las acciones orgánicas y por tanto de las propias explicaciones biológicas, la propia biología positiva es, de hecho —y por tanto frente a las posibles autoconcepciones de sus propios agentes— un saber estricta y formalmente hermenéutico; lo cual por cierto es lo que nos permite comprender que Aristóteles pudiera hacer, en el ámbito biológico, algo que sin embargo desde luego no pudo hacer por ejemplo en el de la Física, como es precisamente diseñar la cartografía conceptual básica que sigue resultando interpretativamente fértil en relación con y a partir de los ulteriores conocimientos arrojados por la moderna biología positiva.
Y por lo que toca a la cuestión —ciertamente decisiva— del alcance ontológico de la biología, el caso es que, y de acuerdo precisamente con su estatuto gnoseológico antes considerado, no puede decirse que la biología sea un saber que quede formalmente contenido en el recinto de un saber regional (particular, especial), o sea de una región categorial particular de la realidad —de un “cierre categorial”, en el sentido de la gnoseología de Gustavo Bueno—, puesto que se trata de un saber cuyo campo es ilimitadamente abierto, y ello tanto por lo que respecta a su “comienzo” como por lo que se refiere a su “final” evolutivo conocido actual (relativo), que es precisamente el hombre. Por su comienzo, en efecto, porque, más allá del hecho positivo de que sólo conozcamos la presencia de la vida en el planeta que habitamos, es preciso conceder, y a partir justamente de este hecho positivo, a la “Naturaleza” (o a la Fysis) una suerte de “radical potencialidad” para organizarse como “vida”, o sea como esas estructuras disposicionales capaces de un funcionamiento totalizador unitario formalmente teleológico capaz de irse “abriendo paso” mediante su acción entre medias de los medios circundantes particulares a los que el radio de dicha acción alcanza. Y por lo que toca a su “final” (relativo) evolutivo actual conocido, o sea precisamente al hombre, la cuestión es que sería asimismo preciso reconocer que, en la medida en que la entidad orgánica humana fuera en efecto capaz, y sin dejar de ser orgánica y en cuanto que precisamente orgánica, de abrirse paso, y no ya a determinados medios entorno circundantes, sino de algún modo a la totalidad universal de la realidad (y de un modo virtualmente ilimitado), entonces sería el propio decurso viviente el que en su despliegue se nos mostraría ciertamente como ilimitadamente abierto, como que sería dicho decurso el que, en su momento “humano” de despliegue, vendría a tornarse en la apertura misma a esa totalidad universal de la realidad de la que si podemos hablar, y desde dentro de ella, sería precisamente en cuanto que quienes lo hacemos somos organismos humanos.
De aquí, por tanto, que tan decisiva e imprescindible sea la concepción de la biología que hasta el momento hemos venido ensayando como asimismo lo deba seguir siendo la prosecución de dicha concepción a la escala ya humana — tarea ésta en la que justamente consiste desde nuestra perspectiva la clave última de la antropología filosófica de nuestros días—, es decir, la tarea de llegar a percibir o aprehender a esa entidad orgánica que es el hombre como una entidad que, sin dejar de ser orgánica y precisamente por seguirlo siendo, fuese a su vez capaz de semejante forma de apertura a la totalidad universal de la realidad.
El estudiante que nos haya seguido hasta aquí puede comenzar ahora a enlazar lo dicho hasta el momento con lo que aún nos queda por exponer, y comenzar a hacerse así ya con una idea más adecuada de la continuidad de sentido del conjunto de nuestro curso.
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Por lo que respecta al tiempo de exposición y a las indicaciones y comentarios bibliográficos de este momento del curso, he de decir lo siguiente. Por experiencia sabemos que una exposición y discusión mínimamente comprensiva de nuestra filosofía biológica en el contexto de nuestro curso requiere al menos de ocho clases. Y por lo que respecta a la bibliografía, y dado el carácter ciertamente personal, valga lo que valiere, de nuestra filosofía biológica, lo que hasta ahora hemos venido haciendo es aconsejar la lectura de ciertos trabajos nuestros en los que, además de desarrollarse distintos aspectos de nuestra concepción, se incluyen naturalmente otras referencias clásicas significativas. Estos trabajos eran: En primer lugar, nuestro ensayo titulado “Intencionalidad, significado y representación en la encrucijada de las ciencias del conocimiento”, publicado en el año 2003 en el número 1 del volumen 24 de la revista Estudios de Psicología. De este trabajo aconsejaba al estudiante leer en este momento del curso sólo su parte primera, que trata de las cuestiones biológicas generales (a diferencia de la segunda, que trata de las cuestiones específicamente antropológicas). En segundo lugar, nuestro trabajo titulado “Concerning the Madrid Lecture: the Equivocal Character of Pavlov’s Reflexological Objetivism and its Influence on the Distorted Concept of the Physiology-Psychology Relationship”, publicado en el año 2003 en el número 2 del volumen 6 de la revista Spanish Journal of Psychology. De este trabajo proporcionaba a los estudiantes una versión en lengua española, y aconsejaba su lectura en relación con la cuestión de las relaciones entre conducta y neurofisiología. Y por fin, la introducción a nuestra edición crítica en español del ensayo de Egon Brunswik El marco conceptual de la psicología, un trabajo que Brunswik publicó en 1952 en Chicago en la University of Chicago Press, y cuya edición española vio la luz en el año 1989, en Madrid, en la editorial Debate. Dicha introducción se titula “¿Funciona de hecho la psicología empírica como una fenomenología del comportamiento?”, y le podía servir al estudiante como una presentación y discusión generales de nuestra concepción de las diferencias y relaciones entre las relaciones de “co-presencia a distancia” y las de “contigüidad espacial”. Pero a comienzos del año 2010 hemos redactado un ensayo (de sesenta y dos páginas a un espacio en el manuscrito original) con la intención de refundir y sistematizar del modo más comprensivo posible la mayor parte de los contenidos de nuestros trabajos anteriores sobre estos temas, y por tanto con pretensión fundamental de que su lectura por parte del estudiante pueda servirle como guía general de nuestra exposición de este apartado del curso. Este trabajo se titula “La teoría del origen trófico del conocimiento de Ramón Turró: un ensayo sobre su trasfondo histórico-filosófico y sus posibilidades de desarrollo teórico en el sentido de una concepción (neo)aristotélica de la vida”, y ha sido recientemente publicado en mayo de 2010 en el primer número de la nueva revista Psychologia latina. Así pues, a partir de ahora aconsejaremos al estudiante principalmente la lectura de este trabajo como un buen acompañamiento de nuestras explicaciones en este apartado del curso.
Pues bien: nuestro preámbulo bio(psico)lógico nos ha preparado, como decíamos, para abordar el que consideramos como el problema matricial de la antropología filosófica de nuestros días, que no es otro que el problema de la “antropogénesis”, al cual dedicamos el cuarto apartado general de nuestro curso. Si, como hemos dicho, los organismos sensorio-motores son centros corpóreos de apertura operatoria y sensorial a sus mundos-entorno, de lo que se trata ahora es de poder llegar a percibir a las entidades humanas como organismos, asimismo sensoriales y operatorios, de los que pueda decirse, en algún sentido que pueda ser precisado, que consisten en
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centros de apertura sensorial y operatoria al “Mundo”. Se trataría, por tanto, sí, de una apertura al “Mundo”, considerado éste, si se quiere, como decíamos, a secas y con mayúscula, es decir, no ya como cada uno de los particulares mundos-entorno ecológicos a los que se abren cada uno de los distintos grupos de animales, sino como “un” Mundo cuya estructura de alguna manera hemos de hacer residir en la “totalidad universal de la realidad”, y además entendida como una totalidad universal virtualmente ilimitada o irrestricta. Semejante estructura totalizadora universal ilimitada comportaría ciertamente entonces de algún modo el desbordamiento ilimitado de toda posible circunstancia ecológica, pero no ya, obsérvese, por evaporación (espiritualista) de dichas circunstancias, ni tan siquiera porque dicha estructura pudiera sobrevolarlas a todas (desde fuera o por encima de ellas), sino precisamente por recurrencia de dicha estructura a través de todas estas circunstancias. Se tratará, por tanto, entonces, de una apertura que deberá seguir siendo íntegramente construida o hecha por operaciones corpóreas de unos seres vivos radicalmente sensoriales y operatorios —sin perjuicio de la posible inconmensurabilidad que pueda haber entre dicha forma de apertura y las diversas aperturas particulares a sus respectivos mundos-entorno de los demás grupos de animales.
Pretendemos de este modo evitar y remontar tanto la estrategia biológico- positivista que tiende a sacrificar la idea misma de apertura al Mundo, con la singularidad irreductible que ella pueda comportar, en aras de un concepto del cuerpo humano y de su evolución entendidos como mera “hominización”, o sea de un modo “co-genérico” o “sub-genérico” respecto de una idea de evolución a su vez recluida dentro de una concepción del campo biológico entendido como una región categorial cerrada de la realidad —y a la postre fisicalista—, como la estrategia metafísica que tiende a absolutizar o hipostasiar la idea de dicha apertura, o sea a desprenderla de los inexcusables problemas que plantea la evolución, desentendiéndose taimadamente de ellos, y de paso concediéndole sus pretendidos fueros, implícita o explícitamente, a la anterior concepción biológica positivista, habida cuenta de que concibe dicha apertura al Mundo como una actividad meramente espiritual al parecer de suyo desencarnada.
Así pues, este problema no podrá ya en modo alguno plantearse al día de hoy de espaldas al evolucionismo moderno, y desde luego reformulado en los términos de la ya mencionada teoría de la “selección orgánica”, mas de tal modo, a su vez, que seamos capaces de dar con el criterio que nos permita conjugar el reconocimiento de la inexcusable continuidad genética (evolucionista) entre las realidades humanas vivientes y otras realidades zoológicas previas con la comprensión del “momento” (evolutivo) en el que pueda comenzar a tener lugar esa discontinuidad estructural merced a la cual podamos ya reconocer actuando organismos vivientes efectivamente capaces de dicha “apertura al Mundo”. Y ello de tal suerte que podamos comprender, siguiendo la pauta de la idea de selección orgánica, la formación evolutiva de las propias morfologías — ante todo operatorias y sensoriales— de estos nuevos seres vivos precisamente como resultado de esos nuevos “logros” suyos consistentes en semejante forma de apertura constructiva al Mundo.
Y en relación con dicho criterio, me he de limitar aquí a apuntar lo siguiente, en lo que por lo demás abundamos en clase con otro pormenor. Dicha estructura “totalizadora universal ilimitada” deberá ser entendida, por lo que toca a su “núcleo” germinal o básico, y por ello constitutivamente recurrente, del siguiente modo: Se trata ante todo de comenzar por reparar en el entramado de objetos levantados por la
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producción humana (de los que tenemos constancia por la arqueología prehistórica) como una suerte de “endoesqueleto” cultural habitable capaz de soportar y a la vez de realimentarse de un nuevo tipo de relaciones sociales específicas, justamente las contraídas en la producción y el uso sociales de dicho entramado de objetos. Unas nuevas relaciones sociales éstas que justamente vendrían a adoptar la siguiente estructura: la estructura topológica tri-posicional que adquiere la vida social cuando ocurre que para cualesquiera dos individuos operatorios cuyos cuerpos y operaciones son mutuamente perceptibles, sea preciso sin embargo contar, y como condición interna necesaria de la prosecución de sus interrelaciones operatorias (en principio, de sus co- operaciones), con las operaciones de algún otro tercer individuo operatorio cuyo cuerpo y operaciones no puedan estar, de entrada por razones geográfico-físicas, presentes en el espacio perceptivo y operatorio de los dos primeros. En tal caso, el único modo de contar internamente con la posición de estas terceras operaciones deberá ser sin duda re- presentándola, pero ello de tal modo que a la vez que dichas representaciones deberán seguir consistiendo en operaciones corpóreas que por su materialidad corpórea sensible puedan seguir siendo susceptibles de ser mutuamente percibidas por cualquier par de individuos mutuamente perceptibles que las usen, por su forma o estructura sin embargo deberán reproducir isomórficamente la estructura triposicional global cuya representación hacen de este modo posible y por ello mismo canalizan o soportan. Y aquí radica el secreto y la inexcusable necesidad de los lenguajes humanos de palabras, que precisamente consisten en un sistema de operaciones corpóreas (de entrada sonoras) susceptibles por ello de ser mudamente escuchadas por cualquier par de individuos mutuamente perceptibles que las usen, pero cuya forma, o estructura o articulación, precisamente sintáctica, reproduce isomórficamente la situación tri-posicional global cuya prosecución hace posible al representarla mediante semejante reproducción isomorfa. Y de aquí que el núcleo sintáctico básico de todo posible lenguaje humano de palabras deba precisamente residir en los tres pronombres personales —tres: ni uno más, ni uno menos—, junto con sus tres tiempos verbales y las tres posiciones deícticas que inexcusablemente los acompañan, a partir de las cuales tres posiciones personales podrían ciertamente reconstruirse todas las demás inflexiones (nominales y verbales) de la gramática de las lenguas humanas de palabras, así como todas las nuevas “inflexiones” operatorias no lingüísticas de la “gramática” de la acción humana (triposicional) que los lenguajes soportan y canalizan representándola mediante su reproducción isomorfa.
Así pues, es en esta doble estructura triposicional operatoria, extralingüística y lingüística, conjugada de modo que la segunda soporte y canalice a la primera mediante su representación por reproducción isomorfa, en donde proponemos cifrar el núcleo básico generador recurrente de las realidades antropológicas, esto es, precisamente de esa forma de apertura al “mundo” como “totalidad universal ilimitada”. Pues lo que tiene en efecto de “universal” dicha totalidad universal reside justamente en su estructura lógica (lógico-algebraica) tri-posicional, y en particular en su tercera posición lógica, y precisamente en la medida en que ésta sea potencialmente recurrente de un modo ilimitado. De esta suerte, estas nuevas terceras posiciones, una vez conformados y asentados los primeros pueblos o sociedades humanas —a saber, las primeras “sociedades etnológicas”, como habremos de ver en el siguiente apartado general del curso—, podrán venir a ser ocupadas, como lugares lógico-algebraicos que son, ya a una nueva escala, y a resultas de los encuentros entre dichos pueblos, precisamente por aquellos nuevos pueblos o sociedades humanas capaces de ir engranando con los pueblos anteriores de partida, dentro de un proceso recurrente que
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puede llegar a ser negativamente ilimitado o infinito y en el que justamente vendrá a consistir el despliegue de la historia social humana como historia universal —como asimismo habremos de ver en el siguiente apartado general. Una historia universal ésta, por tanto, a través de cuya dinámica deberá tener lugar esa apertura al Mundo como un proceso histórico totalizador universal virtualmente ilimitado. Y es entonces cuando podemos reparar en que dicha forma de apertura, aun cuando desborde y trascienda sin duda ilimitadamente toda circunstancia ecológica, no por ello habrá de entenderse como des-circunstanciada de un modo absoluto. Pues precisamente su nuevo modo propio y formal de estar circunstanciada vendrá a residir en su condición histórica, es decir, en cada una de las circunstancias históricas a través de las cuales podrá ir teniendo moduladamente lugar dicha apertura universal ilimitada.
Una vez expuesta, en su primera y esquemática formulación, nuestra concepción de la estructura “trascendental” en cuanto que triposicional del “campo antropológico”, son muchas y muy diversas, y de una importancia principal, las cuestiones que pueden comentarse como corolarios de dicha concepción. Nosotros en clase solemos comentar y glosar con alguna holgura al menos estas dos. Una, que tiene que ver con el nuevo tipo de vida psíquica (en el sentido moderno de “subjetivo- individual”) que se desprende de semejante instalación constructiva en dicha estructura triposicional, y la otra, al menos tan importante como la primera, que se refiere al nuevo tipo de morfología orgánica, ante todo sensorial y operatoria, capaz de poner en marcha y sostener semejante instalación. Se trata por tanto de reconstruir, en un sentido aristotélico, aquello que el propio Aristóteles no fue capaz de construir, o sea una concepción de la unidad vital de funcionamiento entre el cuerpo y el alma de esta nueva entidad orgánica cuyo radio de acción es ya constitutivamente triposicional, y de hacerlo precisamente en función de dicho nuevo tipo de radio de acción.
Por lo que toca a su vida “psíquica”, aquí de lo que básicamente se trata es de advertir que el nuevo tipo de radio de acción operatoria triposicional, que implica en efecto contar siempre con las “terceras” posiciones, insusceptibles de estar perceptivamente presentes para cualquier par de individuos que ocupen posiciones mutuamente perceptibles, comporta ya precisa e inexcusablemente un nuevo tipo de radio de acción tanto de la memoria como de los proyectos o propósitos, así como de los contenidos conocidos. Pues dichos proyectos deberán ya trascender toda situación mutuamente perceptible, y en este sentido, si se quiere, “inmediata”, en cuanto que ordenados a contar con dichas terceras posiciones, lo cual a su vez sólo será posible en virtud de unos recuerdos que a su vez trasciendan las situaciones “inmediatas” pretéritas. Y asimismo cualesquiera “contenidos conocidos” podrán ya ser entendidos en efecto como contenidos “conceptuales”, o “intelectuales”, pero no ya porque prescindan o sobrevuelen o se yuxtapongan a los contenidos sensoriales, que deberán estar siempre presentes como su materia sensorial inexcusable (también como las imágenes que acompañan indefectiblemente a los pensamientos), sino porque aquello que dota de formalidad intelectual o conceptual a las percepciones sensoriales mismas es el tipo de relaciones entre ellas dadas en virtud de semejantes formas triposicionales de recordarlas y proyectarlas. Se comprende entonces que tanto las propias operaciones corpóreas como los recuerdos y proyectos sean inviables sin la presencia del lenguaje en cuanto que forma, según decíamos, de entrada ella misma operatoria (sonora), de sostener la actividad triposicional mediante su reproducción formal isomorfa. Y se comprende asimismo que sea preciso vincular al ejercicio del lenguaje la formación del “fuero interno”, y de un fuero interno sin duda “reflexivo”, es decir, toda la variada
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gama de pensamientos, imágenes, recuerdos y proyectos que pueden efectuarse sin verse inmediatamente acompañados de actividad muscular efectorial efectiva (operatoria). Mas la cuestión es que semejante “fuero interno reflexivo” no es nunca una actividad originaria, sino devenida, y devenida entre medias de las operaciones corpóreas de radio de alcance triposicional. De aquí que la condición sin duda “reflexiva” que llega a alcanzar dicho fuero interno, es decir, esa “con-ciencia” que “acompaña siempre a todas las representaciones”, no deje nunca de ser el propio cuerpo vivido operatorio en acción, y también el vivido precisamente bajo la forma de sus recuerdos imaginados. Así pues, nuestra concepción se encuentra prevenida frente al error gnoseológico radical del dualismo representacional mentalista encapsulado, que precisamente se asienta, como podemos comprender ahora, en la absolutización o sustancialización del fuero interno como una presunta actividad mental incorpórea que fuese de suyo originaria.
No nos es posible extendernos aquí más en las consideraciones que en torno a este complejo nudo de cuestiones hacemos en clase. Bástenos por ello simplemente decir que procuramos cotejar y contrastar nuestra concepción con algunas de las principales concepciones de la psicología experimental moderna, y muy especialmente tanto con las conductistas como con las cognitivistas. Y ello con el objeto de poner de manifiesto de qué modo todas estas concepciones vienen a reproducir, en diversas pero convergentes direcciones, el mismo prejuicio dualista representacional, a la par mentalista y fisicalista, que supone una grosera concepción fisicalista de las operaciones somáticas a la vez que una no menos grosera concepción mentalista de la actividad cognoscitiva “superior”, que por lo mismo viene a ser siempre concebida como yuxtapuesta o sobrepuesta “desde fuera” o “desde arriba” a dicha actividad operatoria supuestamente fisicalista.
Y por lo que respecta a la segunda cuestión, que nos importa destacar, como decíamos, al menos tanto como la primera, se trata en efecto de advertir que sólo cuando hemos sido capaces de montar sobre sus quicios adecuados —corpóreos y operatorios— la idea de “apertura al Mundo”, es cuando se nos hace correlativamente visible la radical novedad y singularidad ontológica de la morfología operatoria y sensorial del viviente capaz de poner en marcha y sostener dicha forma de apertura y de haberse llegado evolutivamente a conformar de acuerdo con ella. Pues se trata en efecto de una morfología que resulta ya ciertamente inconfundible, en cuanto que inconmensurable, con la de cualquier otro organismo zoológico positivamente conocido o posible (que a su vez no fuera capaz de semejante apertura). Ciertamente, la aporía en la que toda la filosofía moderna se ha visto atrapada a la hora de pensar la relación entre el cuerpo del hombre y la condición singular humana de apertura “intelectiva” (o “racional”, “espiritual”) al Mundo, se ha derivado tanto del modo desencarnado de entender dicha apertura como del hecho correlativo de no haber dejado de pensar dicho cuerpo en unos términos meramente zoológico-genéricos, habiendo quedado cegada de este modo dicha filosofía para advertir la radical novedad y singularidad ontológica del cuerpo humano, precisamente acorde con la singular condición suya de apertura al Mundo. Muy rápidamente: esa morfología operatoria manual, capaz de fabricar ese mundo habitable de objetos que sostiene, a modo de endoesqueleto cultural suyo, la vida social triposicional de la que hemos hablado; esa morfología operatoria no ya meramente bípeda, sino bípeda en cuanto que sostén de su condición erguida, esa condición que le permite dirigir la sensibilidad perceptiva, y muy especialmente la mirada, y con ello la imaginación, precisamente más allá de todo horizonte geográfico
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posible —en dirección de la tercera posición— trascendiendo así todas las distancias perceptibles; esa morfología operatoria bucal y supralaríngea que le permite proferir ese tipo de sonidos cuya articulación sintáctica reproduce y así representa y por ello sostiene la estructura asimismo sintáctica de la vida social triposicional; y, por fin, esa morfología asimismo operatoria —radicalmente “expresiva” y “apelativa”: “comunicativa”— en la que consiste el rostro humano, completamente inconfundible con el bulto facial de otros animales, un rostro que precisamente permite la “personación corpórea” responsable de unos ante otros, y también precisamente frente a cualesquiera otros terceros posibles, en cuanto que éstos, no siendo perceptibles, sin embargo puedan llegar a serlo y devenir de este modo en “próximos”. Morfología manual, erguida, buco-supralaríngea y rostro: he aquí los rasgos morfológico- operatorios críticos del cuerpo humano que las filosofías metafísicas especulativas parece que todavía no han sido capaces de saber mirar y advertir lo que significan.
Y aquí es una vez más obligado insistir muy especialmente ante el estudiante en la significativa torpeza con la que el metafísico Max Scheler, el fundador de la disciplina, dejó dislocado al hombre entre un concepto “sistemático-natural” del mismo, que en cuanto que se refería a su cuerpo debía quedar enteramente “subordinado”, por mucho que pudiera ser su “cúspide”, al grupo de los “vertebrados mamíferos”, y un concepto “esencial” de hombre que, en cuanto que se refería a su espíritu cognoscente y estimativo, debía ser entendido “de forma totalmente independiente y distinta y aun contrapuesta”, “del modo más estricto”, al “concepto de animal” y de “vida” “en general”, incluida “la propia vida humana”.
Por lo que respecta a los tiempos y las bibliografías: Por experiencia sabemos que una presentación sucinta y esquemática de nuestra concepción del problema de la antropogénesis y de sus fundamentales consecuencias requiere de un mínimo de seis clases. Y por lo que respecta a la bibliografía, y como quiera que en este momento del curso lo que hacemos sobre todo es exponer, valga lo que valiera, una concepción enteramente nuestra del asunto, lo que hacemos ante todo es recomendar la lectura de la segunda parte del ensayo nuestro antes citado “Intencionalidad, significado y representación en la encrucijada de las ciencias del conocimiento”, en la que se aborda la cuestión de la antropogénesis, y cuya lectura le puede servir asimismo al estudiante para conocer otras referencias, algunas de las cuales mencionamos y comentamos en clase. Y a partir del presente curso, y una vez ya publicado nuestro reciente ensayo antes mencionado sobre la teoría del “origen trófico del conocimiento”, aconsejaremos leer el último apartado de dicho ensayo —titulado precisamente “Un apunte final sobre el problema del hombre como lugar de la ‘apertura al Mundo’ ”— en el que en efecto hemos pretendido, con una intención expresamente docente, además de enlazar el problema de la antropogénesis con su obligado “preámbulo biológico”, ofrecer una primera formulación de dicho problema que a su vez sirva como pórtico de nuestra concepción de la antropología filosófica. Por lo demás, en el momento de llevar a cabo nuestra consideración de la “singularidad ontológica del cuerpo humano”, nos demoramos en una lectura atenta y minuciosa de las tres primeras páginas con las que Scheler arranca su obra ya citada, al objeto de detallar y resaltar su concepción, a nuestro juicio profundamente dislocada, de la relación entre el cuerpo y el espíritu del hombre y de contrastarla con la nuestra. Se supone que, por lo dicho páginas atrás, el estudiante ya debe haber comenzado a leer esta obra de Scheler, y éste es un momento muy adecuado para ofrecerle ciertas pistas orientadoras sobre el conjunto del libro. Además, como quiera que nuestra concepción de la antropogénesis pide sin duda la
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consideración y el cotejo con los principales datos paleontológicos y prehistóricos arqueológicos disponibles, damos noticia al estudiante de un manual de Prehistoria que constituye ya un clásico indiscutible en esta materia, sin perjuicio de lo actualizado de su material, como es el Grahame Clark titulado en español La prehistoria y traducido a nuestra lengua en Alianza Universidad en 1987, y le animamos a que en algún momento tome contacto siquiera con su primer capítulo titulado “Los comienzos de la prehistoria”. Así mismo, y para que el estudiante pueda hacerse una idea del modo como el problema del “origen del hombre” es tratado por la perspectiva evolucionista darvinista adscrita al espíritu del positivismo biológico, le hacemos mención del libro del biólogo español Francisco J. Ayala El origen y la evolución del hombre, publicado en 1980 en Madrid, en Alianza, por si en algún momento quiere comenzar a conocer de primera mano este tipo de planteamientos.
Pues bien: una vez presentada nuestra concepción de la antropogénesis, podemos pasar a considerar, y en estricta continuidad con ella, en primer lugar, la cuestión relativa a la formación, estructura y funcionamiento de las sociedades etnológicas, y, a partir de éstas, la de la formación, estructura y dinámica de las sociedades históricas, al objeto de poder realizar ya una primera discusión de la cuestión antropológico-filosófica esencial de las diferencias y relaciones entre “Etnología” e “Historia”. Y éstas son en efecto las cuestiones que abordamos en el quinto apartado general de nuestro programa.
Por lo que respecta a estas primeras sociedades (cuya consideración abordamos en el punto primero de este quinto apartado general), nuestra exposición y discusión va ordenada a fundamentar la idea de que, en rigor, el único tipo de sociedades humanas de las que puede decirse que las relaciones económico-técnicas se encuentran plenamente subordinadas e integradas en las relaciones comunitarias son precisamente las sociedades primitivas —las conocidas en efecto como “neolíticas” desde el punto de vista de la prehistoria o bien como “etnológicas” desde la perspectiva de la antropología cultural etnológica. En este tipo de sociedades, en efecto, lo que podemos considerar como su “momento económico-técnico”, consistente en las operaciones y relaciones de producción, distribución y consumo, queda funcionalmente integrado en una “envoltura social comunitaria” de “apoyo mutuo”, que es la que precisamente adopta la configuración —como es un lugar común inexcusable de toda la antropología etnológica— de las “relaciones sociales de parentesco” como forma de ordenación interna de cada unidad familiar en cuanto que condición de la organización social de las relaciones de vecindad, consistentes en la distribución de los diversos oficios en orden a la organización del uso o el disfrute social de los bienes elaborados. Y la clave de semejante integración funcional reside a nuestro juicio en la morfología social característica que dichas relaciones de parentesco llegan a alcanzar, una morfología ésta que supone una nueva forma de apoyo social mutuo que ya no resulta comparable con ninguna otra forma zoológica de apoyo o cooperación social. Pues se trata en efecto de un tipo de apoyo mutuo que viene a adoptar precisamente la siguiente figura: la de su propagación más allá de cada unidad familiar al resto de unidades familiares del grupo en cuanto que esta propagación sólo es posible mediante la preservación de la forma normativa de cada una de estas unidades familiares. Dicha propagación se sustancia, por tanto, en efecto, como es inexcusablemente reconocido por la antropología etnológica, en la “ley de la exogamia” —de la cual el tabú del incesto constituye su obligado corolario negativo. Así pues, lo característico de estas nuevas formas de organización social consiste, obsérvese, en la propagación recurrente, más allá de las relaciones de “proximidad” propias de cada unidad familiar —de las relaciones,
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diríamos, “cuerpo a cuerpo” propias de dichas unidades—, y por tanto con respecto de nuevos “terceros” cuerpos posibles del grupo por respecto a cada unidad familiar de referencia, de las relaciones de apoyo mutuo, en cuanto que a su vez dicha propagación requiere, como su condición, según decíamos, de la conservación de la forma normativa de cada una de estas unidades familiares. En estas sociedades tiene lugar por tanto la primera forma de asentamiento o cristalización de la estructura triposicional antropológica específica bajo la forma de semejante propagación recurrente del apoyo mutuo a cualesquiera nuevos terceros cuerpos posibles del grupo que asegura la ley de la endogamia. Y es en semejante forma de organización social del apoyo mutuo donde hemos de hacer residir la condición formalmente comunitaria, y por lo mismo ya específicamente antropológica, de dicha forma social de organización.
Varias son las consecuencias fundamentales que pueden derivarse de este análisis nuestro, y que sin duda comentamos en clase. Pero aquí me he de limitar sólo a señalar estas dos. La primera es que la totalidad social que resulta de semejante propagación triposicional recurrente del apoyo mutuo es ya una totalidad siquiera virtualmente universal, y justo por ello ya específicamente antropológica, habida cuenta precisamente de su estructura tri-posicional recurrente, o sea debido a su modo de construcción recurrente respecto de nuevas terceras posiciones corporales posibles. Y ello es así, en efecto, aun cuando en el caso de estas sociedades, todavía “primitivas”, y debido a sus límites subsistenciales ecológico-demográficos a su vez dados en función de sus recursos tecno-económicos limitados, se trate de sociedades virtualmente universales, sí, pero a su vez fácticamente locales o particulares, sometidas a la incesante reiteración de sus ciclos sociales y por ello en estado de inicial aislamiento mutuo. Se trata, pues —y aquí reside la especificidad de este tipo de sociedades— de unas sociedades que tienen ya la forma de una universalidad virtual, en virtud de la cual podemos hablar ya de sociedades plenamente humanas, que no deja sin embargo a su vez de estar fácticamente localizada o limitada al propio grupo social de referencia, razón por la cual se trata todavía en efecto de sociedades “primitivas” –todavía prehistóricas o parahistóricas.
Y la segunda consecuencia tiene que ver con la característica condición dual esencial del cuerpo humano en relación, por un lado, con el momento económico- técnico y biológico ineludible de toda vida humana, y por otro lado con aquello que, al menos en las sociedades primitivas, constituye la envoltura comunitaria totalizadora (virtualmente universal, aun cuando limitada o local) de dicho momento económico- técnico y biológico. Pues el cuerpo humano, en efecto, debido a su inexorable condición genérica viviente, no puede ciertamente dejar de ser genéricamente dependiente de una determinada facticidad de orden económico-técnico y biológico, es decir, no puede dejar de depender de su necesario “sustento” económico-técnicamente conseguido y de su reproducción y supervivencia biológicas. Mas por otro lado es ese mismo cuerpo humano el que, una vez que suponemos subordinado el momento económico-técnico y biológico de la sociedad humana a su envoltura comunitaria (totalizadora virtualmente universal), hemos de considerar asimismo, con todas y cada una de sus capacidades anímicas (cognoscitivas, afectivo-emotivas y volitivas) ya específicas (ya específicamente humanas) como enteramente refundido a la escala de dicha morfología social comunitaria totalizadora virtualmente universal, de la que por lo mismo y a su vez dicho cuerpo es ya capaz. Quiere ello decir que entre los cuerpos humanos, con sus capacidades anímicas ya específicas (ya específicamente humanas) y sus obras sociales específicas (ya específicamente humanas), o sea esas formas comunitarias virtualmente
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universales de vida de las que en efecto son capaces, no hay, al menos de entrada (o sea al menos en las sociedades primitivas), la menor quiebra o fisura, sino antes bien una perfecta continuidad inmediata, la que se da precisamente entre dichas capacidades o potencias y su puesta formal en acto de tipo comunitario (virtualmente universal). Pues dichas capacidades vivientes o anímicas, en efecto, sólo pueden ser entendidas, según un formato precisamente aristotélico —y de ninguna manera “moderno”—, y justo en cuanto que tales capacidades o potencias anímicas, desde su puesta formal en acto social de orden precisamente comunitario (virtualmente universal), un orden éste a cuya escala permanecen inmediatamente refundidas dichas capacidades en cuanto que específicamente antropológicas. De esta suerte, así como las sociedades primitivas se nos muestran, gracias a su estructura comunitaria —en su núcleo, familiar—, como virtualmente universales, conteniendo virtualmente de este modo se diría que una cierta “promesa de universalidad”, asimismo la propia “humanidad corpórea”, o sea la morfología corporal humana, con sus capacidades anímicas, lleva impresa una suerte de promesa virtual de universalidad —a lo cual aludimos por cierto tantas veces en el lenguaje ordinario al hablar de la “humanidad” de un hombre para referirnos justamente a su humanidad corporal, y en cuanto que ésta es compartida por todos los hombres.
Pues bien, como quiera que la exposición y discusión que hacemos de las sociedades primitivas es, de nuevo, ciertamente personal, hemos de señalar al estudiante como posible acompañamiento de nuestras clases ciertos trabajos nuestros en donde abordamos estas cuestiones. En primer lugar, el articulo escrito en colaboración con Fernando Muñoz titulado “Antropología e Historia. Elementos para una crítica de la modernidad” y publicado en la revista Pensamiento en el año 2008, y que precisamente afronta, como condición para ensayar una crítica de la modernidad, la cuestión de las diferencias y relaciones entre las sociedades primitivas y las históricas. Y en segundo lugar, la parte del capítulo octavo de nuestro libro La impostura freudiana —publicado en el 2009 en Madrid, en la editorial Encuentro —en la que presentamos una construcción sistemática de nuestra concepción de las sociedades primitivas.
Pero también éste es el momento de dar noticia al estudiante de la existencia por lo menos de estos dos autores de indiscutible influencia en el ámbito de los estudios etnológicos de las sociedades primitivas, Marvin Harris y Lévi-Strauss, cuyas principales concepciones antropológicas traemos a colación al compás de nuestras explicaciones, pero sin dejar de someterlas a crítica. Por lo que respecta al americano — del cual mencionamos su manual de 1971 Introducción a la antropología general, editado en español en 1982, y su obra doctrinal de 1979 El materialismo cultural, editada en nuestra lengua en 1982—, nos importa ante todo resaltar la oposición radical entre nuestra concepción y la suya por lo que toca a la cuestión de las relaciones entre los medios económico-técnicos de la vida social no económica y esta misma vida. Pues este antropólogo, en efecto, ha llevado a cabo la que desde nuestro punto de vista constituye la inversión teórica mas errada posible de este crucial asunto, al abstraer dichos medios de la envoltura comunitaria a la que a nuestro juicio se encuentran enteramente subordinados, y precisamente en este tipo de sociedades, y postular la determinación económica y técnica del conjunto de la vida social, que es en lo que viene a consistir su denominado “materialismo cultural”. Y por lo que toca al francés, sin dejar de reconocer y comentar el significado insoslayable de su obra clásica de 1941 Las estructuras elementales del parentesco (traducida al español en 1969), no dejamos por eso de señalar que este autor, al importar a su concepción del “paso” de la “naturaleza” a la “cultura” la concepción freudiana constitutivamente quebrada de la
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estimativa humana, ha seguido entendiendo, a la manera freudiana, que las normas positivas del parentesco comportan una “renuncia” a una supuesta impulsividad “natural”, lo que le llevará a entender, de un modo característicamente ambiguo y malformado, dichas normas positivas como si estuvieran dadas en función de la “prohibición del incesto”, en vez de entender, como a nuestro juicio es preciso, dicha prohibición simplemente como la consecuencia negativa de una normatividad positiva a cuya escala quedan, como hemos apuntado, enteramente refundidas, sin solución de continuidad quebrada alguna, todas las potencias anímicas humanas, y entre ellas naturalmente la impulsividad desiderativa. Éste es por tanto un buen momento para recordar que la obra de Freud constituye un vástago más de ese vitalismo irracionalista neorromántico alemán que se limitó meramente a revertir de un modo abstracto el vaciado no menos abstracto del cuerpo característico de todo el idealismo alemán, y que una de las (muchas) secuelas de esta concepción se ha manifestado característicamente en el “estructuralismo francés”, del que Lévi-Strauss constituye sin duda un insigne representante.
Pues bien, en continuidad con nuestra concepción y discusión de las sociedades primitivas hemos de abordar la concepción y discusión de las sociedades históricas, cosa ésta que hacemos en el segundo punto de este quinto apartado general del programa. Se trata, de momento, de hacer una presentación muy esquemática del asunto, puesto que en el siguiente apartado general, el último del curso, hemos de volver a ahondar sobre esta misma cuestión.
Y el hilo conductor que seguimos es éste: Se trata de entender que con el despuntar de las sociedades históricas, y a raíz de dicho despuntar ya inexorablemente con su desarrollo, se produce el comienzo de un desgarramiento inexorable del tejido comunitario de dichas sociedades por efecto de la abstracción reductora que las relaciones económico-técnicas empiezan efectivamente a operar sobre dicho tejido comunitario. Pues las sociedades históricas se originan, en efecto —y en esto seguimos, como luego diremos, básicamente los análisis clásicos de Gordon Childe—, a raíz de la aparición del mercado generado a partir de las sociedades económicamente excedentarias, resultantes a su vez de la aplicación de las técnicas de los metales a la fabricación de instrumentos agrícolas en lugares geográficos especialmente fértiles (fluviales, marítimos, pluviales). Una vez desbordados, en efecto, a resultas de la aparición de los primeros excedentes de producción, los límites subsistenciales demográfico-ecológicos de las sociedades primitivas, que hacían de ellas, como decíamos, sociedades localmente circunscritas y por ello mutuamente aisladas, se hace posible el comienzo de las relaciones mercantiles entre los bienes producidos por dichas sociedades ya excedentarias, de suerte que, una vez desbordadas asimismo las primeras formas mercantiles elementales del trueque, aparece ya lo que podemos considerar formalmente como el mercado con la aparición formal de las mercancías, es decir, con el doble valor conjugado, de uso y de cambio, de las mismas. Así pues, las primeras formas de interconexión entre aquellas sociedades que permanecían inicialmente cerradas y aisladas son sin duda las relaciones mercantiles, con las que se abre paso la formación de las sociedades históricas.
Pues bien: nuestra tesis es que en este doble valor conjugado de las mercancías reside, cuando se lo sabe analizar —o sea cuando se adopta un punto de vista precisamente no económico sobre el proceso de abstracción reductora que las relaciones económicas van a tener sobre la vida comunitaria—, la clave de la doble y ambivalente
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función que el mercado puede llegar a tener respecto de la preservación y ampliación, por un lado, pero también respecto del desgarramiento, por otro, del tejido comunitario de las sociedades ya históricas. Pues tanto el trabajo como el valor de uso de los bienes son los que ya de entrada habían adoptado las formas comunitarias características de las sociedades primitivas, esto es, las formas de organización comunitaria del trabajo ordenadas a la organización comunitaria del uso o disfrute de los bienes que del trabajo resultan. Y la cuestión es que, por un lado, o en un determinado sentido, dicho valor comunitario del trabajo y del disfrute social de sus productos no tiene por qué quedar en principio mermado o reducido, sino antes bien preservado y eventualmente ampliado, por efecto del mercado, en la medida en que éste tiene ciertamente el efecto de multiplicar, en cantidad y cualidad, las labores y bienes susceptibles de ser comunitariamente elaborados y disfrutados por cada una de las sociedades que en él participan. En este sentido el mercado puede ser, y en cierta medida lo es, un mediador capaz de vincular sociedades inicialmente aisladas por lazos comunes de alcance o valor comunitario.
Mas por otro lado el mercado requiere formalmente, como decíamos, del “valor de cambio” de las mercancías y con ello, una vez desbordadas las primeras formas elementales de trueque, de la presencia formal del dinero, esto es, de ese relator universal abstracto de equivalencia entre los bienes de uso elaborados sin el cual ningún mercado puede ciertamente conformarse y desarrollarse. Y la cuestión es entonces que, si bien por un lado dicho relator abstracto de equivalencia resulta sin duda obligado, como mediación necesaria, para la multiplicación de las labores y los bienes susceptibles de elaboración y uso comunitarios, por otro lado, y debido a su condición precisamente abstracta, o sea desprendida del anclaje en los bienes concretos que son los únicos susceptibles de ser elaborados y disfrutados comunitariamente, dicho relator no puede dejar de verse sometido a una dinámica o una lógica inercial propias muy característica, a saber, aquella que consiste en efecto—mientras no se la reconduzca en lo posible— en la tendencia de suyo creciente a subordinar ahora aquella labor y disfrute comunitarios a su mera reiteración o desarrollo recurrente cada vez más meramente abstractos, esto es, cada vez más desprendidos precisamente del anclaje en aquellas labores y disfrutes comunitarios, a los que por lo mismo tenderá cada vez más a reducir abstractamente en sus propios términos universales abstractos.
Y en semejante “abstracción reductora” consiste en efecto el desgarramiento del tejido comunitario al que se ven sometidas inexorablemente las sociedades históricas, en el cual podemos cifrar lo que hemos dado en llamar el “drama de la historia”, y con él la correlativa “batalla de la historia”, entendida ésta como los esfuerzos, que ya comportarán siempre la acción política de los estados, una acción dada en principio en función de la vida meta-política comunitaria de las sociedades, dirigidos precisamente a contener dicha lógica inercial recurrente del mercado, al objeto de mantenerla, ya sólo en lo posible, reordenada a la preservación y restauración de la vida comunitaria.
Y es esta idea la que nos va a permitir, además de conceptuar de un modo determinado la relación entre las sociedades etnológicas y las históricas —por tanto el problema clave, en efecto, de la relación entre “Etnología” e “Historia”—, hacernos con un criterio que nos sirva para ordenar conceptualmente los distintos tipos de sociedades históricas, según los diversos modos, en efecto, como en dichas sociedades se dispongan u ordenen las relaciones entre sus recursos económico-técnicos y su vida comunitaria.
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Por lo que respecta a la primera de estas cuestiones (que abordamos en el punto tercero y último de este quinto apartado general del programa) nuestra idea es que las sociedades históricas no podrán ya regresar nunca ciertamente a un estadio etnológico —la historia es ciertamente “irreversible”—, ni tampoco desde luego lograr nunca reabsorber o volver a integrar por completo sus recursos económico-técnicos en su vida comunitaria, como ocurría precisamente en las sociedades etnológicas, debido a la lógica inercial misma siempre recurrente del mercado; pero tampoco podrán dejarse estas sociedades llevar por completo por dicha lógica inercial y desentenderse por tanto enteramente de su tejido comunitario, esto es, consumar una completa abstracción reductora económica de su vida comunitaria, en cuyo caso habrían aniquilado las sustancia misma de la vida antropológica —aun cuando esto sea, a nuestro juicio, lo que justamente está llevando imparablemente al límite de sus posibilidades antropológicas la “modernidad”.
Y por lo que respecta a la segunda de dichas cuestiones, su discusión es la que precisamente nos va ocupar el último apartado general de nuestro curso, el sexto, con el que damos final al mismo.
Por lo que se refiere a las indicaciones bibliográficas relativas a este quinto apartado general, hemos de decir lo siguiente. En principio, seguimos en nuestros análisis de la formación de las sociedades históricas básicamente los trabajos ya clásicos del historiador británico Gordon Childe, aun cuando por nuestra parte rectifiquemos la concepción básicamente marxista de este historiador en el sentido de adoptar, en vez de una perspectiva ella misma económica, una perspectiva comunitaria del proceso de desgarramiento económico de la vida comunitaria que hemos visto que tiene lugar con el origen mismo de dichas sociedades. En este sentido, nuestra mirada no económica, sino comunitaria, nos parece que sintoniza muy significativamente con los trabajos histórico-antropológicos, no menos clásicos, llevados a cabo por Karl Polanyi sobre el lugar de la actividad económica, y en particular de los mercados, en el seno de los contextos culturales normativos no económicos en los que dicha actividad quedaba en principio “integrada” (en las sociedades primitivas y aun en los imperios antiguos), y sobre el proceso de “emancipación” moderna del mercado respecto de dicha inicial integración cultural del mismo. Una “emancipación” ésta que es en efecto la que justamente nosotros conceptuamos mediante la idea de “abstracción reductora” económica. Así pues, puede decirse que nuestros análisis vienen en buena medida a reinterpretar los datos positivos historiográficos aportados por los trabajos de Childe desde unas coordenadas conceptuales muy próximas a las usadas por Polanyi en sus análisis de historia antropológica del lugar de la actividad económica en los diversos tipos de sociedades. Y así se lo hacemos ver al estudiante en nuestras explicaciones, razón por la que le damos noticia de algunas de las obras de estos autores para interesarle en su posible lectura en su momento. De Gordon Childe mencionamos y comentamos su trabajo de 1942 Qué sucedió en la historia (traducido al español en 1973), que constituye un buen resumen panorámico del conjunto de sus investigaciones historiográficas sobre el origen de las sociedades históricas. Y de Polanyi hacemos mención de sus tres principales obras, dando al estudiante una idea sucinta del contenido de cada una de ellas. Estas obras son: La gran transformación, por primera vez editada en 1944 y traducida al español en 1989; El sustento del hombre, que vio la luz en 1977 y ha sido traducida a nuestra lengua en 1994, y Comercio y mercado en los
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imperios antiguos, obra colectiva que fue por primera editada en 1957 y luego traducida al español en 1976.
Y también éste es el momento de traer a colación uno de los trabajos que consideramos de mayor interés de la obra de Gustavo Bueno, Etnología y Utopía — inicialmente publicada en 1971 y luego reeditada en 1987—, en la medida en que él se plantea a fondo el problema clave de la relación entre Etnología e Historia, y por tanto nos ofrece una ocasión muy adecuada para fijar nuestra posición ante dicho problema, que resulta ser a su vez en buena medida crítica de la sostenida por Bueno. Pues Bueno no sólo desestima como inviable o “utópico” todo posible regreso a un estado etnológico como posible alternativa a la sociedad (capitalista industrial) de nuestros días, en lo cual sin duda en principio hemos de seguirle, sino que también somete a una completa y enérgica devaluación toda posibilidad de orientar dicha posible alternativa a partir del tipo de vida (“bárbaro”) característico de dichas sociedades, en lo cual precisamente ya no podemos seguirle a la vista de lo que anteriormente hemos dicho al respecto. Pues precisamente el reto de las sociedades históricas va a consistir a nuestro juicio en preservar y restaurar en lo posible la vida comunitaria allí donde ésta ha quedado y quedará ya siempre una y otra vez desgarrada por el desbordamiento a que la someten el “desarrollo de las fuerzas productivas” (por decirlo esta vez con esta terminología marxista). Gustavo Bueno nos mostró ciertamente en esta obra, como en tantas otras, las hechuras irremisiblemente “modernas” de su filosofía.
Por lo demás, sabemos que la presentación y discusión de las cuestiones contenidas en este apartado nos llevan al menos cuatro clases.
Pues bien: de acuerdo y en continuidad con el precedente apartado, el último apartado general de nuestro curso —acogido bajo el rótulo general que dice “El problema filosófico-antropológico radical de la Historia Universal”—, aspira a dar con algún criterio capaz de poner en marcha una filosofía de la historia desde la cual podamos llevar a cabo alguna ordenación o clasificación conceptual significativa de las sociedades históricas. Sin duda, aquí la multiplicidad de las cuestiones (y de las posibles referencias), así como la complejidad de sus relaciones, adquiere una dimensión extraordinaria, cuando es el caso, por otro lado, que estamos ya muy cerca de terminar un curso (de primero) que no deja de ser a fin de cuentas introductorio —a la antropología filosófica misma y al resto de la carrera de filosofía. A lo que aspiramos por tanto es a dibujar con una cierta precisión el criterio al que antes nos referíamos y a esbozar las líneas generales de la ordenación de la historia que dicho criterio hace posible, contando precisamente con que en cursos ulteriores —en un curso cuatrimestral optativo de segundo ciclo y en el curso de doctorado, ahora de master—, podremos abundar con otro pormenor, como de hecho hacemos, en los contenidos aquí meramente esbozados relativos a dichas líneas generales, y muy en especial en lo referente al curso tomado por la sociedad moderna. De lo que en todo caso se trata es de que el estudiante discierna las razones en las que se basa nuestro criterio general y que asimismo perciba el sentido general de la mencionada ordenación histórica, de modo que pueda quedar interesado en seguir otras explicaciones más detalladas y de fondo en ulteriores ocasiones.
Pues bien, nuestra idea es que una filosofía de la historia que quiera atenerse a lo que a nuestro juicio constituye la clave del problema de la historia universal, que es el problema de las relaciones entre las ideas de “comunidad” y de “universalidad”, y no
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sólo como ideas teoréticas, sino ante todo como ideas o proyectos prácticos de acción, debe reconocer e identificar en la formación misma de la historia universal estos tres estadios inexcusables y característicos, a saber: el de la antigüedad precristiana (incluyendo especialmente a las civilizaciones clásicas paganas helena y romana, así como al mundo hebreo precristiano), el estadio de la civilización cristiana vieja o católica (antigua y medieval) y la época “moderna” (abarcando denotativamente con dicho rótulo lo que la historiografía contemporánea ha reconocido como “edad moderna” y “edad contemporánea”). Y si proponemos en efecto esta clasificación de la historia universal es en la medida en que entendemos que el momento de mayor vigor y esplendor, y por ello de algún modo el centro (al menos hasta el presente) de la historia universal —hasta el punto de constituir el momento donde el proyecto mismo de una “Historia Universal” pudo formarse— ha tenido lugar precisamente en la civilización cristiana vieja o católica, y ello en la medida en que ésta ha sido la única civilización capaz de conjugar del modo más equilibrado y eficaz posible hasta el presente aquellas dos ideas de universalidad y comunidad, en el sentido de haber sido capaz de dotarse de un proyecto efectivo, teórico y práctico, de “comunidad universal virtualmente ilimitada”, o sea de una universalidad, virtualmente ilimitada, que no deja de estar anclada en la vida comunitaria. Y ello precisamente a diferencia tanto de las civilizaciones precristianas que la precedieron, y que hicieron posible sin duda su formación, como de la sociedad moderna, que la continúo históricamente degenerándola.
Muy rápidamente: entendemos desde luego, como ya vimos, que la civilización o el “mundo histórico” cristiano es el resultado de la convergencia y refundición, que tiene lugar en la crisis del imperio romano, de la idea (mitológica) hebrea de pecado original, la idea filosófica griega de razón y el propio derecho romano como institución jurídico-política que actúa precisamente como contexto catalizador de dicha refundición. La idea hebrea de pecado original había dotado ya ciertamente al mundo histórico hebreo (precristiano) de una cierta idea de universalidad, si bien meramente negativa y exclusivista: pues se trataba en efecto de una idea que se limitaba a contemplar al conjunto de la humanidad —o mejor, al propio pueblo hebreo y a los demás pueblos circundantes— como abismada en una culpa insondable e irredimible, y además de cuya conciencia moral era portador exclusivo el propio pueblo hebreo. Ya sabemos que nosotros interpretamos que la raíz antropológica de dicha culpa originaria reside en el primer desbordamiento económico-técnico de la comunidad primitiva. En todo caso, lo que ahora queremos señalar es que con semejante idea negativa y exclusivista de universalidad el pueblo hebreo no pudo poner en marcha desde luego proyecto alguno positivo de universalidad, viéndose llevado de por vida (de por vida histórica) a tener que errar entre los demás pueblos portando su exclusiva conciencia del mal moral universal radical (y luego, con posterioridad a la formación del mundo histórico cristiano, y entre medias del mismo, a actuar siempre debilitando internamente el proyecto positivo cristiano —“redentor”— de universalidad). Es preciso esperar por tanto a la formación del mundo histórico heleno para encontrarnos con una idea positiva de universalidad, debida sin duda a la idea filosófica de logos o de razón. Mas se trata de una idea cuyo formato es eminentemente intelectualista, o teorético, o lógico- abstracto —y cuyo paradigma cristaliza sin duda en Platón—, y que se encuentra por ello significativamente asociada, en esta cultura, a la concepción de la encarnación (de la razón) como “caída”, o sea como limitación restrictiva de las posibilidades de esa razón —y de nuevo el paradigma de esta concepción está en Platón. Con semejante idea el pueblo heleno no podía hacer otra cosa más que racionalizar abstractamente desde el
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estado la sociedad, lo que quiere decir, según nuestro análisis, reducir la política a una organización predominantemente económico-técnica de la vida social en detrimento de la vida comunitaria. Y esta esencial limitación, por cierto, sólo pudo comenzar a ser remontada no ya por ningún filósofo, ni siquiera por ningún griego, sino de la mano de un joven general macedonio que, incorporando a sus proyectos imperiales el conjunto del orbe heleno, comenzó a seguir una política imperial de coordinación ya metapolítica o comunitaria entre los pueblos que iba incorporando a su proyecto basada en los matrimonios entre sus generales y las mujeres de las familias principales de dichos pueblos —mientras que el maestro que le acompañaba, el filósofo Aristóteles, le aconsejaba que tratase a los pueblos bárbaros a los que iba conquistando del mismo modo que a la variada fauna con la que se iba encontrando.
Así pues, será sólo en el seno del imperio romano, y sobre todo gracias a ese formidable logro antropológico suyo consistente en la institución jurídico-política de un derecho que no perdió nunca sus anclajes consuetudinarios y de este modo pudo irse propagando a través de los diversos pueblos que abarcaba, donde podemos encontrar ya un efectivo proyecto en marcha de universalidad antropológica no desarraigada comunitariamente. Y será por tanto el irreversible desmembramiento y consiguiente disolución de dicho imperio el contexto histórico específico en donde el nuevo “mundo histórico” cristiano podrá efectivamente fraguar dotado ya de un nuevo proyecto explícito de comunidad universal ilimitada como único modo de proseguir, ya a otra nueva escala histórica, la andadura del viejo imperio romano fenecido.
Como puede verse, se trata en este momento del curso de volver sobre las ideas que ya presentamos en nuestro esbozo histórico anterior sobre la presencia del motivo antropológico-filosófico en la historia de la filosofía, pero adoptando ahora una mirada histórico-cultural más abiertamente compresiva y de fondo —por tanto ella misma antropológico-filosófica— que nos permita resaltar y profundizar en ciertos aspectos que apenas antes pudimos mencionar. Se trata desde luego de recordar de qué modo, como ya vimos, las ideas teológico-dogmáticas de “Encarnación” y “Trinidad”, a su vez ligadas a las de “inmanencia”, “trascendencia” y “Gracia”, pudieron tener la eficacia histórica de poner en marcha dicho proyecto de comunidad universal virtualmente ilimitada, y de recordar asimismo de qué modo este sistema dogmático pudo dar pie a una unidad funcional teológico-filosófica en la que la filosofía quedaba movilizada precisamente por la teología merced al primado práctico de la voluntad. Pero se trata de hacerlo, como decía, destacando ahora muy explícitamente algo que por lo demás ya estaba implícito en nuestra explicación anterior, y que es lo que nos puede permitir, como queremos, además de comprender la clave última de la eficacia histórica del catolicismo, contrastar dicha eficacia con la singular y paradójica ineficacia que más adelante acabarán mostrando las ideas racionalistas abstractas exclusivamente filosóficas propias de la modernidad.
De lo que se trata en efecto es de hacer ver esto: dichas ideas teológicas son en efecto ideas teológico-dogmáticas, que retienen por tanto un fuerte componente mitológico, sin perjuicio de lo cual, o mejor gracias a lo cual —y aquí está la clave del asunto— dichas ideas no paralizaron o bloquearon la actividad racional filosófica, sino que antes bien la movilizaron, siempre bajo el primado práctico de la voluntad, dando lugar de este modo, según decíamos, a una genuina filosofía de la “razón vital” (avant la lettre) que precisamente por eso pudo tener la eficacia histórica, real y práctica, que tuvo. Pues se trataba, en efecto, según nuestra interpretación, de “creencias” dotadas de
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un formato cognoscitivo o teorético “totalizador universal”, por tanto dotadas del mismo formato teorético de la filosofía, pero sin dejar a su vez de ser efectivamente “creencias”, impulsadas siempre por tanto por el primado práctico de la voluntad, y en esta medida objeto de un inevitable acto de la imaginación, mas por ello mismo capaces de movilizar la actividad filosófica y de un modo prácticamente eficaz. Se trató en efecto, según nuestra interpretación —de ecos inevitablemente orteguianos—, de una singular dialéctica entre las “ideas” y las “creencias” que fue cualquier cosa menos arbitraria, puesto que tuvo la indudable sabiduría antropológica (teorética y práctica) de dar con las claves que podían poner en marcha y mantener erguido, a raíz de la disolución del imperio romano, precisamente un proyecto comunitario universal ilimitado. Y es a tenor de dicha interpretación como podemos comprender, a fondo, en efecto, la eficacia antropológica que pudieron tener las ideas de Trinidad y de Encarnación a la hora de recuperar la dignidad intrínseca del cuerpo humano y de hacer valer el proyecto de una comunidad universal, así como la no menos sutil eficacia que pudo tener la idea de trascendencia en relación con la de inmanencia a la hora de prevenirnos frente al espejismo de alcanzar un bien social perfecto y definitivo en este mundo a la vez que de instarnos a su restauración en lo posible, a su vez siempre por la mediación de la libre responsabilidad humana auxiliada por el concurso de la Gracia.
Se diría, entonces, en efecto, que el cristianismo supo comprender que la sola filosofía, o que el mero uso teorético de la razón filosófica (totalizadora y universal), de algún modo siempre falla, puesto que son las propias sociedades históricas implicadas en algún proyecto de totalización histórica universal, que sin duda requiere internamente de la propia filosofía como saber totalizador universal, las que asimismo siempre fallan; y fallan, según nuestro análisis, en cuanto que todo proyecto histórico de este tipo no puede dejar de ser siempre imperfecto —y por ello in-fecto, nunca perfecto— debido al hecho de que una vez desbordados inicialmente los marcos comunitarios antropológicos de las sociedades primitivas por efecto de las relaciones tecno-económicas abstractas, la tarea de reordenar dichas relaciones a la preservación de una vida comunitaria universal se verá una y otra vez inexorablemente desbordada por la recurrencia de dichas relaciones abstractas, que una y otra vez deberán ser siempre comunitariamente reconducidas en lo posible. Como en alguna ocasión dijera en uno de sus lapidarios aforismos el escritor y filósofo hispano (colombiano) Nicolás Gómez Dávila “la metafísica fracasa, porque tiene que hablar del mundo, ese propósito fallido, como de un propósito logrado”. El Mundo, en efecto, o sea el proceso mismo de totalización universal (teorética y práctica) puesto en marcha por las sociedades históricas con alguna vocación universal, es siempre, de entrada y a la postre, un “propósito” — práctico— de dichas sociedades, y es un propósito siempre imperfecto en el sentido indicado. De aquí en efecto que la propia metafísica, acompasada siempre con semejante propósito, necesariamente falle, razón por la cual no haya podido dejar nunca de ser (dicho aristotélicamente) esa ciencia intrínsecamente problemática “que se busca”, o bien la pretensión de un saber (dicho ahora de acuerdo con Kant y el propio Dilthey) tan teoréticamente imposible como inextirpable del corazón humano. Y de aquí por tanto la sabiduría antropológica del “mundo histórico” cristiano al haber sabido advertir esta imperfección constitutiva de la sola filosofía y haber sabido por tanto levantar frente a ella, pero también junto a ella justamente como su polarizador, esa nueva “tercera dimensión” de la “fe”, es decir, ese sistema de “creencias” que, según hemos visto, tanto por su preciso formato práctico-cognoscitivo como por sus muy determinados contenidos, supo mantener erguido un proyecto de comunidad universal
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ilimitada que se sabía intrínsecamente imperfecto en este mundo —por tanto en el propio mundo histórico cristiano.
Pues bien: precisamente lo que va a caracterizar a la “modernidad”, por contraste con el mundo histórico cristiano, según nuestro análisis, es el sacrificio de la anterior dialéctica entre las “ideas” y las “creencias” en aras de una concepción de la razón que se auto-concibe dotada, en cuanto que sola razón teorética, de una jurisdicción potencialmente infinita sobre el Mundo (teorético, pero también práctico) desde sí misma y por sí misma exclusivamente. Y ello incluso cuando, por cierto, como ocurrirá en Kant, se advierta la necesidad de poner límites a dicha razón teorética, puesto que la operación de poner dichos límites seguirá siendo vista como tarea exclusiva de dicha razón que de ese modo cree poder hacer una “crítica de la razón” en el doble sentido, “subjetivo” y “objetivo”, del “genitivo”, es decir, de hacer una crítica de la razón llevada a cabo desde la sola razón misma. (De aquí, por cierto, que la obra de Kant esté dotada para nosotros de un interés muy especial, pues tendemos a verla más bien como una obra de intención cristiana “retardataria”, o “reaccionaria”, frente al avance imparable del racionalismo abstracto moderno (de la metafísica racionalista “dogmática”, en efecto), que sin embargo ha quedado atrapada en el uso del mismo instrumental racionalista en su pretensión crítica de dicho racionalismo.)
Pero entonces lo cierto es que este racionalismo abstracto moderno no ha podido él mismo dejar de incurrir en una creencia de fondo, y además enteramente fideísta o irracional, a saber, la creencia en que es posible suprimir toda creencia a la hora de poner en marcha su autoconcepción de la razón. Y es la conciencia de esta particularidad la que nos puede servir como criterio desde el cual podemos volver ahora, a esta altura del curso, a considerar lo que ya dijimos sobre la modernidad en nuestro esbozo histórico anterior, de forma que podamos comprender la radical paradoja, y acaso insalvable aporía, en la que el mundo histórico moderno ha quedado atrapado, a saber, esa paradoja según la cual habiéndose creído dicho mundo capaz, en virtud de su autoconcepción de la razón, de un progreso continuo indefinido, o de una perfectibilidad positivamente ilimitada de la vida social humana, y aun de alcanzar un final total definitivo de la historia, dicha concepción de la razón no ha hecho sin embargo en realidad otra cosa más que abrir paso al desarrollo creciente de la abstracción reductora económica, y por ello al totalitarismo, y con ello a la postre al abismo nihilista.
Pues la “razón” del racionalismo moderno es en efecto “abstracta” al menos en los siguientes sentidos internamente engarzados entre sí: es abstracta, en efecto, en primer lugar, en cuanto que, como mera razón teorética, se abstrae de la dimensión práctica de la vida humana, creyendo poder a su vez dirigir teoréticamente dicha dimensión práctica. Y es abstracta, por ello, en cuanto que se abstrae del cuerpo humano y de sus formas comunitarias inherentes de vida, creyendo poder ordenar a su vez la vida social humana desde semejante abstracción teorética de la misma. Y es abstracta a su vez, y debido a lo anterior, en cuanto que cree poder abstraerse del sistema de creencias que precisamente, podemos comprender ahora, necesita ineludiblemente la vida corpórea y comunitaria humana para proseguir un curso que se sabe imperfecto. Y es desde semejante batería de abstracciones como la razón moderna se ha creído capaz de diseñar y ordenar un mundo social humano idealmente perfecto, o sea, como decíamos, en continuo progreso ilimitado, o aun capaz de alcanzar (en los proyectos asociados al idealismo absoluto real) un final total definitivo de la historia.
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Pero es el caso que, como decíamos, mediante semejante autoconcepción lo que en realidad ha hecho dicha razón abstracta es dar juego al desarrollo de una sociedad cada vez más abstractamente económico-técnica y por ello cada vez más políticamente totalitaria que acaba desembocando inexorablemente en el nihilismo. Y éste es el momento del curso, ya próximo al final, en que hemos de incidir en la interna conexión entre el desarrollo de una sociedad cada vez más abstractamente económica y el totalitarismo moderno, y esbozar un breve esquema histórico del desarrollo acompasado entre ambas configuraciones, de forma que se vea de qué modo su decurso es el del mismo nihilismo.
Pues el “estado absoluto” moderno propio del “antiguo régimen” ya supone en efecto el germen del estado totalitario moderno, precisamente en cuanto que estado “ab- soluto”, o sea ab-suelto o desprendido de la vida meta-política comunitaria, que está comenzando a disolverse por efecto de su abstracción económica, y sobre la cual puede por ello precisamente comenzar a alzarse el estado desde la auto-reflexividad vacía de su propia soberanía —desde la “razón de estado”, en efecto—, justamente de acuerdo con la auto-concepción moderna abstracta de la razón. Pero asimismo los estados resultantes de las revoluciones modernas —de la que sin duda la francesa constituye su paradigma o prototipo—, lejos de suponer ninguna clase de aminoramiento del totalitarismo, consisten por el contrario en su “perfeccionamiento selectivo”, pues el principio de la “soberanía popular” sobre el que se asientan requiere ya de un “pueblo” (o “sociedad civil”), titular de dicha soberanía, consistente en un agregado masivo de individuos económicamente abstractos y por ello moralmente hacinados. Y será a su vez este totalitarismo el que alcanzará su grado máximo de intensificación y depuración justamente a raíz del surgimiento de la sociedad industrial, ahora ya bajo la forma de los proyectos deudores del idealismo absoluto real, es decir, en el proyecto comunista marxista, sin duda, pero también en la sociedad del liberalismo económico global ilimitado, que ha sido la que ha acabado históricamente imponiéndose, una vez derrotado el comunismo, y que es la que podemos considerar como la realización (paradójica) del proyecto positivista.
Pues el comunismo marxista, en efecto, en cuanto que sociedad explícitamente diseñada como una sociedad que quería ser económicamente perfecta en cuanto que meramente económica, no puede ser ensayada sino mediante una estricta planificación estatal totalitaria de la vida social que requiere por ello la supresión de todo otro vínculo social que no fuera efectivamente económico, o sea precisamente de los vínculos meta- políticos comunitarios que pudieran ofrecer resistencia a semejante tipo de planificación —lo que los sociólogos han llamado, en efecto, las “instituciones sociales intermedias”. De aquí, por cierto, el inexorable fracaso (interno, antes que nada) del proyecto comunista, por cuanto que bien podemos decir que una sociedad que se quiera económicamente perfecta en cuanto que meramente económica ni siquiera económicamente puede acabar funcionando, al verse llevada en efecto a tener que suprimir los pivotes antropológicos comunitarios últimos sobre los que suponemos que a la postre toda actividad económica no puede dejar de seguir sosteniéndose.
Y ésta es asimismo la razón por la que podemos comprender el triunfo histórico del liberalismo económico ilimitado sobre el comunismo y su actual expansión planetaria o “global”. Pues dicho liberalismo comporta ciertamente también una forma de totalitarismo, la de un totalitarismo meramente económico que pretende en efecto
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“economizar” la totalidad de la sociedad esta vez ya sin la acción del estado al dejar a la misma al albur de las solas leyes del mercado. No puede haber ciertamente otra concepción más meramente positivista de la sociedad que aquella que se limita a sancionar lo que de hecho y positivamente ya viene históricamente ocurriendo con el triunfo del mercado sobre la misma; de aquí que, como decíamos, este liberalismo pueda ser considerado como la culminación del proyecto positivista (aun cuando culminación paradójica, puesto que Comte no dejó nunca de anhelar una sociedad “orgánica” o comunitaria). Pero lo cierto es que si este liberalismo sobrevive, y triunfante, ello es en la medida en que está dotado de la astucia de la que careció el proyecto marxista, al dejar, por su propia condición liberal, los márgenes mínimos de vida personal y comunitaria sin los cuales en efecto tampoco el propio mercado puede funcionar, pero a su vez tan sólo los mínimos para que el mercado pueda seguir realimentándose abstractamente de un modo incesante. De esta suerte, el hombre que vive bajo el actual régimen triunfante del liberalismo económico ilimitado se ve conducido al constitutivo vaivén —de consecuencias anímico-subjetivas sobre su personalidad muy precisas en las que aquí no podemos entrar, pero de las que sí hablamos en clase— que consiste en que si por un lado el sistema le permite algún margen para llevar a cabo alguna vida comunitaria y personal, por otro lado es ese mismo sistema el que, en aras de su reproducción abstracta ilimitada, reduce a su vez al mínimo y por ello siempre mengua y frustra dichos conatos de vida personal y comunitaria.
Y la consecuencia final que podemos extraer entonces de nuestros análisis es ésta: que la nueva sociedad moderna ha retenido el carácter universal, que se sabía imperfecto, de la vieja sociedad cristiana de la que proviene, pero a su vez lo ha trasmutado y degenerado bajo la forma de unos proyectos de universalidad que, por quererse idealmente perfectos, sólo han resultado ser puramente económicos: bajo la forma en efecto de un proyecto universal comunista que acabó estallando por su factura intencional íntegramente económica y bajo la forma de un liberalismo económico ilimitado global que sobrevive triunfante al permitir un esbozo de vida comunitaria y personal que a su vez restringe todo cuando puede. Así pues, mientras que la vieja sociedad universal comunitaria se supo imperfecta fue capaz de mantenerse erguida en lo posible gracias a la dialéctica entre sus ideas y sus creencias, pero ha sido cuando la nueva sociedad ha querido diseñarse a sí misma de un modo idealmente perfecto, suprimiendo todo rastro de aquella dialéctica, cuando ha acabado produciendo las más agudas formas de des-humanización (o sea de desmoronamiento de la vida comunitaria) que jamás ha conocido la historia.
Podemos volver entonces, ya en este momento final del curso, a meditar sobre el sentido que tuvieron las filosofías de la vida y de la historia que, frente a toda idealización absoluta y frente a la mera positividad, buscaron atenerse a la realidad siempre en curso de la vida y de la historia. Y puede comprenderse asimismo el sentido de una antropología filosófica que, al menos como la nuestra, busque conscientemente al día de hoy enlazar con esas filosofías de la vida y de la historia, y asimismo con la vieja sociedad cristiana, siquiera para tomar conciencia de esto: que toda sociedad humana histórica sólo puede proseguir su curso posible sabiéndose imperfecta, y por lo mismo necesitada siempre de alguna dialéctica entre sus ideas y sus creencias capaz de mantener erguido dicho curso en lo posible.
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Pero entonces la última pregunta que una antropología filosófica como ésta debe hacerse es la siguiente: cuáles pueden ser, y dónde pueden estar, en la actual sociedad “global económico-tecnológica desarrollada” triunfante, los asideros comunitarios a partir de los cuales pudiera volver a erguirse un sociedad comunitaria universal posible que se supiera imperfecta, y cuál podría ser entonces la dialéctica entre sus ideas y creencias capaz de hacer posible dicha sociedad. De no ser capaces de responder, en la teoría y en la práctica, a estas preguntas, seguiremos abismándonos ilimitadamente en el vacío sin fondo del actual “desierto nihilista ultramoderno” en que vivimos, que está sin duda aniquilando todo sentido posible de la historia como consecuencia de ser precisamente el heredero de aquella historia luminosa absoluta que se nos prometió.
Sabemos que la exposición y discusión de este último apartado del curso nos lleva al menos seis clases. Y por lo que respecta a las indicaciones y comentarios bibliográficos, y dado una vez más el carácter personal de nuestro planteamiento, lo que hacemos es señalar al estudiante algunos trabajos nuestros donde se tratan estas cuestiones por si le interesase leer algo de ellos. Estos trabajos son: en primer lugar, el artículo ya antes citado “Antropología e Historia: Elementos para una crítica de la modernidad”, que trata expresamente del problema central de este apartado del curso. En segundo lugar, la “Entrevista al profesor Juan Bautista Fuentes. Filosofía, Política y Metapolítica”, publicada en el 2005 en la revista Nexo, que abunda en buena medida en la misma cuestión, y por último el capítulo octavo de nuestro libro, ya antes citado, La impostura freudiana, en el que se lleva a cabo un ensayo sistemático de la periodización histórica a la que aquí nos hemos referido.
4.— Bibliografía del programa docente “teórico”
Bibliografía general básica
— Aristóteles: Acerca del Alma. Madrid: Gredos, 1983. Introducción, traducción y notas de T. Calvo Martínez.

— G. Bueno: Etnología y utopía. Gijón: Júcar Universidad, 1987.

— E. Cassirer: Antropología filosófica. México: Fondo de cultura económica, 1974.

— J. D. García Bacca: Antropología filosófica contemporánea. Barcelona: Anthropos, 1997.
— J. D. García Bacca: Tres ejercicios literario-filosóficos de antropología. Barcelona: Anthropos, 1993.

— A. Gehlen: Antropología filosófica. Barcelona: Paidos, 1993.

— P. Laín Entralgo: Cuerpo y alma. Madrid: Espasa Calpe. Austral, 1992.

— P. Laín Entralgo: ¿Qué es el hombre? Evolución y sentido de la vida. Oviedo. Ediciones Nobel, 1999.
— J. Marías: Antropología metafísica. Estructura empírica de la vida humana. Madrid: Revista de Occidente, 1970
— M. Scheler: El puesto del hombre en el cosmos. Barcelona: Alba Editorial, 2000.
— L. Stevenson y D. Haberman: Diez teorías sobre la naturaleza humana. Madrid: Cátedra, 2001.
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— X. Zubiri: Sobre el hombre. Madrid: Alianza Editorial, 1998. Bibliografía guía del argumento del curso
— G. Bueno: Sobre el concepto de ‘espacio antropológico’. En: G. Bueno: El sentido de la vida. Oviedo: Pentalfa Ediciones (pp. 89-114), 1996.
— J. B. Fuentes: Intencionalidad, significado y representación en la encrucijada de las “ciencias” del conocimiento, Estudios de Psicología, Vol. 24, no 1, pp. 44-90, 2003.

— J. B. Fuentes: Filosofía, política y metapolítica, Nexo, no 3, pp. 181-199, 2005

— J. B. Fuentes: La impostura freudiana. Una mirada antropológica crítica sobre el

psicoanálisis freudiano como institución. Madrid: Encuentro, 2009.
— J. B. Fuentes: La teoría del origen trófico del conocimiento de Ramón Turró. Un ensayo sobre su trasfondo histórico-filosófico y sus posibilidades de desarrollo teórico en el sentido de una concepción (neo)aristotélica de la vida, Psicología Latina, Vol. 1, no 1, pp. 27-69, 2010
— J. B. Fuentes y F. Muñoz: Antropología e Historia. Elementos para una crítica de la modernidad, Pensamiento, Vol. 64, no 239, pp27-52, 2008.
— E. Ronzón: Sobre la constitución de la idea moderna de hombre en el siglo XVI: El “conflicto de las Facultades”. Oviedo: Pentalfa Ediciones, 2003.
5.— Justificación y comentario de la Bibliografía del programa docente “teórico”
Dada la amplitud y la variedad de la bibliografía que podría ser relevante para un programa docente como el nuestro (y en general para cualquier programa de Antropología filosófica), nosotros optamos por no ofrecer, junto con el programa de la asignatura, ningún listado bibliográfico con pretensiones generales. En su lugar, preferimos consignar tan sólo el siguiente tipo de obras: Primero, algunos libros generales que a su vez pueden considerarse básicos en la antropología filosófica contemporánea, al objeto de que el estudiante sepa de su existencia y pueda comenzar a consultar algunos a lo largo del curso y sobre todo más adelante a lo largo de su carrera. Y, en segundo lugar, algunos trabajos, buena parte de ellos nuestros, que pueden servir en diversos sentidos como guía u orientación del argumento general del curso así como de sus diversas partes o momentos. Por lo demás, y como ya hemos visto en nuestra justificación y comentario del programa docente, al compás del desarrollo del curso y de sus diversas partes vamos mencionado y comentando, y en ocasiones leyendo y discutiendo, otras referencias bibliográficas oportunas.
Nuestra pretensión es que, de la “bibliografía general básica”, el estudiante llegue a leer a lo largo del curso, por la razones ya expuestas en nuestra justificación y comentario del programa docente, estas dos obras, relativamente breves y absolutamente clásicas: El tratado Acerca del Alma de Aristóteles y El puesto del hombre en el cosmos de Max Scheler. Y si algún estudiante se encontrase además dispuesto a leer una tercera obra de este apartado bibliográfico, le aconsejaríamos sin duda la lectura del ensayo de Bueno Etnología y Utopía, por la claridad y radicalidad con la que plantea la cuestión, a nuestro juicio esencial, de las relaciones entre Etnología e Historia, y ello sin perjuicio de las diferencias entre nuestro punto de vista y el suyo. Y también aspiramos a interesar al estudiante lo suficiente en nuestra argumentación
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como para que de la “bibliografía guía del argumento del curso”, y por las razones asimismo expuestas en la mencionada “justificación”, éste llegue a leer estos trabajos nuestros: el ensayo sobre la “teoría del origen trófico del conocimiento”, el artículo sobre “Antropología e historia” y el capítulo octavo del libro “La impostura freudiana”. Asimismo le encarecemos la importancia de leer el breve ensayo de Elena Ronzón arriba consignado por las razones también comentadas en la susodicha “justificación”. Todas las demás lecturas que el estudiante pudiera ir haciendo a raíz de nuestras clases, indicaciones y comentarios las consideramos, por así decirlo, una afortunada añadidura.
Y por que lo que respecta al efecto que sobre la bibliografía tiene la división en dos asignaturas de nuestro programa docente, nuestra opción es ésta: Mantener el mismo listado bibliográfico en ambas asignaturas, pero aconsejando lecturas diferentes. En la asignatura de Antropología filosófica I pediremos leer, de la “bibliografía general básica”, sólo el Acerca del Alma aristotélico, y de la “bibliografía guía del argumento del curso”, instaremos al estudiante a leer el mencionado ensayo de Elena Ronzón. En la asignatura de Antropología filosófica II pediremos leer, de la “bibliografía general básica”, El puesto del hombre en el cosmos de Scheler, y animaremos a leer, de la “bibliografía guía del argumento del curso”, los trabajos nuestros líneas arriba mencionados.
6.— Organización y contenidos de las clases “prácticas”
Por las razones expuestas en el primer apartado de este “Proyecto”, nosotros tomamos las clases “prácticas” como ocasión para seleccionar algún texto indiscutiblemente clásico y especialmente representativo de algún contenido nuclear del curso y proceder a un comentario y discusión más detenidos de dicho texto, sobre todo con la vista puesta en establecer su conexión con el conjunto de los problemas y del argumento del curso.
Hasta la entrada en vigor de las nuevas directrices boloñesas, y por tanto mientras la asignatura anual de Antropología constaba de un curso “teórico” de ocho créditos y de unas clases prácticas de tres créditos, elegíamos el ensayo de Max Scheler El puesto del hombre en el cosmos como texto para las clases “prácticas”. Pero como quiera que a partir de ahora —del presente curso 2010-2011 en adelante— cada una de las dos nuevas asignaturas resultantes de la fragmentación de la anterior, Antropología filosófica I y Antropología filosófica II, deberán ir acompañadas de sus correspondientes cursos de clases “prácticas”, tomaremos como acompañamiento “práctico” de la primera de estas asignaturas el tratado aristotélico Acerca del Alma y de la segunda el anteriormente mencionado ensayo de Scheler.
Así pues, presentamos aquí los índices y las bibliografías, y los correspondientes comentarios y justificaciones de cada uno de estos dos cursos “prácticos”.

6. 1. Curso de clases “prácticas” de Antropología filosófica I

Contenidos
1.— Una nota sobre el Acerca del Alma en el conjunto de la obra de Aristóteles
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2.— La clave de la idea de la unidad sustancial hilemórica entre el alma y el cuerpo del ser vivo: la unidad de funcionamiento entre la forma funcional de organización de la acción corpórea y la forma estructural de organización del cuerpo.

3.— La concepción aristotélica de las facultades anímicas generales y vegetativas: “nacimiento” y “corrupción”; “crecimiento”, “desarrollo” y “nutrición”.


4— La teoría aristotélica del origen trófico del conocimiento: la deducción del conocimiento a partir del movimiento y del movimiento a partir de la alimentación.

4. 1. La deducción aristotélica del apetito y la voluntad, y de la memoria e imaginación a partir del conocimiento


4. La crisis de la unidad sustancial hilemórfica a propósito del intelecto y su alcance histórico-filosófico

4. 1. La introducción aristotélica de los conceptos de “entendimiento agente” y “entendimiento paciente”: posibles interpretaciones y alcance histórico-filosófico.

Bibliografía

Texto base:

— Aristóteles: Acerca del Alma. Madrid: Gredos, 1983. Introducción, traducción y

notas de Tomás Calvo Martínez

Otros textos:

— Tomás Calvo Martínez: Introducción general. En: Aristóteles, Acerca del Alma,

Gredos, 1983 (pp. 7-94)
— Tomás Calvo Martínez: Acerca del Alma. En: Aristóteles, Acerca del Alma, Gredos, 1983 (pp. 95-130)
— Juan B. Fuentes: La teoría del origen trófico del conocimiento de Ramón Turró. Un ensayo sobre su trasfondo histórico-filosófico y sus posibilidades de desarrollo teórico en el sentido de una concepción (neo)aristotélica de la vida, Psicología Latina, Vol. 1, no 1, pp. 27-69, 2010
— Ramón Turró: La base trófica de la inteligencia. Madrid: Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, Serie I, Vol. 4, 1918
Justificación y comentario de los contenidos
Como ya hemos señalado en reiteradas ocasiones, y por las razones asimismo expuestas, pretendemos que el estudiante haga una primera lectura del Acerca del Alma aristotélico como acompañamiento del conjunto de las clases “teóricas” de la Primera Parte de nuestro curso (o sea, de las clases de la asignatura de Antropología filosófica I). Se comprende entonces que, en virtud de lo dicho sobre las clases “prácticas”, tomemos
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éstas como ocasión para profundizar en la exposición del conjunto de esta obra y en el comentario y discusión de algunos pasajes suyos especialmente significativos.
No pretendemos desde luego realizar un comentario a fondo de todas y cada una de las partes del tratado, pero sí mostrar con alguna precisión el sentido de su estructura argumental general, y ello ante todo con el objeto de resaltar de qué modo la concepción aristotélica de la unidad sustancial hilemórfica entre el alma y el cuerpo del viviente entra precisamente en crisis a propósito de la relación entre el alma intelectiva y el cuerpo humano, pues ésta es, como hemos visto, la cuestión matricial a nuestro juicio de la antropología filosófica.
Y con este objetivo a la vista, en nuestro comentario de esta obra seguimos principalmente los siguientes pasos. Se trata, en primer lugar, de hacer ver de qué modo la clave de la concepción aristotélica de la unidad entre el cuerpo y el alma reside en su sutil concepción de la “unidad de funcionamiento” entre una determinada “forma de organización funcional” de la acción, en cuanto que acción unitaria a la que se subordinan las diversas acciones de las distintas “partes-órganos” del cuerpo, en la cual acción unitaria consistiría el alma como “entelequia” o acto “primero” a cuya unidad de funcionamiento se subordinan en efecto los “actos segundos” de cada una de dichas partes, y una determinada “forma” acompasada de “organización de la estructura” del cuerpo, en cuanto que estructura compuesta y diversa de dichas partes-órganos, en la cual consiste este mismo cuerpo en cuanto que “materia” o “potencia” capaz de soportar o llevar a cabo la “puesta en acto” “formal” y “final” de dicha acción. A este respecto centramos muy especialmente nuestra atención en la lectura y comentario de estos pasajes del tratado: 412b 15-30 y 413a 0-10.
Y nos importa, en segundo lugar, mostrar de qué modo Aristóteles pudo ya tener a la vista la cartografía conceptual básica de una teoría general y comprensiva del origen trófico del conocimiento; una teoría ésta en efecto según la cual los organismos animales necesitan conocer porque se mueven, para orientar cognoscitivamente sus movimientos, y a la vez necesitan moverse porque, a diferencia de los vivientes “estacionarios” o vegetales, disponen de sus alimentos a distancia de sus propios cuerpos. De este modo Aristóteles ha dado con la clave de una concepción funcional biológica del conocimiento como imprescindible función biológica. A este respecto centramos nuestra atención muy especialmente en los siguientes pasajes del tratado: 424a 15-25, 434a 30, 434b 0-5 y 434b 25-30. Y asimismo nuestro autor ha podido deducir a partir del conocimiento, de este modo funcionalmente entendido, el resto de las capacidad anímicas que de él se derivan, a saber, por un lado el apetito y la voluntad, y por otro lado la memoria y la imaginación. Esta deducción debe ser perseguida —de un modo ciertamente un tanto disperso— a través de diversos pasajes de los capítulos tercero, noveno, décimo y undécimo del libro tercero de su tratado.
Y de este modo llegamos por fin al momento principal de nuestra exposición, es decir, allí donde, a partir del capítulo cuarto del libro tercero hasta el capítulo octavo inclusive del tratado —los cuales capítulos leemos y comentamos en su integridad en clase—, Aristóteles afronta la cuestión del alma humana intelectiva y en este momento rompe su idea de la unidad hilemórfica entre el cuerpo y el alma a propósito precisamente del intelecto. Según Aristóteles, en efecto, si el intelecto es capaz de conocer “todas la cosas” y “según su naturaleza”, entonces, y como quiera que “es lo mismo la ciencia en acto que su objeto”, el intelecto “no puede poseer naturaleza alguna
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propia”, pues de tenerla “interferiría” con la naturaleza de las cosas que conoce “obstaculizando” su conocimiento, razón por la cual debe obrar “separado del cuerpo”, “incorruptible” y “sin mezcla alguna con él”. A nuestro juicio, y así lo exponemos en clase, la mejor manera de entender el significado de esta argumentación es contrastarla con lo dicho hasta el momento acerca del alma sensorial y motora del cuerpo del animal. Pues lo que Aristóteles nos ha dicho sobre el animal es que éste sólo conoce, no ya todas las cosas según ellas son, sino tan sólo aquellos aspectos de aquellas cosas — sus “cualidades” o “formas” “sensibles”— a las que precisamente puede alcanzar su radio de acción motora y que por ello pueden llegar a tener algún efecto vital sobre sus propios cuerpos. Es decir, que Aristóteles ya ha tenido una concepción circunstanciada —diríamos, ecológicamente circunstanciada— del conocimiento animal, lo cual es lo que nos permite entender, como decíamos por contraste, el sentido de su concepción absolutamente des-circunstanciada del intelecto humano, y por ello mismo necesariamente desprendida o separada del cuerpo, cosa ésta que a su vez no puede dejar de chocar con su concepción funcional unitaria de la vida, incluida la propia vida humana.
Pero sería precisamente, según nuestra interpretación, porque Aristóteles ha tenido conciencia de las dificultades que para su concepción de la vida, y por tanto también de la vida humana, comporta semejante concepción del intelecto, por lo que este autor hubiera traído a colación, en este contexto, su célebre (y perennemente polémica) distinción entre el entendimiento “agente” y el “paciente”, cosa ésta que en efecto hace a partir del capítulo quinto del libro tercero de su tratado y a cuya discusión dedica este capítulo y el siguiente. Según nuestra interpretación, en efecto, que procuramos razonar cuidadosamente en clase, Aristóteles hubiera introducido esta distinción debido a su conciencia de tener que contar de algún modo, si no ya con el cuerpo viviente, cosa que su argumentación le prohíbe, sí al menos con un principio que fuese funcionalmente semejante a dicho cuerpo por lo que respecta a sus capacidades de actuación. Pues Aristóteles habría advertido, en efecto, que por mucho que el entendimiento, debido al alcance totalizador universal de su actividad cognoscitiva, y según su argumentación, deba obrar separado del cuerpo, es preciso en todo caso seguir contando con alguna capacidad o potencia, y precisamente individual, como la que en efecto poseen los cuerpos vivientes vegetativos y sensorio-motores para llevar a cabo sus acciones, capaz de sostener la “puesta en acto”, en la que consistiría el entendimiento “agente”, de dicha actividad intelectiva universal, en la cual capacidad individual justamente consistiría el entendimiento “paciente”. De este modo, si bien el entendimiento paciente no puede ser en rigor identificado con el cuerpo, viene a cumplir, por su semejanza funcional con él, el mismo tipo de funciones que el cuerpo, razón por la cual seguramente Aristóteles le ha hecho correr a la postre la misma suerte que al cuerpo, esto es, la de considerarlo asimismo “corruptible” como él.
Se diría, entonces, que Aristóteles ha intentado, sin duda con la sutileza y el sentido del equilibrio que le caracterizan, tener en cuenta todos los datos posibles del problema; por así decirlo, ha intentado tocar todas las “teclas” de las que su “mundo cultural” le permitía disponer, pero que no por ello ha sido capaz de obtener un “acorde” (armónico), sino una inevitable “disonancia”. Y éste es el momento en efecto de enlazar con el sentido general del argumento de nuestro curso y hacer ver que dicha disonancia es el resultado inevitable de la falta de “profundidad” o de “perspectiva” “históricas” propias del mundo heleno —hasta Alejandro—, que serían las responsables del intelectualismo o el teoreticismo griegos que también envuelve a Aristóteles, y que son
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las que justamente le incapacitan para tener alguna concepción circunstanciada, y por tanto positivamente encarnada, del intelecto humano: ni circunstanciada ecológicamente, por supuesto, ni tampoco circunstanciada históricamente —como ese tipo de circunstancia, según decíamos, que, trascendiendo recurrentemente las circunstancias ecológicas, es capaz de constituir un mundo histórico propio, con su propia perspectiva histórica vinculada a dicha circunstancia. El mundo heleno —hasta Alejandro— no ha dejado de ser a la postre un “mundo histórico” “plano”, limitado a las relaciones entre las ciudades mutuamente próximas de la Hélade, y privado por ello de esa “tercera” dimensión o posición respecto de su grupo de ciudades próximas, relativa a nuevos terceros pueblos, como la que en efecto iría a caracterizar ulteriormente a los grandes imperios civilizadores —comenzando por el macedónico de Alejandro—. Y ésta es a nuestro juicio la razón histórico-cultural más de fondo por la que ni siquiera Aristóteles fue capaz de hacer valer y proseguir, a propósito del hombre, su por lo demás perenne concepción de la unidad de funcionamiento de la vida. Y con esta última reflexión, a nuestro juicio esencial y congruente con el argumento general de nuestro curso, damos por concluida nuestra discusión de Aristóteles en las clases “prácticas”.
Justificación y comentario de la Bibliografía
Aconsejamos desde luego leer el Acerca del Alma en la versión de Tomás Calvo en Gredos, que es la versión que nosotros utilizamos en clase. Y animamos también al estudiante a que lea tanto la Introducción General al conjunto del pensamiento de Aristóteles como la relativa al mencionado tratado hechas asimismo por Tomás Calvo para esta edición suya de la obra aristotélica. No nos parece necesario entrar a ponderar las virtudes de dicha edición y de las mencionadas introducciones realizadas por un conocedor de Aristóteles y del mundo griego del prestigio de Tomás Calvo. Me limito por ello a decir aquí lo mismo que les señalo a los estudiantes en clase, a saber, que la lectura de ambas introducciones, por su carácter comprensivo, sistemático, claro y relativamente sencillo, les puede poner en muy buenas condiciones tanto para seguir nuestras explicaciones como para más adelante proseguir su estudio de Aristóteles más allá de nuestras clases.
Y asimismo en estas clases “prácticas” les recuerdo a los estudiantes el interés que puede tener para ellos la lectura de mi ensayo sobre la teoría del origen trófico del conocimiento asimismo líneas arriba consignado. Como ya he señalado, de la “bibliografía guía para seguir el argumento del curso” consideramos que la lectura de este ensayo es la más aconsejable para acompañar en general la primera de las dos asignaturas de Antropología filosófica. Y ello es así porque, como también dijimos, en este trabajo se lleva a cabo un cotejo sistemático entre la concepción biogenética aristotélica del conocimiento, que consideramos decisiva para entender su concepción de la vida del ser vivo cognoscente, y ciertas aportaciones muy importantes al respecto de la biología contemporánea —entre las que sin duda destaca la teoría del biólogo y filósofo español Ramón Turró—, cotejo éste sobre el que volvemos naturalmente a insistir en las clases practicas, y sobre el que podemos explayarnos en éstas con un poco más de detalle que en las “teóricas”. Se comprende entonces nuestro consejo de leer este trabajo nuestro también y muy especialmente como acompañamiento de las clases “prácticas”. Por lo demás, y por si el estudiante sintiese interés en conocer de primera mano la teoría moderna de origen trófico del conocimiento de Ramón Turró, le aconsejamos la lectura del breve trabajo de este autor, más arriba consignado en la
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Bibliografía, titulado La base trófica de la inteligencia, que constituye un resumen sencillamente perfecto de todo lo escrito anteriormente por él sobre este asunto.
6. 2. Curso de clases “prácticas” de Antropología filosófica II Contenidos
1.— Una nota introductoria a la antropología filosófica de Max Scheler 2. — Una nota sobre la concepción biopsicológica de Scheler
3. — El sistema de alternativas de Scheler respecto de la cuestión de la relación entre el cuerpo viviente y el espíritu en el hombre
3. 1. Las teorías “clásicas”
3. 2. Las teorías “negativas” modernas
3. 3. La teoría de Max Scheler
4.— Discusión del sistema de alternativas de Scheler y de la alternativa por él propuesta

4. 1. Crítica de la concepción de la cultura como instrumento y como prótesis

4. 2. Crítica de la concepción de la cultura como represión sustituida y sublimada

4. 3. Crítica de la propia concepción de Scheler como deudora de las teorías “negativas” modernas
5.— La alternativa de la refundición anamórfica del cuerpo en sus condiciones culturales de vida: la estructura tri-posicional de la vida socio-cultural humana
5. 1. La unidad vital de funcionamiento entre el cuerpo y el espíritu humanos 5. 2. La singularidad ontológica del cuerpo humano
Bibliografía

Texto base:

— Max Scheler: El puesto del hombre en el cosmos. Barcelona: Alba Editorial, 2000 Otros textos:

— Sigmund Freud: El malestar en la cultura. En S. Freud: Obras Completas, Vol. III (pp. 3017-3067). Madrid: Biblioteca Nueva, 1981
— Juan B. Fuentes: La impostura freudiana. Una mirada antropológica crítica sobre el psicoanálisis freudiano como institución. Madrid: Encuentro, 2009
— Juan B. Fuentes: La teoría del origen trófico del conocimiento de Ramón Turró. Un ensayo sobre su trasfondo histórico-filosófico y sus posibilidades de desarrollo teórico en el sentido de una concepción (neo)aristotélica de la vida, Psicología Latina, Vol. 1, no 1, pp. 27-69, 2010
— Juan B. Fuentes: De Kant a Freud: la formación del sujeto modernista en el seno de las crisis románticas del pensamiento kantiano, Pensamiento, Vol. 67, 2011 (en prensa)
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Justificación y comentario de los contenidos
Ya hemos señalado las razones por las que nos parece muy importante que el estudiante acompañe con una primera lectura del ensayo de Max Scheler El puesto del hombre en el cosmos el conjunto de la Segunda Parte de nuestro curso “teórico” (o la asignatura “teórica” de Antropología filosófica II): este ensayo puede considerarse como el texto fundacional de la antropología filosófica académica de nuestros días, y además nuestro curso consiste en muy buena medida en una discusión crítica frontal de la concepción que en él se mantiene sobre el que consideramos el problema matricial de la antropología filosófica, el de las relaciones entre el cuerpo y el alma espiritual del hombre. Se comprende entonces que dediquemos las clases “prácticas” de la asignatura a incidir en este texto primordial.
Ahora bien, no se nos escapa que se trata de un texto que, tanto por su método (el método fenomenológico del primer Husserl, si bien ya readaptado a los propios intereses “antropológicos” de Scheler), como por lo abigarrado de sus múltiples contenidos, no resulta de fácil asimilación para un estudiante de primero. En realidad, ni siquiera pretendemos que éste lo lea entero, pero sí nos importa que haga una lectura lo más atenta posible de ciertos pasajes suyos, justo aquellos en los que su autor nos presenta su concepción de las distintas alternativas en torno a la cuestión de la relación entre el “espíritu” y la “vida” y nos propone la suya, y que son por tanto los pasajes en los que centramos nuestra atención en estas clases “prácticas”. Nuestra intención es seguir con detenimiento la argumentación scheleriana a este respecto para poder oponerle frontalmente la nuestra —sobre la que a su vez gira el conjunto de nuestro curso.
Pero ya antes de entrar en esta cuestión nuclear, dedicamos alguna clase, a modo de introducción general a la antropología filosófica de Scheler, a hacer ver que a pesar de haber incurrido ésta en una concepción a nuestro juicio sumamente dislocada de la relación entre el espíritu y la vida del hombre, no por ello esta antropología debe considerarse del todo ajena a la respuesta defensiva que las filosofías de la vida dieron a la mutilación de la experiencia humana que comportaban tanto el idealismo como el positivismo. Para empezar, es preciso destacar que en el conjunto de su obra Scheler ha concedido en cierto sentido aún más importancia a la dimensión “estimativa” que a la cognoscitiva de la experiencia humana. Ha sido el propio Scheler en efecto quien nos ha recordado la idea de Pascal de que “el corazón tiene razones que la razón no entiende”, aun cuando sin dejar de señalar que ya Pascal consideraba como “razones” a estas “razones del corazón”, de modo que las estimaciones humanas no tienen en realidad nada de irracional o caprichoso o arbitrario, puesto que ellas comportan un “orden”, “material” y “objetivo”, muy determinado de “razones estimativas” (un “orden del amor”, en efecto, como reza uno de sus ensayos más sutiles y penetrantes). En relación con esto está a su vez el hecho de que Scheler no ha podido nunca dejar de tener en cuenta, aunque sea a su modo, la vida orgánica, a la que dedica justamente toda la primera parte de su obra fundacional de la antropología filosófica, y que entiende como estando atravesada, “como el vapor que todo lo mueve”, desde sus formas más elementales a las más complejas, precisamente por un “impulso afectivo” al que deberá acabar acudiendo a la hora de entender de qué modo este impulso debe “suministrar su
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energía” tanto a los “actos más puros del pensamiento” como a “los más tiernos actos de luminosa bondad” humanos.
Con todo, no es menos cierto que Scheler ha acabado sosteniendo una muy peculiar concepción —a nuestro juicio, como decimos, enteramente dislocada— de la relación entre el espíritu (cognoscitivo y estimativo) humano y la propia vida orgánica humana, que es la cuestión sobre la que queremos centrar la atención en nuestras clases “prácticas”. Para ello seleccionamos los siguientes pasajes, y con el orden que ahora veremos, de su mencionada obra fundacional, y los sometemos a un comentario y discusión detallados.
En primer lugar destacamos y comentamos las tres primeras páginas con las que arranca dicha obra (de la pagina 33 a la 35 de la edición castellana consignada en la bibliografía), en las que ya Scheler comienza por instarnos, del modo más enérgico y tajante, a deshacer la “pérfida equivocidad” que anidaría según él en el concepto de “hombre”, el cual concepto por un lado, en cuanto que concepto “sistemático-natural”, se referiría al hombre como entidad viviente u orgánica, mientras que como “concepto esencial” debe referirse al espíritu humano como algo que sería de suyo “enteramente” “independiente” y “distinto” y aun “contrapuesto” a todo concepto de “vida en general”, incluida la propia vida humana.
Acto seguido pasamos a comentar la exposición que hace Scheler de las teorías “clásicas” del hombre y las teorías “negativas” modernas para ofrecernos luego su peculiar teoría alternativa y crítica de ambas (lo que nos lleva a considerar el pasaje que va de la página 87 a la 104 de la mencionada edición española). Según Scheler, en efecto, las teorías “clásicas”, ya originadas en Grecia, serían aquellas que conciben al espíritu (a la razón, al logos) como lo específico sin duda del hombre, y que a la vez entienden dicho espíritu no sólo como dotado de “ser y autonomía propios”, sino asimismo de “fuerza y actividad”. Dicha idea del hombre iría asociada según Scheler a una “visión global del mundo” según la cual el cosmos está inalterablemente organizado de tal modo que las “formas superiores del ser” son “también las más poderosas y fuertes, y por tanto las que tienen un mayor grado de causalidad”. Las teorías “negativas” modernas se caracterizarían sin embargo por proponer una concepción genética y a la vez negativa del espíritu humano, o al menos de sus actos y obras culturales específicas. Dichos actos y obras son en efecto entendidos como resultado genético de una negación, es decir, como una suerte de compensación sustitutiva, bien de una originaria carencia orgánica —como es el caso de la idea de cultura como “prótesis”, por ejemplo de Paul Alsberg, el discípulo de Schopenhauer—, o bien de una renuncia impulsiva originaria —como ocurriría en el caso de Schopenhauer o del propio Freud, a los cuales Scheler asimismo cita y comenta expresamente. Scheler comparte ciertamente la idea “clásica” de la superioridad entitativa del espíritu, y en este sentido no puede aceptar que la naturaleza de éste provenga genéticamente de ninguna negación o compensación sustitutiva, pero no acepta la idea ontológica de que lo “superior” posea a su vez la máxima “fuerza” o “eficacia agente”, puesto que entiende que el mundo está organizado de manera que lo superior es lo más débil mientras que lo más fuerte resulta ser lo inferior. De aquí que el espíritu necesite, según Scheler, no ya propiamente para ser lo que de suyo es, o sea actividad espiritual verdaderamente cognoscitiva y estimativa, pero sí para “manifestarse” y “obrar”, someter a la impulsividad afectiva vital del cuerpo humano a
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una operación que, por su factura, aun cuando no por su sentido, resulta ser enteramente similar a la postulada por Freud, como el propio Scheler no deja de reconocer: a la operación de “bloquear” o “reprimir” los caminos o fines vitales propios que de suyo seguiría dicho impulso al objeto de que éste quede “cebado” o “reconducido” o “sublimado” de modo que pueda suministrar la energía al espíritu que éste necesita para obrar. Ciertamente, dicha actividad represora y sublimatoria no supone para Scheler ninguna suerte de “autoengaño consciente sustitutivo”, como ocurre en las teorías negativas, puesto que el espíritu sigue siendo, como decíamos, para Scheler, verdadera actividad espiritual cognoscente y estimativa, pero que sí que resulta que necesita, para “manifestarse” y “obrar”, someter a la impulsividad vital humana a esa peculiar “fontanería neumático-somática” que resulta ser enteramente similar a la freudiana.
Y al objeto de abundar en esta idea scheleriana del hombre como “asceta de la vida” —del “espíritu humano” como asceta “de la propia vida humana”—, retrocedemos ahora a la consideración y el comentario del pasaje inmediatamente anterior al que acabamos de considerar (el comprendido entre la página 79 y la 87 de la mencionada edición española) en el que nuestro autor ya había realizado una primera consideración de dicha negación ascética que el espíritu lleva a cabo.
Así pues, éstos son los textos, y éste es el orden de los mismos, que traemos a colación para explicar la concepción de Max Scheler de la relación entre el espíritu y el cuerpo humanos.
Y una vez realizada dicha explicación es el momento de reflexionar acerca de esta concepción tan manifiestamente peculiar. Y nuestra idea al respecto es ésta: que Scheler, no obstante haber retenido en alguna medida el espíritu de las filosofías de la vida en el sentido antes mencionado, no ha dejado en todo caso de quedar preso de lo peor de la tradición del idealismo alemán, y además bajo la forma más aguda suya, que para nosotros es la constituida por la fenomenología pura y trascendental husserliana, es decir, por la idea de una actividad espiritual que sólo puede ser pensada como “trascendental” a costa de entenderla como de suyo originariamente desencarnada debido a que se la está pensando siempre en efecto desde el formato (kantiano) de un apriorismo puro. Y es este corsé gnoseológico el que a su vez nos puede permitir entender que Scheler, movido justamente a su vez por su interés en traer a colación al cuerpo vivo para entender al hombre, interés sin duda deudor de las filosofías de la vida, haya quedado a su vez enredado en lo peor de la atmósfera intelectual oriental, que ya influyó sin duda en Platón a través de las escuelas órficas y pitagóricas, y que nuestro autor recoge ahora bajo la forma del maniqueísmo: pues “maniquea” es, en efecto, su idea del mundo como un proceso en el que las formas superiores son de entrada las más débiles y las inferiores las más fuertes, de suerte que aquéllas necesitan para desenvolverse y acceder a la acción de la energía suministrada por estas últimas.
Así pues, no dejamos de hacer ver al alumno, como colofón de nuestra explicación de la antropología filosófica de Scheler, que ésta ha nacido académicamente de sus manos, a nuestro juicio, como un peculiar organismo radicalmente malformado, lo que la incapacita para proseguir con claridad conceptual el espíritu de las filosofías no irracionalistas de la vida y afrontar las tareas que estimamos que debe abordar la antropología filosófica de nuestros días. Éste es el momento por tanto de volver a incidir en nuestra concepción de la antropogénesis como un proceso de refundición del propio cuerpo humano, y muy en especial de su morfología sensorial y operatoria, y junto con ésta de todas sus capacidades anímicas específicas, a la escala de su obra cultural
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objetiva, cuando ésta es precisamente entendida como esa estructura triposicional que resulta ser trascendental —con trascendentalidad posterior o recurrente— a todas las obras culturales y sociedades humanas. Es el momento por tanto de volver a incidir en la idea de una continuidad inmediata y sin fisuras —sin “solución de continuidad” “quebrada” alguna— entre la morfología y las capacidades humanas y sus obras objetivas, de modo que podamos sostener una concepción de la unidad vital entre el cuerpo y el alma espiritual humanos y podamos por lo mismo advertir de qué modo la propia morfología de ese cuerpo nos muestra ya impresas en ella sus posibilidades espirituales mismas, cosa ésta para la que desde luego Max Scheler ha quedado ciertamente cegado.
Justificación y comentario de la Bibliografía
Aconsejamos usar, y de hecho nosotros usamos en clase, la versión española de El puesto del hombre en el cosmos editada por la editorial Alba en el año 2000, por su claridad y fidelidad al texto original.
Instamos asimismo al estudiante a leer el último apartado de nuestro ensayo sobre la teoría del origen trófico del conocimiento titulado “Un apunte final sobre el problema del hombre como lugar de ‘apertura al Mundo’ ”. En este apartado presentamos un esbozo sistemático de nuestra concepción de la antropogénesis y la refundición antropológica que es la que oponemos a la concepción de Scheler sobre la relación entre el espíritu y el cuerpo humanos.
Y como quiera que entendemos que las llamadas por Scheler teorías “negativas” del hombre —de las que su propia teoría se encuentra más próxima de lo que acaso él mismo quisiera— consisten precisamente en las filosofías “vitalistas irracionalistas de la sospecha”, damos noticia al estudiante, por si se animara a leerlo, de un trabajo nuestro reciente en el que hemos intentado situar en su lugar histórico y sistemático adecuado dichas filosofías al entenderlas como las portadoras de la “segunda crisis romántica del pensamiento kantiano”. Se trata en efecto del artículo consignado en la Bibliografía y titulado “De Kant a Freud: la formación del sujeto modernista en el seno de las crisis románticas del pensamiento kantiano”.
Por fin, y dado que, como hemos visto, el propio Scheler reconoce que su idea de una represión sublimadora del impulso afectivo tiene una factura enteramente semejante a la freudiana, aun cuando sin duda dotada de otra intención, nos parece oportuno demorarnos un tanto en la consideración de la concepción antropológica freudiana, y en este contexto mencionamos y comentamos brevemente la obra de Freud El malestar en la cultura, que constituye el trabajo de este autor en donde se expone de la forma más madura y comprensiva su concepción de la relación entre la vida psíquica humana y la cultura. Y a su vez en este contexto hacemos mención del ensayo nuestro reciente La impostura freudiana, en el que se lleva a cabo una crítica que pretende ser global, sistemática y radical de la obra de Freud, la misma crítica naturalmente que esbozamos en clase al hablar de Freud y compararlo con Scheler, por si el estudiante se animase en algún momento a leer, además de El malestar en la cultura, nuestra crítica de Freud.
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La Caverna

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